domingo, 18 de diciembre de 2016

EN LA ORTHODOXIA DE ULISES BÉRTOLO


He andado por la Catedral de León, acompañado por un libro en cuya portada viene impresa una salamandra, buscando los secretos que se escondían en sus paredes, porque la etapa ocho, de las trece del Camino, en el Libro V es la de Sagunto a León.

He esperado en silencio que la Catedral de Santiago se quede en calma, pues si los enigmas que esconde el Apóstol tuvieran que descansar en algún lugar, sin duda habría que empezar a buscar por aquí; bienaventurado el varón que soporta la prueba; recibirá la corona de la vida, que ha prometido el Señor a los que lo aman.

He iniciado mi viaje en el Monasterio de Uclés tratando de entender a los trece caballeros de la Orden de Santiago, adherida a la regla de los agustinos y aprobada por el Papa Alejandro III.

He vuelto a andar por Bosnia y Montenegro, como hace 25 años, y recalé en la bahía de Kotor, en Cetinje, donde un iluminado integrista, con la única estrategia del crimen, trata de cambiar el mundo y su destino, con las láminas de la Orthodoxia; no había libre albedrío, ni predestinación; si algo había aprendido al lado de su padre era que él, Radic Menz, decidía cómo, cuándo, dónde y de qué manera se sucedían las cosas.

He pasado muchos días en la Corticela, lamiendo mis heridas, como cualquiera de los peregrinos que buscaban una señal de su vida ultraterrena frente al altar.

He vuelto a Beirut, después de siete años, de la mano de un historiador y arqueólogo llamado Thomas Noah, que combatió durante la guerra civil libanesa a finales de los años ochenta, para descubrir que el pasado está escrito, en la piedra, en el papel, y en la memoria; y que aunque dicen que el tiempo lo cura todo, no es cierto; lo que hace el tiempo es convertirte en inmune al fracaso.  

Y he andado todos estos caminos a causa de un crimen que tuvo lugar en el Monasterio de Uclés, donde apareció asesinado un estudioso medievalista con una moneda dentro de su mano cerrada y cuya investigación ha caído en manos de la Guardia Civil.

Yo nunca imaginé que pudiera hacer algo así; pues rara vez abandono mis lugares comunes de combate o de escritura que son los dos mundos en los que suele devenir mi existencia; pero una invitación a la presentación de un libro, a través de una llamada, me hizo cerrar esos volúmenes por los que suelo navegar, llenos de largas frases subordinadas, adjetivos que crean o matan, verbos que necesitan excesiva compañía y figuras retóricas que juegan con significantes y significados como los prestidigitadores con las mangas de su camisa, y me incitó a abrir el libro de la salamandra que recibí en el buzón de casa:

Por deshacer un enigma, por ver su nombre escrito en la Historia, sería capaz de arriesgarlo todo, incluso la vida de sus amigos.

De los enigmas de la Historia he fiado poco, porque suelen vivir de la oscuridad para que el paso del tiempo nada modifique; y cualquier tipo de cambio nunca llegue a alterar la sociedad que ha creado esos mitos; y tan sólo la firme voluntad de apretar el gatillo y no dar un paso atrás, pueden cambiar las cosas, y donde uno sólo puede vencer si está dispuesto a morir en el intento.

Orthodoxia me ha llevado por muchos caminos, los mismos que anduvo Radic Menz, un integrista ortodoxo, que desea encontrar los secretos del Apóstol con la misma vocación con la que los nazis buscaban el Arca de la Alianza: el poder; cuando  nadie ignora que no hay mayor poder que el de la bondad, no hay mayor lucha que la del amor, no hay mayor espacio que la comprensión, ni mayor victoria que la de la entrega. Ninguno de los protagonistas sabe esto, poco importa cuando el mejor de ellos nos dice: Yo no necesito salvarme, hace mucho tiempo que vivo condenado.

Y todo este viaje surgió a causa de una llamada de Ulises, que me invitó a la presentación de un libro, y donde me encontré con el Director del Centro Nacional de Inteligencia y con el responsable de redes sociales del Ejército. A Ulises le contesté diciéndole que iría si los vientos eran favorables y no hacía falta sacrificar a Ifigenia para que la nave que me llevara pudiese bogar, sin espera, hasta la Casa de Galicia.

El problema es que rara vez las cosas salen según lo planeado, porque si las cosas hubieran salido según lo planeado, estaría en estos momentos dando una conferencia en el Museo Británico de Londres, donde todavía esperan mi llegada.

Me ha gustado recoger los enigmas del Camino con Orthodoxia, llenarme la mochila de secretos mientras viajo desde Uclés hasta Santiago de la mano de Sandra, Thomas Noah y Luis Novo, cada uno con su vida y su alma a cuestas, llenas de ese rastro de roces que siempre termina conformando la memoria y, a veces, el porvenir, para entender que todo enigma tiene su origen dentro del alma y no fuera como, normalmente, sugieren nuestros sentidos.



















domingo, 4 de diciembre de 2016

ALBERT CAMUS Y EL MITO DE SÍSIFO


Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Eso creyeron los dioses que, con su absoluto poder, conseguirían doblegar el espíritu inteligente e indomable de Sísifo. Pensaron que una simple condena infinita en un trabajo sin esperanza y agotador lograría que el corazón de Sísifo, tejedor de ardides, y su inteligencia, capaz de engañar a los dioses y descubrir, encadenando a Tánatos los secretos de la inmortalidad, se diluyeran como un azucarillo en el agua, esa bendición del agua que Sísifo prefirió a los rayos celestes.

Sísifo, que como todo hombre fue sabio alguna vez y, alguna vez, bandido; que fue capaz del bien absoluto y del mal despótico durante la vida que vivió; propietario como todo hombre de pecados y bondades; acabó siendo procesado, capturado y encadenado después de que fuera decretada su condena: Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. El mismo Hermes ha venido a arrastrarlo hacia el Hades, allí tiene preparada una gran piedra forjada por Titanes y una gran montaña a cuya cima llegará penosamente cada día arrastrando la roca que es su condena; y que volverá a caer, obligando a Sísifo a volver a subirla con la conciencia de que una vez en la cima la piedra caerá de nuevo.

Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Terrible condena, ¿verdad?, pero los dioses no han pensado en el camino de vuelta, cuando Sísifo regresa para recoger la enorme piedra. Zeus, Hermes, Tánatos y Ares sólo han pensado en la condena, en el infinito esfuerzo inútil de arrastrar una enorme piedra que vuelve a caer una y otra vez. Sísifo no tiene ninguna esperanza de que la piedra se quede alguna vez en la cima y por fin pueda descansar; pero eso no quiere decir que haya sido derrotado. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Con el desprecio y la alegría.

Por eso me fui de viaje a Argel, para saludar al único hombre, hijo de una sordomuda que no sabía leer y huérfano de un joven movilizado por la vorágine de la guerra, muerto en la batalla del Marne, que creyó que Sísifo podía vencer el castigo con la alegría: Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. Incluso en el absurdo sin esperanza puede surgir la alegría, por esa rendija que la vida abre en el camino de vuelta.

El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. A la vuelta, incluso sin esperanzas, puede hallar la alegría. A Sísifo le han robado las esperanzas, lo han hundido en el absurdo, en un esfuerzo que no terminará nunca, pero es en el descenso, en esos momentos en los que vuelve para recuperar la piedra infinita, donde es capaz de vivir la alegría.

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso, porque en ese camino de vuelta para volver a su condena, a pesar del absurdo que lo rodea, encuentra seres mágicos y bienaventurados momentos.   




domingo, 27 de noviembre de 2016

SHAKESPEARE ENTRE SONETOS, CONSTRUYENDO EL CORAZÓN DEL HOMBRE

Una de las cosas que más siento en mi lucha con el idioma inglés es no haber podido acercarme de verdad nunca a Shakespeare, y que el conocimiento de su obra me llegara a través de un diccionario y de una decena de versiones homéricas que tengo en mi estantería, ninguna de ellas fieles al original o, tal vez, todas. En eso envidio a Borges, que aprendió a hablar inglés antes que español; aunque también lamentó mi misma ansiedad en su relación con el griego, el ruso, el danés e incluso el alemán.

Del más castigado de los sonetos de Shakespeare, el soneto 66, existen múltiples traducciones por voces apócrifas: Boris Pasternak lo tradujo al ruso y las instituciones soviéticas lo hicieron suyo como símbolo de la opresión capitalista. También ofreció su versión opuesta cuando fue utilizado en la Europa que se desembarazaba del yugo comunista, e incluso Vicente Amezaga lo tradujo al vasco en 1954. Fue traducido al danés que leyó Ibsen, al alemán que forjó Kafka y al polaco enarbolado contra las voces infames. De todo eso era capaz un simple soneto; catorce versos: tres cuartetos y un pareado final. 

He arramplado con una traducción de Mariano de Vedia Mitre, a quien conocí de boca del profesor Ángel-Luis Pujante, y me he dado cuenta de que hace quinientos años el negro corazón del hombre era igual de infame que en estos días que vivimos, pues;

Harto de todo imploro en paz mi muerte,
el mérito a ser pobre destinado,
y ostentosa la nada más inerte
y el limpio juramento quebrantado
y el honor arbitrario conferido,
la pura virtud prostituida
y lo correcto vilmente escarnecido
y la fuerza por mancos impedida
y el arte amordazado por quien manda
y la memez maestro del talento
y la lealtad llamada ingenua y blanda
y el justo bien sujeto al mal violento.

Harto de todo, el mundo yo dejara
si muriendo a mi amor no abandonara.

Espejo de su sociedad y de la nuestra, este soneto envuelve el alma humana y lo construye con los mimbres de sus muchos vicios. ¿Acaso no está ahora el mérito andando en la pobreza y la mediocridad campando en la riqueza?; y la palabra escarnecida; y el honor y la virtud vapuleados; y huérfana la fuerza; y el arte amordazado por el poder o por el mercado; y la justicia bien sujeta al mal violento. Cierto, según Harold Bloom, Shakespeare es la esencia de la construcción de lo humano.

Yo también lo creo, pero mi problema es que nunca he leído a Shakespeare abrazando cada palabra, cada espacio, cada signo, como si hubiera nacido ya sabiéndolo. De los sonetos de Shakespeare tengo más de diez versiones en las estanterías de la buhardilla, mientras que de El Quijote sólo tengo una y no tiene más inicio que: En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...

Agarro otra traducción del soneto 66 y me desanimo cuando leo:

Ya harto. el descanso de la muerte
Pediría, viendo al mérito mendigo,
Y lo nulo e indigno engalanado,
Y la pura confianza defraudada,
Y la honra adjudicada erróneamente,
Y la casta virtud prostituida,
Y lo digno y perfecto envilecido,
Y la fuerza vejada por deformes,
Y el arte injustamente amordazado,
Y al necio doctoral juez del talento,
Y la simple verdad vuelta simpleza,
Y el bien del prepotente mal cautivo.
Ya harto de pesares, partiría,
Mas si muero a mi amor dejaré sólo. 

Se parecen las dos; pero son dos versiones diferentes de un mismo poema de Shakespeare, dos versiones que llamamos traducciones, en las que es imposible discernir la verdad de la poesía de la verdad del poeta.

Es una pena que no naciéramos sabiendo todos los idiomas del mundo, así sería más fácil llegar a la creación de un texto definitivo, que ahora no corresponde sino a la religión o al cansancio.
  

domingo, 20 de noviembre de 2016

CON LORENZO SILVA, DONDE LOS ESCORPIONES

A Lorenzo Silva lo conocí en el Cuartel General, en un laberinto de pasillos, salas y oficinas donde a veces se echa de menos el hilo de Ariadna para, en el caso de dar con el minotauro, poder luego encontrar con menos dificultad el camino de vuelta.

Cuando la mañana tocaba a su fin, en la que no paró de hablar de Diwaniya y de la batalla de Nayaf, cuando la base española Al-Andalus fue atacada por el ejército de Al-Madhi, me preguntó si podía acompañarlo a la puerta. Como yo sé que los escritores guardan la mejor sabia en los detalles pensé que ese pequeño camino, dilatado en el tiempo con más pericia que un taxista de El Cairo, sería suficiente para hablar con un escritor a quien yo había seguido desde sus inicios, porque me habitué a regalar, en el intercambio familiar de presentes navideños las aventuras de los dos guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, al guardia civil de mi familia, que por aquel entonces andaba destinado en la Comandancia de Bilbao.

Me habló de Literatura, de su pasado como abogado, de la Playa de Ákaba, nombre motivado por su relación con Lawrence de Arabia, del daño que andaba haciendo la piratería a los creadores, de las bibliotecas y de libros, sobre todo, de libros; y reconocí al oírlo que, como decía Stendhal, la verdad está en los detalles.

Como el taxista de El Cairo cometió el error de pasearlo dos veces por el mismo despacho del Mando de Apoyo Logístico, y cayendo en la cuenta de que todo escritor es un buen lector, un buen observador y, lo más importante, un buen escuchador, decidí enfilar rápido el camino de salida; pues no quería abusar de la confianza que me brindaba el escritor el primer día que nos veíamos. Al despedirnos, me pidió mi dirección y me emplazó para vernos otro día más pausadamente.

Unos días más tarde y unos cuantos correos electrónicos intercambiados, recibí en casa un libro que me hizo recordar los corimecs de viejas misiones, las largas horas por caminos y carreteras sin asfaltar, las interminables conversaciones sobre su vida o la mía con un intérprete que cada día era mi voz y algunas veces mi alma, o las llamadas a casa a través de satélite donde se oía la voz del retorno más que tu propia voz. Al abrir el buzón encontré un sobre y dentro un libro: Donde los escorpiones. Ya tenía yo ganas de ir a Afganistán, me dije, y éste es el mejor de los momentos, viajaré hasta allí cruzando las montañas del Hindu Kush, por pistas mortales que discurren pegadas a barrancos  y por encima de los 4.000 metros de altitud, hasta llegar al Panshir. Con Lorenzo Silva iba a viajar a uno de esos sitios donde uno recupera la figura del sofista Trasímaco, y en particular una famosa frase que le atribuye Platón: “Lo justo no es otra cosa que lo útil para el fuerte”.

Así que desde la página inicial, y siguiendo la costumbre de que la primera piedra de toda novela de Bevilacqua y Chamorro la ponga el Lapidario de Alfonso X, en ésta la ceminez, que quiere decir en caldeo llorador porque el que la trae consigo á sabor de llorar e de estar triste, me voy a viajar a Herat a la Base de Apoyo Avanzado, que antes era un arenal inhóspito donde sólo vivían los escorpiones.

Para el que quiera saber cómo es una misión del ejército español, éste es el libro; qué hacen los militares españoles; dónde viven, trabajan y duermen, qué es un punto de situación, sus relaciones con contingentes de otros países, esa difícil comunicación con los familiares que quedan en casa con problemas igual o más grandes que los de los militares, qué hacen en su tiempo libre, por qué dedican tanto tiempo a entrenar en una base bien cerrada en la que las salidas necesitan de excepcionales medidas de seguridad y con un exceso de calorías en la alimentación:
¿La maldición de la base? –dijo Chamorro– ¿Cuál es?
–Según dicen– explicó el capitán–, de aquí sólo se sale de dos maneras. O hecho un toro, o hecho una vaca. Hay que elegir.
–¿Y cuánto puede correr uno con este calor sin caerse muerto al suelo? –pregunté.

Está claro, como sabe Bevilacqua, que la verdad está en los detalles; y así lo demuestra Lorenzo Silva, que ha visitado la lavandería de la base de Herat, los comedores, los corimecs que quedan vacíos y sólo se utilizan en los relevos cuando dos contingentes coinciden en el mismo lugar y en el mismo tiempo, ha andado de noche paseando junto a los soldados y observando que la luna, cuando es afgantsy tiene otro color y se ve de diferente manera.

También cuando se acompaña a los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro en su investigación por la muerte del sargento Pascual en Afganistán, se agradecen, y mucho, las pinceladas de la historia de Afganistán que navegan por las páginas junto a la realidad social de la mujer en aquella tierra que vira hacia la oscuridad con los vaivenes políticos, con detalles, otra vez los detalles, que desconocíamos: El programa del gobierno comunista prosoviético incluía por primera vez el derecho a la educación, efectivo y universal, y no sólo en las grandes ciudades, para las mujeres afganas, a las que se les dijo que “eran dueñas de sus cuerpos, podían casarse con quien quisieran y no tenían que vivir encerradas en las casas como si fueran mascotas”. La reacción a esa política fue que en un pueblo cercano a Herat los paisanos, inflamados por la decisión del jefe comunista local de enviar a la fuerza a las niñas a la escuela se alzaron en armas, mataron a los comunistas y de paso a las propias niñas, y marcharon en armas sobre la ciudad. Otro tanto hicieron los habitantes de muchas localidades de los alrededores de Herat, formando una masa enfurecida que avanzó por las avenidas flanqueadas de pinos que conducen al centro, pasó junto a la ciudadela de Alejandro Magno y arrasó con todo.

Mientras nos llenamos de detalles los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, van a lo suyo: tienen un corimec vacío que sólo se utiliza para encuentros esporádicos, un cuchillo amapolero, que lo venden los comerciantes de la zona que tienen permiso para entrar a hacer sus negocios en la base y montan un mercadillo para que los militares no tengan que salir; también tienen soldados del contingente español, italiano y norteamericano, contratistas y buscavidas occidentales y luego personal afgano que trabaja en la base que si no lo alistaron los comunistas o los rusos, lo enrolaron los talibanes, y si no, los de la Alianza del Norte, o todos, uno detrás de otro.


Ha habido un crimen y los agentes, con un recorrido personal, espiritual y material, buscan al culpable, sabiendo que todos somos culpables, porque todos existimos, y actuamos sin saber, y siempre nos acabamos llevando por delante a algo o a alguien. Mi duda es otra, hasta dónde pasó lo que pasó y porqué. Para saber eso hay que viajar a Herat, allí, Donde los escorpiones. Incluso los que ya han estado allí y compraron un lohar deben hacerlo.







Las fotos de Afganistán son de Ángel Manrique, amigo y compañero de trabajo; y con quien, a nuestros años, todavía tengo que recorrer algún que otro camino.




domingo, 6 de noviembre de 2016

EL MATADERO, ENTRE EL MAL Y EL HORROR, ESTEBAN ECHEVERRÍA

Es bien sabido que la violencia define, y este axioma ha sido llevado a la práctica en cualquier tipo de conflicto desde el principio de los tiempos; pero es en las guerras civiles cuando el manejo del terror y la muerte hace engrosar la maquinaria bélica con buena carne dispuesta para la trituradora.

Con el miedo se logra el exilio y la huida de algunos; otros, con una falsa bandera, vestidos de indios, matan a las familias de aquellos que quieren que luchen contra los indios a su favor sin que estos jamás adviertan el cruel engaño; otros se adhieren, matando en nombre de la libertad y la igualdad, nobles ideales, a causas que terminan en una oscura cárcel construida con el pico de un piolet; y la mayoría, con la violencia y el miedo a lo propio o a lo ajeno, son embarcados, más forzosos que voluntariamente, al fragor de la batalla.

He visto con mis ojos alguna guerra civil en la que la seña de identidad más clarificadora para la distinción del enemigo era el tamaño de su cabeza, pues no encontraban entre sus vecinos una pista identitaria menos brumosa.

Los escritores argentinos a los que siempre vuelvo cada año con metódica fiereza me hicieron odiar a todo lo que sonaba al dictador Juan Manuel de Rosas, príncipe del gauchaje y la barbarie; y me han convertido en un unitario desaforado. En la guerras civiles entre federales y unitarios en Argentina, la violencia definía, empezando por la vestimenta y el afeitado; patillas y barbas tusadas a la federala, barba unitaria recortada en forma de U y sin bigote, divisa punzó en una cinta roja, o colores azul y verde.

- ¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisas en el fraque ni luto en el sombrero.
- Perro unitario.
- Es un cajetilla.
- Monta en silla como los gringos.
- ¡La tijera!
- Es preciso sobarlo.

- ¿Por qué no traes divisas?
- Porque no quiero.
- ¿No sabes que lo manda el Restaurador?
- La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
- A los libres se les hace llevar a la fuerza.
- Sí, a la fuerza y a la violencia bestial. Esas son vuestras armas infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuerte como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas.

El unitario, a caballo, en un error fatal, sin darse cuenta, ha llegado a El Matadero. Lo han identificado, nada más verlo, todos los que allí habitan: el juez del matadero, imagínenselo, los gauchos que manejan a los toros, los carniceros que trinchan las cabezas de ganado, los que arramplan como pueden los despojos que quedan en el barro disputándoselo a los perros, negras rebusconas de achuras, tullidos, niños solitarios, que buscan unas migajas de sebo o entrañas que el barro había escondido para saciar el hambre:

- Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía - gritaba uno.
- ¡Qué le hago yo, no sea malo!, yo no quiero sino la panza y las tripas.

Ese es el futuro que le queda al unitario, jaleada su tortura por todos; por el juez, por los carniceros, por el gauchaje, por los pobres hambrientos, por los tullidos; ningún elemento social escapa a la atrayente imagen del horror y del dolor ajeno; y si es por conseguir un trozo de carne, menos todavía. Será despellejado, mientras todos aplauden, abierto en canal, encima de la mesa del juez, sus fuerzas se habían agotado, inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó  borbolloneando de la boca y las narices del joven unitario, y extendiéndose empezó a caer a chorros por ambos lados de la mesa. -Tenía un río de sangre en las venas- dijo uno. -Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él- exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre -es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

Esa patria común que es el castellano me ha enconado con acento criollo contra la federación rosina, cuyos apóstoles eran los carniceros degolladores que propagaban a verga y puñal la federación y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas, sabiendo como sé que la violencia define y la línea que separa una violencia de otra es tan delgada que es muy difícil no tomar partido por una de ellas, porque un río de sangre, miedo o venganza te va a arrastrar hacia uno de los lados.

- No, a mí no, conmigo no lo hará; la violencia define, pero de alguna forma podremos elegir- le dije.
- Ya me contarás cuando vengan a por ti, y te digan que pelees con ellos porque tu mujer y tus hijos están en sus manos; o que pelees contra ellos porque mataron a tu mujer y a tus hijos. Terminarás, también, matando a la gente que tengan la cabeza más grande que tú.
- Y si no es la cabeza, los que no lleven la barba larga, o la divisa punzó en su fraque- terminé diciéndole yo.

El hombre, que se paró junto a nuestro vehículo y me pidió tabaco, en un fluido inglés, metió la cajetilla de Ducados en una bolsa de plástico en la que sonaban botellas, seguramente llenas de rakia para pasar el frío de la noche o para olvidar, se echó al hombro el Kaláshnikov, cruzó el bulevard de Móstar y se dirigió por detrás del hotel Ero a las trincheras, a matar a gente que antes eran sus vecinos y ahora, supuestamente, tenían la cabeza de mayor tamaño que la suya.

He vuelto a El Matadero con Esteban Echeverría, me dije aquella noche de convoy en Móstar.











lunes, 31 de octubre de 2016

BOB DYLAN, PREMIO NOBEL, FLOTANDO EN EL VIENTO, BLOWING IN THE WIND


Un aedo, un poeta ciego, acaba de poner sus pies en Esmirna. Llega procedente de Quíos, dicen que canta hexámetros como nadie acompañado de su lira de tres cuerdas. Ahora en el ágora, se ha reunido toda la ciudad para escuchar, de su boca y con su música, la historia de la guerra más grande jamás contada: la guerra de Troya. Ha subido los tres peldaños que dan acceso, a través de las columnas, al templo y se ha puesto a cantar su poesía:

Μῆνιν ἄειδε, θεά, Πηληιάδεω Ἀχιλῆος
οὐλομένην, μυρίἈχαιοῖς ἄλγεἔθηκεν,
πολλὰς δἰφθίμους ψυχὰς Ἄιδι προίαψεν
ἡρώων, αὐτοὺς δὲ ἑλώρια τεῦχε κύvεσσιν
οἰωνοῖσί τε δαῖτα, Διὸς δ’ ἐτελείετο βουλή

¡Canta, oh Diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo!
ira maldita que lanzó entre los aqueos tanto dolor,
y muchas almas valientes, arrojó a los infiernos,
de magníficos hombres, a los que dejó por presa a los perros
y a los pájaros. Se cumplía la voluntad de Zeus.

Ninguno de los que están en el ágora escuchando sus canciones sabe que este aedo ha compuesto la obra más grande de la Literatura Universal y que de sus labios están oyendo cómo va a ser la construcción de Occidente, mientras sus palabras van flotando en el viento.

Pasan días y estaciones; y pasan cientos de aedos que lanzan al aire versos y hexámetros imposibles.

Un juglar empieza a cantar en el mercado de Medinaceli, la gente al oír los primeros tonos del laúd se va acercando al poeta que vende sus versos encadenados por las plazas. Canta afrentas, combates de caballeros, bodas, honras y destierros; polvo, sudor y hierro:

Mio Cid Ruy Diaz            por Burgos entraba,
En su compaña                 lx pendones levaba.
Exien lo ver                      mugieres y varones,
Burgueses e burguesas     por las siniestras son
Florando de los ojos         tanto a bien el dolor  
De las sus bocas                todos dizian una razón:
¡Dios que buen vasallo!     ¡Si oviesse buen señor!

Nadie en el mercado que escucha al juglar sabe que esos casi cuatro mil versos serán infinitas veces impresos para formar parte de la inmortal Literatura en lengua castellana. Mientras, la voz del juglar sigue flotando en el aire.


Pasan días y estaciones; y pasan cientos de juglares que lanzan al aire versos encadenados imposibles.

Un cantaor de madrugada, en un colmao de Cádiz, empieza a cantar una seguiriya, acompañado de una guitarra flamenca. Acaba de llegar de Hispanoamérica y en su cabeza lleva y trae todas las coplas del mundo a su manera. Nadie apuesta a que este payo barbado pueda pasar por los tonos sin romperlos:

Cualquiera que a mi me oyera
comprenderá, compañera,
comprenderá mi pasión.

Lo que la boca no habla
lo publica, compañera,
lo publica el corazón.

Válgame Dios, compañera,
lo que paso por quererte,
cuando te escucho nombrar
me dan fatigas de muerte.


En ese colmado de Cádiz saben que han empezado a flotar, con el viento de la noche de la bahía, palabras que pintan arte, palabras que son literatura hablada, escrita o cantada, Literatura de verdad; obras de un creador, un jardinero.

Pasan días y estaciones; y pasan cientos de cantaores que lanzan al aire versos octosílabos llenos de quejidos.

En los escalones del Monumento a Abraham Lincoln en Washington un joven con una armónica y su guitarra echa al aire unos versos. Son palabras que van flotando con el viento. Cuantos allí se han reunido adivinan metáforas, comparaciones, consonancias, ritmos y acentos:

How many roads must a man walk down
before you call him a man?
How many seas must a white dove sail
before she sleeps in the sand?
How many times must the cannonballs fly
before they are forever banned?
The answer, my friend, is blowing in the wind,
The answer is blowing in the wind...

¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre,
antes de que le llames "hombre"?
¿Cuántos mares debe surcar una blanca paloma,
antes de dormir en la arena?
¿Cuántas veces deben volar las balas de cañón,
antes de que sean prohibidas para siempre?
La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento,
la respuesta está flotando en el viento…

En ese parque de Washington nadie ignora que como en el mercado de Esmirna, en la plaza de Burgos o en el colmao gitano de Cádiz, la literatura, hecha de palabras, va flotando con el viento. 

Nadie ignora que la literatura nació para ser cantada y que cantada sigue viviendo; cambiando ritmos, formas y contenidos y que sigue viva para que pasen días y estaciones; y vengan cientos de aedos, juglares, cantaores y cantantes que lancen al aire sus versos, llenos de historias que viven flotando en el viento.




domingo, 23 de octubre de 2016

SARAMAGO, TOCQUEVILLE Y PLUTARCO; ¿QUÉ QUERRÁN DE MÍ?

Cada sentido mueve los resortes de nuestra conciencia de diferente manera, los olores y sabores son los que juegan con mayor fidelidad con el pasado y, sobre todo, con la infancia; el tacto está hecho para vivir en el presente del que nunca desea escapar, pues se disuelve como azúcar en los borrosos recuerdos del pretérito; el oído preserva voces y sonidos porque prefiere moverse como un pez por el futuro; y la vista está hecha para supurar la belleza, y no deja de componer en nuestra conciencia paisajes; para ella todo gira en torno a los paisajes; ya sea en el horizonte, en los retratos o en los bodegones que moldean cada fotograma que descomponen nuestra vida.

Incluso Alzado del Suelo lo que nos abruma es el paisaje porque lo que más hay en la tierra es paisaje. Paisaje ha sobrado siempre. Y es bien sabido que los paisajes mueren porque los matan no porque se suicidan.

En esa biblioteca escondida con más de 40.000 volúmenes, que regenta un viejo coronel, que bien pudiera apellidarse Buendía, pero se apellida Ibáñez, llevaba un tiempo viendo en la estantería BO-II-46 un libro de José Saramago que, por un motivo u otro, nunca antes se había cruzado en mi camino: Alzado del Suelo.

En ella el paisaje deja de ser protagonista y el latifundio se lo come todo con sus propias leyes, las leyes del latifundio son estrictas, lo mismo da para regular la propiedad de la bellota como la recogida de la leña. Saramago, fiel a su conciencia, narra con mano maestra, a través del pensamiento interior, la historia de tres generaciones de jornaleros, y también la historia social de un trocito de Portugal. Parecen sólo cosas de viejos pero son sólo cosas de gente cansada antes de que les llegue la vejez. Yo no sé de qué me habla, señor policía, mi vida no ha sido sino trabajar desde que nací, explica un tal Maltiempo; aunque es bien sabido que la injusticia no consigue convertir a aquellos a quienes oprime en seres bondadosos y justos con los que andan bajo su bota, si no Domingo Maltiempo no andaría siempre borracho, ni sería un maltratador, ni un mal hablado, ni trataría a sus hijos como animales; trabajo bruto, limpiar los campos y prepararlos para la siembra, trabajo de fuerza que no debe exigírsele a un niño. O le pinchaba el cuerpo con un bastón de contera como un chuzo, y cuanto más gritaba y lloraba el sobrino, más reía el desalmado.

El tiempo de la novela y de la Historia va horadando los surcos del latifundio; y esas revoluciones interiores del alma y exteriores del cuerpo, que barrieron el siglo XX con dolores ingratos para todo el mundo, se mueven retorciéndose como una serpiente y su presa en la hondonada de un arroyo de Monte Lavre, sin saber por qué tanta es la desgracia y el premio tan pequeño.

Ese tiempo Alzado del Suelo, va uniéndose a esa gran revolución que desde el principio de los tiempos con lentos pasos de cangrejo va igualando o desigualando a las personas; que, como Tocqueville escribe en su Democracia en América: yo no conozco más que dos maneras de hacer reinar la igualdad en el mundo político: hay que conceder derechos a cada ciudadano o no dárselos a nadie. La eterna lucha entre la libertad y la igualdad. El problema es que cuando ha ganado una de ellas ha perdido la justicia.

Esa fue en mi opinión la gran falla de aquellos países en los que la gran revolución social del siglo XX tuvo éxito, un éxito y una alegría inicial que acabó en drama, hambre, pobreza, gulags y muerte: El poder deja a los hombres en la igualdad de la pobreza y sin libertad, perdida en nombre de la igualdad, y continúa Tocqueville, cuando los ciudadanos son casi iguales todos se les hace difícil defender su independencia contra las agresiones del poder, que el tiempo vicia y, sin escape, lo convierte en corrupto. De ahí que la política no deba ser más que un estado transitorio en la vida de un hombre.

Saramago, apenas cuestiona en su novela la propiedad de la tierra, en manos de Norbertos, Adalbertos o Gilbertos; sino el estado de los súbditos en tiempos de Salazar; si viniera la libertad, y al fin la libertad no vino, ¿ha visto alguien la libertad?, ¿esa de que tanto se habla?, pero libertad no es mujer que ande por los caminos, no se sienta en una piedra esperando que la inviten a cenar o a dormir en nuestra cama el resto de la vida. Tocqueville, enemigo de las revoluciones y de la sangre, que mirando hacia atrás en el tiempo, parece que no han resuelto nada, véanse las desamortizaciones y las infinitas reformas agrarias que hicieron más ricos a los ricos o al poder y sus advenedizos políticos, y no hicieron más que traer dolor a los de siempre, apela a la Ley de Sucesiones para resolver el problema de la tierra, sin violencia ni tanta sangre derramada: estas leyes de sucesiones deberían ser colocadas a la cabeza de todas las instituciones políticas. Los bienes a la muerte del propietario no sólo cambian de dueño sino de naturaleza; se fraccionan sin cesar; si la ley de sucesión fuera por progenitura las extensiones territoriales no se dividirían; pero en el reparto por igual va dividiéndose hasta desaparecer.

Como vuelvo de vez en cuando a Plutarco y a sus Vidas Paralelas, porque creo que ya todo lo escribieron los clásicos, y los demás no hacemos más que plagiar sus palabras y convertir la biblioteca clásica en un mar de versiones homéricas en verso y prosa, me acerco a ese primer revolucionario, que trató de realizar la primera gran reforma agraria en Roma y entregar a la plebe parte del Ager Publicus, la tierra pública que pertenecía a Roma y de la que sólo la nobleza era beneficiaria, Tiberio Graco (163-133 a.c.):

Las fieras que discurren por los bosques de Italia tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más; sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra sus enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran número de romanos ninguno tiene ara, patria, ni sepulcro; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio.

Tiberio fue derrotado, despedazado y su cuerpo arrojado al río Tiber, por intentar una revolución; y eso que era nieto ni más ni menos que de Escipión, el Africano, el hombre que derrotó a Aníbal, y salvó de la destrucción a Roma. Yo hubiera peleado aquella noche junto a Tiberio Graco en el monte Aventino; al fin y al cabo, soy un soldado y para eso están los soldados, para luchar por causas como la de Tiberio Graco.

Libertad o igualdad, he ahí el dilema; sabiendo que la igualdad absoluta no ha traído más que prisiones, dolor y muerte y la libertad absoluta no ha traído más que injusticia social.

He vuelto a leer este texto y creo que me he metido en un lío, tan sólo por leer a Saramago. Y a Tocqueville. Y a Plutarco. Esas bibliotecas escondidas, mi abuela Magdalena, mis padres y sus enciclopedias y un viejo profesor de Literatura tienen la culpa. Si yo sólo quería ser futbolista.


sábado, 15 de octubre de 2016

MUJERES EN AFGANISTÁN: AZITA RAFAAT, MÓNICA BERNABÉ; Y EL RECUERDO DE WALLADA


A Afganistán llegué con Alejandro de Macedonia.
Desde Persia, marchamos al país de los bactrios. Las tropas griegas, tras duros combates, conquistaron los territorios más allá del río Oxus, el actual Amu Daria, estableciendo una extraña multiculturalidad greco-oriental que llega hasta nuestros días y cuya demostración palpable son los restos arqueológicos encontrados en la fortaleza de Kurgansol entre los que destaca una magnífica bañera de mármol que  desentona, y mucho, con el inhóspito paisaje que la cobija.

Quien pone sus pies en Herat está poniendo los pies en Aria, ciudad fundada por Alejandro, fortificada por éste y eje fundamental de la unión del Oriente y el Occidente, idea que vivía en la mente del joven macedonio desde que inició sus conquistas y que su temprana muerte y la ambición de sus generales, tal vez evitaron.

Quien pone sus pies en Kandahar los está poniendo en Aracosia, lugar en el que el historiador griego Heródoto sitúa a una tribu llamada los pactyans, los pastunes.

Alejandro sabía que Bactria y Sogdia constituían el principal nudo de comunicaciones entre Oriente y Occidente. Parece que poco ha cambiado desde entonces, e incluso ha aumentado su importancia estratégica por todo lo que se comenta que yace en el subsuelo, y que el mismo nombre de la ruta que transitaban los soldados de la coalición que han operado en Afganistán deja entrever: Lithium

Por ese motivo, y por el bendito sueño de unir Oriente y Occidente, de unir lo que está desunido, Alejandro Magno decide tomar en matrimonio a una joven de una tribu perdida de Afganistán, Roxana, en contra de la opinión de sus generales, Parmenion entre ellos, que querían una noble griega para que su rey nunca abandonara la estirpe de los peleidas, de quien se le suponía descendiente, en palabras de Plutarco. Una unión que poco le sobrevivió, pues su hijo Alejandreo, su heredero, fue asesinado, al igual que Roxana, su mujer afgana,  por nobles griegos que poca o ninguna gana tenían de que su rey fuera de una raza distinta a la griega, aunque llevara la sangre del mismísimo Alejandro Magno.

Ahora he vuelto a Afganistán de la mano de dos valientes mujeres, cada una a su manera; Azita Rafaat y Mónica Bernabé; y también he viajado con otras valientes mujeres afganas que viven, mueren, sufren, luchan y levantan su voz tras el objetivo de la cámara de Gervasio Sánchez.
Decidí visitar la exposición Mujeres en Afganistán y entrevistar para el periódico en el que ahora trabajo a Azita Rafaat.

Hablar con Azita es hablar con la luz; es hablar con la voz de esas otras mujeres, (Nunca hubo un momento en mi matrimonio en que no me sintiera violada), que todavía no han podido comprar su libertad como pudo hacer ella; es hablar de la lucha contra la tradición, contra unas estructuras sociales que encierran a las mujeres entre las cuatro paredes de su casa, negándoles la educación y la posibilidad de vivir con sus propios recursos, independientes del hombre.(Si deseas mi muerte no te preocupes, que ya me quemo yo sola). Es hablar contra el desconsuelo, el pesar, el daño, y contra la muerte. 
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A veces, no hay más refugio contra el dolor que la poesía, y con ella, me cuenta Azita que empezó a bailar a solas, sintiéndose inundada por la tristeza, cuando su padre la obligó a casarse con quince años con un hombre, analfabeto, que ya tenía una esposa, Con él tuvo cuatro hijas, cuatro soles, que la sociedad afgana, ciega, las deja sin valor cuando las compara con el varón; por este motivo su marido y la familia de su marido la odiaba: no era capaz de dar a luz a un hombre para la familia.

A su hija menor empezó a vestirla como un niño y le cortó el pelo para que viviera y se educara con las posibilidades de un varón en una tierra exclusivamente forjada por hombres. Fue diputada en el Parlamento afgano tras la caída de los talibanes, pero ese pequeño soplo de libertad fue un espejismo. Por el Parlamento andan ahora volando señores de la guerra que apoyaron a la coalición, y exigen su compensación en forma de poder a cambio de la victoria.

Azita fue perseguida, fue acosada, pero no fue vencida. Tuvo que pagar a su marido por su libertad y por la de sus cuatro hijas. Ahora vive exiliada. Consiguió salir de su prisión con sus cuatro soles. Y ahora levanta su voz, con valentía, con orgullo, contando el sufrimiento por el que pasan muchas mujeres en Afganistán.

Después de visitar la exposición Mujeres en Afganistán, desempolvé los versos de la poeta de Al-Andalus Wallada Ibn al-Mustafki, hija del califa de Córdoba, hermosa como la miel y siempre libre, Nunca quiso casarse; aunque conoció la fuerza del amor y los desengaños. Cuenta la leyenda que en la parte de su manto que caía sobre el hombro derecho llevaba bordados estos versos:

Estoy hecha por Dios para la Gloria
y sigo orgullosa por mi propio camino

Y sobre el hombro izquierdo podían leerse estas palabras escritas:

Doy mi poder a mi amante sobre mi mejilla
y mis versos ofrezco a quien los desea.

Wallada nunca contrajo matrimonio. Con su dote, heredada de su padre, el califa, cuentan que compró su libertad escapando de la confinación que guardaba a la mujer dentro, y sólo dentro, de la vida privada de los hombres. El mito de Wallada se ha impuesto sobre su poesía, luz blanca y hermosa, pero al escucharla sentimos que la libertad de todas esas mujeres afganas que viven en la oscuridad y la miseria puede ganarse con la lucha de mujeres como Azita Rafaat y Mónica Bernabé.

Sabes que soy la luna de los cielos
luz blanca y hermosa
Pero para tu desgracia, has preferido la oscuridad y la miseria
sumérgete en el pozo negro de las cloacas,
porque nunca entrarás de nuevo en mi paraíso.

Y esperamos con ansia que llegue ese día en que todas las mujeres afganas levanten su voz y puedan gritar, como Wallada, sin miedo:

Nosotras también estamos hechas por Dios para la Gloria
y seguimos orgullosas por nuestro propio camino.

Gracias Azita, por tu valor y por dejar que tus palabras vivan impresas en nuestro modesto Periódico Tierra; y gracias, Mónica, también por tu valor y por tu hospitalaria presencia durante tanto tiempo en tierras afganas, donde te cruzabas con nosotros siempre con una sonrisa.

La exposición Mujeres en Afganistán está en el Conde Duque hasta el 24 de noviembre; con textos de Mónica Bernabé y fotografías de Gervasio Sanchez; alguien que también ha vivido muchas batallas. La entrevista con Azita y el reportaje fotográfico realizado por Ángel Manrique y del que estas fotos son una muestra saldrán en el número de noviembre del Periódico Tierra: Palabras, corazón, vida y valor.






domingo, 2 de octubre de 2016

LEONARDO PADURA, VIENTOS DE LA HABANA, VIENTOS DE CUARESMA



¿Él no estaba desconfiado? Di cómo hizo, a ver....
- Pues me lo crucé en la puerta de entrada y cuando llevábamos subiendo juntos varios escalones, no pude más y le dije: usted es Leonardo Padura, ¿no?. Y me contestó: sí.

Así de simple.

Mientras subíamos a la primera planta de la Casa de América con dirección al salón Machado de Assís, le hablo de mi extrañeza de que deambule sin guía por esas escaleras, teniendo en cuenta que él era el principal invitado a la presentación de la película Vientos de la Habana, basada en su novela Vientos de Cuaresma. Como uno de mis oficios secretos, y malpagados, es perseguir palabras de escritores, intenté aprovechar esa oportunidad que en forma de unos minutos con Padura me ponía el destino delante: una sonrisa abierta, unas palabras con música, un par de fotos desenfocadas, una firma en un libro prestado y que él se apresuró a firmarlo con mi nombre en vez de con el de su propietaria, la sensación de que en sus ojos llevaba todo el calor de La Habana y saber que Él es el que conoce el misterio y el testimonio.

En ese momento, tuvo que dejarme sentado en el pequeño sofá de la entrada porque empezaba el acto de presentación de la película Vientos de La Habana, dirigida por Félix Viscarret. El salón ya estaba lleno, y con la puntualidad de lo eterno llegó ese viento árido y sofocante que en la Habana deja las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos, el barrio como asolado por una guerra eficaz y cruel, y se le ocurrió pensar que tras las puertas selladas podían estar corriendo huracanes de pasiones tan devastadoras como el viento callejero. Los vientos de Cuaresma.

Leonardo Padura comienza a hablar de su trabajo como guionista junto a su mujer, Lucía, su primera consejera literaria: En una novela el autor tiene todas las potestades; sin embargo cuando escribe un guión presta un servicio. Es el director quien propone los tiempos, la economía de medios, el aprovechamiento de la luz y de los espacios, es quien encauza cada esfuerzo. Parafraseando a a Chandler que anduvo escribiendo guiones para Hollywood, el escritor de novelas, cuando escribe guiones debe ponerse su segundo mejor traje.

Era la una y veinte, pero ya todos estaban allí, seguro no faltaba ni uno. se habían dividido en grupos y eso que eran como doscientos y, por el aspecto, se podían reconocer. Aunque ahora que Conde tiene rostro para el cine, cuando tanto lo escondió Padura en sus novelas: Apenas está descrito como una nebulosa una vez, cuando el policía Mario Conde se mira en un espejo, explicando al lector no lo que es, sino lo que no es. Como hacen los buenos prestidigitadores.

Habla de La Habana, de cómo esta película la refleja; una Habana que él siente desaparecer con todos los cambios que se están produciendo; una Habana íntima que él bien conoce y que vive, como un personaje más de sus novelas, entre el barrio de la Víbora y el barrio de Mantilla. Cuenta que la sociedad cubana está cambiando mucho y que empieza a haber ricos y pobres, algo que nunca habíamos visto.

Acaba de firmarme la novela El Hombre que Amaba a los Perros. Me está llevando con ella a la Rusia de León Trosky, a Turquía, a Francia, a México; a la España del sin sentido y la insensatez de Ramón Mercader; escribiendo entre Herejes que sólo en los territorios de aquellos mundos conservados con empecinamiento al margen del tiempo real, y en cuyos bordes exteriores, Conde y sus amigos habían levantado las murallas más altas para protegerlos de las invasiones bárbaras, existían unos universos amables y permanentes a los cuales ninguno de ellos quería ni pretendía renunciar.

Alguien del público le atribuyó la paternidad de la palabra desmerengamiento que podía leerse en una de sus novelas, y él explicó que la patente de esa palabra la tenía Fidel Castro, cuando habló del desmerengamiento del campo socialista. Al César lo que es del César. Ahora anda liado con una nueva novela de Mario Conde, y se le presenta el problema de que en el último libro Mario Conde dejó la policía y, como él dice, entre las categorías de autonómos en Cuba todavía no existe la de detective privado. Seguro que con habilidad resuelve este problema.

El hombre que sólo se ha puesto dos veces corbata en su vida y que recogió el Premio Princesa de Asturias 2015 vestido con guayabera y una pelota de béisbol en la mano, todavía tuvo tiempo de dedicarme unos minutos cuando terminó la presentación. No me queda más remedio que ir al cine a ver Vientos de La Habana.










domingo, 25 de septiembre de 2016

SHELLEY Y EL ETERNO OZYMANDIAS


El Gran Ramsés II, tercer Faraón de la XIX Dinastía, ante cuyos pies todo el orbe se postra, ha ordenado a sus escribas que sobre piedra o sobre papiro den cumplida fe de su poder y que en el lenguaje jeroglífico reflejen su esencia inmortal y lo infinito de su reinado. También ha encomendado a sus escultores, tallistas y grabadores que cincelen colosales estatuas que hagan temblar las arenas del desierto para que, ante su grandeza, los reyes se sientan esclavos.

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,

(Conocí a un viajero de una antigua tierra
que dijo: dos vastas piernas de piedra sin tronco
se alzan en el desierto. Junto a él, en la arena,
medio enterrada yace un rostro destrozado cuyo ceño,...)

El Gran Faraón todavía no sabe que su nombre, alterado por el tiempo y la lengua griega, se ha convertido en polvo y lo ha salvado de las arenas un poeta inglés, hijo de nobles y hermano de la subversión, al que yo perseguí por el lago Lemán, el lago Serpentine y el mar de Liguria, cerca del Golfo de los Poetas.

 Shelley, que anda tramando liberar a Prometeo, como un ensueño de la libertad final que debe ser conquistada por el ser humano, sabe desde hace unos días que viene en camino la estatua de un rey egipcio que ha sido encontrada semienterrada y partida en dos pedazos: piernas y alma por un lado; pecho, cabeza, corazón y vida por otro. Ha oído que Ramsés, al que Diodoro Sículo llamó equivocadamente Ozymandias, fue el hombre más poderoso de su tiempo y de su mundo y se imagina esa estatua enterrada en las arenas del desierto, completamente olvidada.

And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.

(y el labio arrugado, y el desdén frío del poder,
cuentan que su escultor labró fiel aquellas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en estas cosas muertas,
a las manos que las labraron y el corazón que las alimentó.)

Ya llega al Museo Británico el medio cuerpo mutilado de Ozymandias y Shelley deja caer sobre un papel 14 versos que traerán al Gran Faraón de nuevo a la vida, pero simplemente para enseñarle que no hay hombre ni mujer que haya pasado por esta tierra cuyo destino no sea la decadencia y el olvido; pasó con Ramsés, el dueño del orbe, pasó con Shelley, y pasará conmigo y contigo. Tú, Ozymandias, que orgulloso rendías a reyes y a esclavos.

Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away

(Nada más permanece. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden a lo lejos las solitarias y llanas arenas)

Shelley ha embarcado en el Don Juan rumbo a Pisa. Como es un poeta romántico sabe que morirá joven; y una tormenta en la mar es una oportunidad que él no va a desaprovechar. No busca la inmortalidad porque sabe que el futuro es decadencia y olvido y para que lo sepamos nosotros también escribe un soneto. No sería mala idea aprovechar esos versos y aprender a vivir, a poder ser felices; que la inmortalidad, el poder y la infinitud no son características de este mundo.

Escribe Hölderlin que todo lo que permanece lo fundan los poetas; y lo desmiente Borges en versos de un poeta menor, sabiendo que la meta es el olvido, y que nadie podrá a la larga evitarlo; ni los poderosos, ni los sabios, ni los fuertes, ni los bravos, ni los taimados, ni los ricos, ni los pobres, ni los buenos ni los malos.

And on the pedestal these words appear:
"My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!"

(Y sobre ese pedestal aparecen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
Mirad mis obras, vosotros los poderosos y desesperad")

Desesperad, como desespero yo, el gran Faraón Ozymandias, en el olvido.