domingo, 26 de octubre de 2014

EL SUPLICIO DE LAS MOSCAS Y ELÍAS CANETTI



Elías Canetti fue un fugitivo. Yo lo conocí en Viena, cuando lo anduve persiguiendo a la vez que acosaba a Twain, Kafka y Roth; y a toda esa legión de malditos que pretendían escribir con osadía y libertad, sin pagar tributo alguno.

Ya sus antepasados, los Cañete, de Cuenca, tuvieron que huir de la España sefardí oprimidos por la intolerancia, para dejarlo, al albur de los tiempos, viviendo en los lugares más inimaginables de Europa; tal vez por eso él soñó con levantarse en un país de fanáticos, en el que de pronto se permita y se respete cualquier opinión.

Pero a mí, Canetti o Cañete no se me escapó. Tampoco los otros, porque cuando Dios quiere que las hormigas mueran le pone alas, y por muchas alas que le diera a Canetti terminaríamos por encontrarlo. A ese pesimista con sangre sefardí lo encontré en Viena. También llegué a las puertas de Tombuctú en Malí persiguiendo a los Qâti, que salvaron de la quema más de quince mil volúmenes de la gran Biblioteca omeya de Córdoba. Todavía, hoy, luchamos en el norte, aliados de los tuaregs, pero esos descendientes de godos conversos han sabido apañárselas muy bien en estos últimos cinco siglos para que esa antigua biblioteca siga respirando y llevando palabras de libertad por las arenas del desierto: La mayor pérdida de Usama, un caballero árabe de la época de las cruzadas: su biblioteca de 4000 volúmenes. Mientras viva su pérdida será una herida en mi corazón.

Ese tal Canetti fue uno de los que me empujó a salir de las cuatro paredes de mi casa buscando libros y como no sabía si agradecérselo o culpárselo; decidí perseguirlo desde Cuenca a Rusia, Viena o Inglaterra, lo perseguí con saña: Has huido del aliento del mundo retirándote a una mazmorra suntuosa donde no sopla brisa alguna y mucho menos un hálito. ¡Oh!, aléjate de todo lo que te es familiar, personal y seguro, desecha toda intimidad, sé valiente. Toma los caminos trillados y rómpelos sobre tu rodilla: si hablas con algún humano que sea de aquellos de los que no volverás a ver. Busca el ombligo del mundo. Desprecia el tiempo, deja escapar el futuro, ese miserable espejismo.

Cuando lo hallé en Viena ya le habían dado el Premio Nobel, eran tiempos en que a los editores, escritores y lectores les gustaba la literatura; sinceramente creo que entre los libros se están metiendo camuflados demasiados hombres de negocios; tanto entre los que escriben como entre los que publican, aunque no hay que quejarse porque desde Homero siempre han sido malos tiempos para la lírica: Como W.H. Auden yo también tengo amplios prejuicios contra los hombres de negocios, será que estoy acostumbrado a mi soldada y ganar más que eso me parece una indecencia, sin distinguir a los que comercian por su espíritu conciliador y a los que comercian por su carácter pendenciero. ¿Dónde está el límite? Es capaz de dejar morir a todos de hambre, pero no puede matar a nadie. A eso se le llama cobardía moral. Y está perfectamente protegida y convenida en nuestros días.

Sí, Canetti, he andado por todos los museos y exposiciones egiptológicas del mundo buscando a la momia del hombre más divertido del Antiguo Egipto tal como me pediste, y también te hice caso cuando era más joven: eres demasiado listo, tienes que perder más. Aunque, a la larga, tengo que reconocer que esos dos consejos me han ayudado mucho, y lo sugiero a todos los jóvenes: Viajad buscando a la momia más divertida del Antiguo Egipto, nada hay más sano que la risa, y perded un poco más, para fortalecer vuestro espíritu, porque así no olvidaréis que el futuro siempre es falso: influimos demasiado en él, y que por muy inteligentes que seamos sólo lo seremos como un periódico, que lo sabe todo, y lo que sabe cambia cada día.








domingo, 12 de octubre de 2014

LOS BIENAVENTURADOS



Pedro Lloros tenia la tripa triste, y la tripa es lo peor que una persona puede tener afligido, porque arrastra a cualquier otro órgano del cuerpo; empezando por la mente, llenándola de la miasma de la necesidad y acaba en el corazón, supurando no poco vicio.

A Pedro Lloros y sus amigos los conocí en una reseña de El Correo Literario del 1 de julio de 1951, que firmaba un escritor vasco de nombre Ignacio Aldecoa, al que terminé persiguiendo con no poca envidia, y al que acabé plagiando (no tenía más remedio) en un cuento titulado Gente de invierno, que publiqué con seudónimo hará unos treinta años en una  revista local de mínima tirada que espero haya desaparecido por completo.
Pedro Lloros se alimentaba de sueños que es el mejor manjar de un pobretón. Pescador era bueno; ladrón algo torpe; vago, muy vago. Odiaba a los gimnastas.

Con Pedro Lloros descubrí unas bienaventuranzas que junto con los fragmentos del evangelio apócrifo de Borges completaron las que yo llevaba a fuego de la mano del evangelista San Mateo.

Bienaventurados los vagos porque sólo son egoístas de sombra o de sol según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.
Bienaventurados los vagos porque son temerosos de la ley aunque nada tienen que perder.
Bienaventurados porque son como minerales con alma y porque les gusta divertirse honestamente y porque lloran cuando se les hace daño y porque hablan de tú a las estrellas y porque dicen “el padre sol” y “la madre luna” y “la noche serena” o “el día está amurriado”, “o la trucha se pesca en los pocillos frescos y el cangrejo mejor es el de agosto” y saben refranes antiguos y a los vientos les cambian los nombres.
Bienaventurados los vagos.

Después de leer esa proclamación de la felicidad y de la dicha, que hasta ese día no me había planteado, decidí seguir a Pedro Lloros en su deambular por la vida. El primer día me presentó a don Anselmo que ya se preparaba para pasar el invierno en la cárcel porque decía que era un buen sitio hivernar con techo y comida caliente; y posteriormente me introdujo en las vidas de Lino y Andrajos con quienes se hablaba de usted  y junto a los que decidió que había que dar algún golpe para poder cambiar de vida.

Pedro Lloros aprendió sin necesidad de leer los evangelios apócrifos de Borges que no basta ser el último para ser alguna vez el primero, cosa que ya sabemos los que nos llevamos todos los palos; y que no hay por qué amargarse por ello, ya que es feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia y, como Lino y Andrajos, que andan con él persiguiendo una nutria para poner el primer peldaño de una nueva clase de felicidad, sabe que para ser algo más feliz debemos pensar que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error. Por eso él se mira los zapatos gastados, el pantalón raído y el jersey con los codos deshilachados porque ha aprendido con el sol y con las nubes que nadie es la sal de la tierra, y que nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

Yo les explico a ellos, pobres vagabundos, que lo que les está pasando es que alguien está jugando con ellos para terminar de explicar los vocablos makários (griego), beatus (latino) y baruck (hebreo): bienaventurado, dichoso, con buena suerte, que en absoluto debemos identificar, como hace este desnortado siglo, con el éxito. El éxito es otra cosa y no siempre buena.

Lean despacio las bienaventuranzas de Pedro Lloros, del Evangelio Apócrifo de Borges y de El Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret contado por San Mateo. Yo les escribo, desde la cárcel del cuartelillo, donde nos espera para este invierno comida caliente y un techo, unos simples ejemplos para que vean que no es la moral la que forja al bienaventurado, si no las circunstancias y, a veces, la baraka.

Bienaventurados los que lloran: porque ellos serán consolados. (Versículo 5, San Mateo)
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán saciados (Versículo 6, San Mateo)

Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto. (Versículo 4, Evangelio Apócrifo de Borges)
Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria. (Versículo 5, Evangelio Apócrifo de Borges)

Bienaventurados los vagos porque sólo son egoístas de sombra o de sol según el tiempo. (Versículo 2, Bienaventuranzas de Pedro Lloros, Ignacio Aldecoa)
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino. (Versículo 3, Bienaventuranzas de Pedro Lloros, Ignacio Aldecoa)

Desde luego, aun pasando por la cárcel, estoy aprendiendo no pocas cosas con el Lloros, el Andrajos y el Lino, este último acaba de soltar una sentencia que conviene pensar:

- Sí, Andrajos. Tú que tienes más cultura, lo puedes entender mejor. La vida hay que gozarla, porque luego se te para el reloj y te entierran, con buena suerte, porque si caes por el hospital se dedican a hacerte pizcas y estudiarte.






sábado, 4 de octubre de 2014

FRANCISCO AYALA, EL HECHIZADO



Al indio González Lobo habría que hacerle muchas preguntas, pero todas pueden resumirse en una: ¿Por qué tanto empeño en ser recibido por su Majestad, el rey Carlos II de Habsburgo, al que apodaban el Hechizado?

¿A qué tantos esfuerzos, a qué tantos años malgastados en llegar a su presencia? Pero, ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento? Más aun: supuesto que este fundamento no podía venirle sino en méritos de su padre, resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de su relación. Cabe la conjetura de que González Lobo fuera huérfano desde muy temprana edad y, siendo así, no tuviera gran cosa que recordar de él; pero es lo cierto que hasta su nombre omite —mientras, en cambio, nos abruma con obsesiones sobre el clima y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral de Sigüenza...

Yo, como Francisco Ayala, también he leído con minuciosidad y  hasta el mínimo detalle esa larga relación de hechos de su vida que él mismo se dio a relatar en los años de su vejez en la ciudad de Mérida donde tenía una casa su tía doña Luisa Álvarez. Todos esos papeles originales aderezados con mil prolijidades se encuentran en los archivos de la Biblioteca Nacional a la espera de que algún día la Administración o un editor, de esos que viven alejados de las contradictorias leyes del mercado, los remuevan de las estanterías de la Biblioteca Nacional y los saquen a la luz.

No voy a negar que, como explica Francisco Ayala, no es de fácil lectura estas vivencias del indio González Lobo, pero, aunque fuese únicamente dirigido a los sesudos estudiosos o a doctorandos no faltos de tesón, alguna vez habrá de publicarse el notable manuscrito; yo daría aquí íntegro su texto si no fuera tan extenso como es, y tan desigual en sus partes: está sobrecargado de datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones críticas que quizá puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas a un parangón —por otra parte, fuera de propósito— entre los cultivos del Perú y el estado de la agricultura en Andalucía y Extremadura; abunda en detalles triviales; se detiene en increíbles minucias y se complace en considerar lo más nimio, mientras deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusión, la atrocidad de que le ha llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no parecía discreto dar a la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo, y aliviarlo de tantas impertinentes excrecencias como en él viene a hacer penosa e ingrata la lectura. Es digno de advertir que, concluida ésta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector la sensación de que algo le hubiera sido escamoteado.

Después de haber dedicado no poco tiempo a su lectura me atreveré, con tantas probabilidades de error como de acierto, a contestar esas preguntas que el indio González Lobo deja en el aire:
¿A qué intención obedece?, ¿para qué fue escrito? Puede aceptarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero, ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento?

No parece fácil responder esta última cuestión, sobre todo porque nunca no escribe sobre ello, pero deja constancia del duro trayecto, lo trabajoso y dilatado del viaje, la demora creciente de sus etapas conforme iba acercándose a la Corte (sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años), desde su patria americana hasta la Corte en España, hasta Palacio, hasta los mismos pies del rey, uno puede aventurarse a cifrar lo que se quemó en el alma del indio González Lobo cuando llegó hasta los aposentos de don Carlos II de Austria, el Hechizado.  
«Su Majestad —nos dice— estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel. A su lado, reposaba un perrillo blanco. El rico hábito de que Su Majestad estaba vestido —escribe González— despedía un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia que le aquejaba.»

Ya ha llegado el indio González Lobo al centro del poder, desde América, después de mil vicisitudes. Porque él ha decidido que el poder debe tomar conciencia de las condiciones en la que viven los súbditos en su patria; que el rey, debe estar al tanto de cuanto sucede en las mismas fronteras de su reino, y piensa que el poder, cualquier poder,  si se entera de cuanto él va a contarle dará alguna solución a todos los problemas con los que ha cargado durante tan largo viaje. Y que atravesar mil fuertes y fronteras, (el Consejo de Indias en Sevilla, el Tribunal de la Inquisición, esa nobleza que vale según el número de manos que tocan a tu puerta) habrá merecido la pena. Eso piensa él.

Pero todo se derrumba cuando llega hasta el rey que «viendo en la puerta a un desconocido, se sobresaltó el canecillo, y Su Majestad pareció inquietarse. Pero al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me precedía, recuperó su actitud de sosiego. Doña Antoñita se le acercó al oído, y le habló algunas palabras. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»

El indio González Lobo se da cuenta, entonces, de que el centro del poder (y generaliza a cualquier poder), está siempre vacío, por eso se retira en respetuoso silencio, y piensa que no habrá ideologías, ni tiempos ni sueños que puedan evitar esta quimera. De ahí su retiro a Mérida para pasar sus días escribiendo tan engorroso volumen.

Y para reafirmar mi opinión, andando por las entrevistas que concedió Francisco Ayala, encuentro esto:
"...uno puede estar sosteniendo lo que cree que es lo justo, lo que conviene históricamente, lo razonable, y sin embargo, estar viendo el sufrimiento de todos. En cuanto al poder, existe, simplemente existe. Hoy día las condiciones del mundo son otras, la gente no se quiere dar cuenta de que estamos viviendo en un contexto histórico distinto donde ocurren las peores barbaridades, pero tienen otro sentido".
De esa época es El Hechizado que para Borges era uno de los mejores cuentos en español.

Cierto, el poder, todo poder, no sabemos por qué, está vacío y el indio González Lobo por su propia experiencia lo descubrió.