domingo, 22 de noviembre de 2020

SOÑANDO CON LOS AMORES DE GARCILASO

La primera vez que me crucé con Garcilaso de la Vega, en absoluto de forma casual, fue allá por el año 1979 en una edición de Poesías Castellanas Completas de Clásicos Castalia, anotada y comentada por Elías L. Rivers.

Nadie ignora que a partir de entonces me fui a vivir junto al castillo de Batres donde creció mi señor Garcilaso; y no había fin de semana que no paseara junto al río Guadarrama ni me sentase junto a la fuente del castillo situada en un pequeño valle. Y a partir de ahí, decidí seguirlo siempre para ganar riqueza, porque estaba seguro de que no habría nadie que en futuro alguno escribiera mejor que él; y, además, era soldado. Por aquesta razón de ti escuchado, aunque me falten otras, ser merezco; lo que puedo te doy, y lo que he dado con recebillo tú, yo m´enriquezco.

Con él fui a la guerra contra los Comuneros y le cuidé de sus heridas en la batalla de Olías. También embarqué con él a pelear en la defensa de Rodas; y, por supuesto, no me iba a perder la guerra contra Francia que se organizaba en Pamplona. Luego, pasé con él un año de noviciado en el monasterio de Uclés. Y en Illescas, junto a mi casa, estuve con mi señor Garcilaso en las bodas de Leonor de Austria, hermana de nuestro emperador Carlos, con el rey Francisco I de Francia, a quien en San Quintín no nos quedó más remedio que tomarlo prisionero después de la victoria.

Como comprenderán no me iba a perder tampoco viajar hasta el exilio, que los emperadores olvidan rápido las acciones pasadas, a orillas del Danubio; ni preparar la defensa de Viena. Por él, de Batres me fui a Toledo; y por él, estuve ocho años profesando en la toledana Academia de Infantería, mientras viví por todas las calles que eran suyas; y, como no podía ser de otra manera, me hice parroquiano de Santa Leocadia.

Mi señor no pasaba de los veintipocos años; y yo entonces no tenía más de quince. Aprendí a leer con sus versos; y corrí detrás de sus amores y sus dolores como si fuesen míos. Por eso, desde el principio anoté a fuego el nombre de Isabel de Freire, con quien yo me enconé por causarle tanto dolor de corazón desde la primera Égloga. Porque a mí no me cabía duda de que era ella quien lo había llevado casi a la muerte en una alta traición de amor: ¿por quién tan sin respeto me trocaste?, ¿tu quebrantada fe do la pusiste? No hay corazón que baste aunque fuese de piedra viendo mi amada yedra de mí arrancada, en otro muro asida; y mi parra en otro olmo entretejida, que no se esté con llanto deshaciendo hasta acabar la vida. Salid sin duelo, lágrimas corriendo.

A esta idea me llevaron todos los escritores que leí: desde El Brocense; pasando por Fernando de Herrera, el divino; el mismísimo Manuel de Faria y Sousa, o el libro que tengo entre mis manos de Elías L. Rivers. Desde hace 500 años, el nombre de Isabel de Freire ha volado como ese amor que traicionó a Garcilaso; y su nombre, asociado a su marido don Antonio de Fonseca, señor de Toro, a quien llamaban el Gordo, ha viajado en el tiempo de la mano de Garcilaso cada vez que se citaba un sólo verso de sus Églogas: Isabel de Freire. Isabel de Freire, nombre de tantos odios, engaños y sin sabores.

Pero hete aquí, que una profesora toledana María del Carmen Vaquero en una de esas conferencias a las que suelo asistir, martes y jueves, desde hace tiempo en la Juan March; me hizo ver lo equivocado que estaba; no sólo yo, sino esa Historia con mayúsculas que llevaba escrito el nombre de Isabel de Freire en una amistad o trato con Garcilaso que nunca existió. «¡Dios mío», pensé «si las malas lenguas de visillo llegan lejos, no veas como llegan de lejos las que llevan las artes».

Todo empieza en el testamento de Garcilaso de la Vega, redactado en Barcelona antes de embarcar con el emperador hacia Bolonia, en el que cita a ese hijo ilegítimo que ha tenido con la señora Guiomar Carrillo, de la noble familia toledana Rivadeneyra, al que llama Lorenzo, y que su madre nombra como Lorenzo Suárez de Figueroa; y al que Garcilaso entrega una dote para que pueda ser sustentado en una buena universidad hasta que tenga su propia disposición. Ya tenemos otro nombre: Guiomar Carrillo, una mujer noble, libre, ¡que nunca quiso casarse!, que tuvo hijos con hombres diferentes; y que, desde luego, debía de ser de fortísimo carácter«Es ella», dice la profesora Vaquero, «es ella, quien abandona a Garcilaso por otro hombre, don Fernando Álvarez Ponce de León»; ése que sé que de Garcilaso se está riendo: no soy pues mal mirado tan deforme, ni feo, que ahora me veo en esta agua que corre clara y pura; y cierto, que no trocara mi figura con ése que de mí se está riendo y trocara mi ventura. Salid sin duelo, lágrimas corriendo.

¡Así que Isabel de Freire no es Galatea!; ¡desde siempre han dicho que fue ella y yo lo creí!
¡No!, ¡Galatea era Guiomar Carrillo! Mujer de condición terrible, corazón malvado, infiel, falsa perjura; pero de quien estuvo completamente enamorado toda su vida. !Es ella!

He borrado el nombre de Isabel de Freire de la vida de mi señor Garcilaso; aunque dudo que pueda ser borrado de todos los libros de poesía que han corrido por mis manos. Pero yo, ahora en el mío, a tinta, tacho el nombre de Isabel de Freire y lo sustituyo por Guiomar Carrillo. ¿Cómo te vine en tanto menosprecio? ¿Cómo te fui tan presto aborrecible? ¿Cómo te faltó en mí el conocimiento? Si no tuvieras condición terrible, siempre fuera tenido de ti en precio y no viera este triste apartamiento.

Menos mal, que todos los Salicios, Nemorosos y Albanios que aparecen en las Églogas son el reflejo en cristalinas aguas de Garcilaso de la Vega; y eso me llena de consuelo.

Ya tengo ganas de poder volver a correr por los campos y caminos que rodean el castillo de Batres; y soñar también con Beatriz de Sá, la portuguesa, de la que cuentan todos los romances que fue la mujer más bella que vieron sus tiempos; y soñar también que paseo por sus valles con la jovencísima Magdalena de Guzmán, la hermosa Camila.

Pero si les cuento la verdad, todos en Toledo terminamos enamorados de Beatriz Carrillo, esa mujer de condición terrible.





 

sábado, 7 de noviembre de 2020

UN DÍA DE DIFUNTOS, CON LARRA

Como no me estoy quieto, y viendo que el Día de Difuntos todo el mundo acude a los cementerios a ver a los vivos; este año he pensado que debía de hacer caso a Mariano José de Larra quien tenía claro, adelantándose a Dámaso Alonso, que Madrid era una ciudad de un millón de muertos. 

— Si quieres ver muertos, no vayas a los osarios, Norberto, salgamos a las calles, ahora desoladas por las visitas a los cementerios, y acudamos con tranquilidad al lugar donde trabajan y habitan los muertos de verdad— dijo Larra.

Y sin dudarlo me lancé con él por las calles de Madrid, mientras él gritaba: ¡Necios! ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Dónde vais cuando vosotros sois los muertos?

Esa mañana del Día de Todos los Santos nos citamos en la Plaza de Neptuno; él, de oscuro, con larga capa y cuello romántico y yo con una cazadora y unos pantalones vaqueros. Se adivinaba a la legua cuál de los dos era el poeta. No sabéis cuánto envidié su indumentaria.

—Subamos por aquí — y me señaló Larra con el dedo la carrera de San Jerónimo— vamos a saludar a los vigilantes leones traídos de África.

Asentí con agrado porque nunca había visto Madrid así. Solitaria. Todos habían salido en este largo puente vacacional a visitar a sus difuntos o... se había declarado una pandemia. Nos paramos frente a Daoiz, el león de la derecha, forjado con cañones africanos; pero, puro lamento.

—Ahí lo tienes—dijo Larra— un gran lugar lleno de muertos que creen que están vivos porque van escupiéndose vanas palabras de charlatanes.

—Bueno, ahí sigue el gobierno— un mal que bien necesario.

—¡Qué me vas a contar a mí! —grita — que apoyé esa revolución de Mendizábal, que yo creía que podía sacar del atraso nuestro país, para acabar decepcionado por la desamortización. No veas lo que sentí cuando vi que el propio Mendizábal había aprovechado su propia ley para comprar un convento y sus tierras en el proceso desamortizador. En fin... como para no pegarse un tiro.

Lo miré. Pensé que el oro, ya sea del rey o del pueblo todo lo pudre, y le pregunté entonces que «quiénes estaban dentro», pues dudé si estábamos viviendo su tiempo o el mío.

—¿Quién vive ahí dentro del Congreso, me preguntas? Aquí no viven, aquí yacen: «Aquí yace media España, que murió de la otra media» Es difícil saber qué defienden estos cadáveres— me dice Larra.

Larra tiene veintiséis años y le quedan unos meses para que se pegue un tiro. Pertenece a ese siglo de jóvenes con un talento sin igual y que antes de los treinta años habían dominado con pañuelo suave la literatura. Y recuerdo a esos jóvenes cadáveres, hoy Día de difuntos, Larra, Espronceda, Bécquer... Pero no pasó sólo en España, ahí está la joven Inglaterra con Keats, Shelley o Byron. Un siglo y una Literatura llena de cadáveres que murió de la otra media.

—El cuerpo del Santo— y saca del bolsillo un ejemplar de la Constitución de 1812— lo tiraron al mar en Cádiz en el año 23 que fue donde nació. No duró nada, esta Constitución murió niña, el tiempo de regresar a las cavernas.

Yo pensé en la mía, la de 1978, una Constitución que ha durado cuarenta años y tiene que seguir defendiéndose de tigres y rasgaduras; y eso que mucha gente creyó que sería como el Estatuto Real de 1836, cuyo epitafio es: «Aquí yace el Estatuto, nació y murió en un minuto»

— Bueno, Larra, en eso tengo que confesarte que nuestra Constitución, sigue viva. Atacada cada día desde que nació durante la Transición; pero, al menos, no debemos visitarla este Día de Difuntos.

—Pues, vámonos corriendo del Congreso, que todo lo malo se pega.

Larra y yo seguimos paseando por un Madrid desierto, mientras él continuaba perorando un Día de Difuntos sobre su millón de cadáveres: «La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio. Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat! Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!».

«Joder», pensé, «también en mis días yace el comercio, la industria, la buena fe y el negocio. Estos escritores son inmortales y adivinos. O es que no hay manera de cambiar al ser humano y siempre estamos con lo mismo».

—Larra, no te preocupes— le dije — también en mis días, de ese comercio y esa industria no quedan más que huesos. Será mejor que vayamos a tomar un vermut a cualquiera de esos sepulcros que conocemos. 

Y al unísono en una calle de la Montera desierta comenzamos a gritar:
«¡Fuera la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!»

Todas esas palabras parecían repetírsenos a un tiempo con los últimos ecos del clamor general de las campanas del Día de Difuntos de 1836 ó de 2020. Larra pensó en su año y yo en el mío.