martes, 28 de mayo de 2013

TRES O CUATRO COSAS QUE VALEN LA PENA


He releído El Uno y El Universo de Ernesto Sábato varias veces. Releer es, sin duda, la única manera de digerir una obra literaria. Reeler es la mejor forma de disfrutar con ella. Y releer, (esa repetición continua que nos lleva a jugar con casi todos los matices posibles), es el único modo de alcanzar el autoaprendizaje en el oficio de lector, que, nadie lo ignora, es uno de los mejores oficios al que una persona puede dedicarse.

He terminado de volver a releerlo esta semana y al cerrar el libro me he preguntado: ¿con qué frase de él te quedarías?, y me he repetido casi sin querer: ¿Qué se puede hacer en ochenta años? Probablemente empezar a darse cuenta de cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.

Me quedé dormido con esa frase rondándome la cabeza y por la mañana decidí escribir tres cartas preguntando acerca de esas tres o cuatro cosas que valen la pena, y de si es cierto que la vejez nos trae esas verdades que la juventud y la madurez no son capaces de alcanzar.
Remití tres cartas idénticas y a la misma dirección, lo único que cambié fue la fecha; hecho por otra parte nada difícil, pues como escribe Borges en El Libro de la Arena: Si el espacio es infinito, estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier parte del tiempo. Fácil, ¿verdad?. Así que eché al correo las tres cartas dirigidas a Roma, capital y rosa del Imperio. Al no conocer la dirección exacta, las remití directamente a Palacio. Mis tres destinatarios se movían con soltura por sus salones y pasillos, y uno de ellos llegó incluso a ser Emperador, Emperador de Roma.  

Tal vez en ochenta años uno puede empezar a darse cuenta cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.
No creas, Norberto, me respondió el primero, Toda edad, todo tiempo es gravoso para quienes en sí mismos ningún recurso tienen para vivir honrada y felizmente. Todos desean alcanzar la vejez, mas al alcanzarla la vilipendian. Acaso les sería menos pesada la vejez si llegasen a vivir 800 años en vez de 80. No, Norberto, ningún lapso de tiempo por largo que éste sea podría una vez cumplido traer consuelo a quienes viven una ancianidad insensata. La culpa de las lamentaciones sobre la vejez radica en el carácter, no en la edad. Los ancianos que no son agrios ni impertinentes llevan una vejez soportable, mientras la acritud de carácter y la grosería son pesadas a cualquier edad. Ahora, siendo yo ya viejo, ni siquiera echo de menos las fuerzas de la juventud más de lo que siendo joven pudiera echar de menos las fuerzas de un toro o de un elefante. Hay que usar de lo que se tiene y cualquier cosa que hagamos hacerlas según la medida de nuestras propias fuerzas.

Desde Luego que tienes razón, Marco, pienso al leer tus letras, y recuerdo, y me vienen a la mente las palabras de Spinoza: todas las cosas tienden a perseverar en su ser. El tigre quiere ser tigre, la piedra, piedra. ¿Y el anciano que ha cumplido más de ochenta años?

Yo, por ejemplo, Norberto, me escribe Marco Tulio, No comprendo a los ancianos avaros que quieren todo para sí. ¿Puede haber alguien más absurdo que quien se preocupe de acumular más provisiones cuanto menos tiempo le quede de vida?
¡Desgraciado el anciano que no considere que la muerte debe de ser despreciada después de una vida tan larga! Si la mente está ausente, la muerte se ignora totalmente, si la muerte le conduce a una situación terminal debe ser incluso deseada. No puede hablarse de una tercera disyuntiva.  Y cuando llega el final, lo pasado se ha borrado, sólo queda lo que has conseguido actuando recta y honestamente. Pasan ciertamente las horas, los días, los meses, los años; el tiempo pasado nunca se recupera.

¿Crees en la inmortalidad, Marco?, le escribí; y he aquí su respuesta:

Mira, Norberto, Estas son las razones que me hacen ligera la vejez,  y no sólo no molesta sino incluso placentera, que si yerro al creer que las almas humanas son inmortales gustosamente yerro y no quiero que me arranquen mientras viva ese error en el que me complazco; mas si como piensan algunos filósofos no fuera así, si después de muerto yo no he de sentir nada, no temo que los filósosfos difuntos se burlen de este error mío. Que si no hemos de ser inmortales es deseable que el hombre se extinga a su debido tiempo pues la naturaleza ha puesto un limite a la vida como a todas las demás cosas y la vejez es en la vida como la escena final de un drama del cual hemos de evitar el cansancio sobre todo cuando ya estamos saciados.

Abrí la segunda carta. En la cabecera ponía un título, que me agradó: Carta de Séneca a Norberto, y tras una breve introducción me decía:

Entiende, Norberto, que Todo de cuanto en nuestra vida queda atrás la muerte lo posee. Reivindica para ti la posesión de ti mismo y el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba. Recupéralo y consérvalo. Por lo tanto, querido Norberto, haz lo que me dices que estás haciendo: acapara todas las horas. Así sucederá que estés menos pendiente del mañana si te has aplicado al día de hoy. Mientras aplazamos las decisiones, la vida transcurre.

Todo, Norberto, es ajeno a nosotros, tan sólo el tiempo es nuestro: la naturaleza nos ha dado la posesión de este único bien fugaz y deleznable, del cual nos despoja cualquiera que lo desea y es tan grande la necedad de los mortales, que permiten que se les carguen a su cuenta las cosas más insignificantes y viles, en todo caso sustituibles, cuando las han recibido. En cambio, nadie que dispone del tiempo se considera deudor de nada, siendo así que este es el único crédito que ni siquiera el más agradecido puede restituir.

¿Cómo crees, Lucio, que un anciano debe afrontar la muerte?,  le había preguntado yo en mi misiva. Y su respuesta fue clara:
No puede caber en suerte una vida tranquila a nadie que no piense demasiado en prolongarla, que cuenta como gran beneficio durar muchos consulados. Piensa en esto cada día para que puedas abandonar con espíritu sereno la vida a la que algunos se aficionan y aferran como lo hacen con los espinos y las rocas los que son arrastrados por un agua torrencial.

La mayoría de la gente  fluctúa miserablemente entre el miedo a la muerte y las penas de la vida, y no quiere vivir, pero no sabe morir.

Así pues, procúrate una vida agradable abandonando toda preocupación por ella. Ningún bien es útil a quien lo posee, sino aquél para cuya pérdida está aparejado el ánimo, ya que de ninguno resulta más fácil la pérdida que de aquél que no se puede echar de menos, una vez perdido. Por lo tanto debes animarte y endurecerte frente a las desgracias que pueden acontecer aun a los más poderosos. Mira, Norberto, La sentencia de muerte sobre Pompeyo la decidieron un príncipe bajo tutela y su eunuco; sobre Craso la decidió el cruel e insolente Parto; Gayo César ordenó a Lépido que entregase su cabeza al tribuno Dextro; él mismo la ofreció a Quérea. a nadie elevó tan alto la fortuna que no pudiese convertir en amenazas cuantas concesiones le había hecho. No quieras confiarte a la tranquilidad presente: el mar alborota en un momento; el mismo día en que los navíos se entretienen alegremente son engullidos.
Prepárate para ello.

No debe de ser fácil esto último, pienso; y continué leyendo:

Mas ¿conoces bien cuales son los límites que nos señala la naturaleza?: no tener hambre, no tener sed, no sentir frío. Para saciar el hambre y la sed no es preciso instalarse en moradas opulentas, ni soportar un seño severo y hasta una insolente cortesía, no es necesario surcar los mares ni seguir a los ejércitos. Fácil de adquirir y apropiado es lo que reclama la naturaleza. Lo supérfluo es lo que nos hace sudar, ello es lo que nos desgasta la toga, lo que nos obliga a envejecer en la tienda de campaña, lo que nos empuja hacia regiones extranjeras: lo suficiente está al alcance de la mano. Quien de buen grado se acomoda con la pobreza es rico.  

Bonita definición de la riqueza, y bastante clara. Ya voy entendiendo un poco cuáles son esas tres o cuatro cosas que valen la pena.
Abrí la última carta, llevaba el sello del Imperio, todo el poder de Roma. ¿Qué piensa el hombre que acapara todo el poder del mundo en su cetro?, me dije. Y comencé a leer:

Acuérdate, Norberto, desde cuándo te demoras y cuántas veces tras aceptar plazos de los dioses no los usas. Es necesario que te des cuenta ya de qué universo eres parte, a qué fuerza gobernante del universo te subordinaste como su efluvio y de que tienes determinado el límite de tiempo; si no lo usas para despejar las nubes, se marchará y tú te marcharás sin ser posible repetir.
Así contemplarás que las cosas humanas son humo y nada, especialmente si recuerdas que lo que cambia una vez ya no será más en el tiempo infinito. Entonces, ¿por qué te pones tenso? ¿Por qué no te conformas con concluir en orden la travesía de ese breve espacio de tiempo? ¿De qué materia y supuesto huyes? ¿Qué es todo eso excepto ejercicios de la razón que observa con exactitud y estudia la naturaleza de las cosas de la vida? Aguanta hasta que te apropies en tu beneficio también de eso, igual que el estómago sano se apropia de todo, como el fuego que brilla hace llama y resplandor de lo que le tiras.

Puse las tres cartas sobre la mesa y comprendí que en dos mil años poco había cambiado el Hombre, que sólo tenemos el tiempo, pues todo lo demás nos es ajeno; y, por tanto, hay que aprovecharlo; que todas las cosas humanas son humo y nada, y que sólo la tranquilidad del alma y los besos pueden llevarnos a un fin de jornada tranquilo. Pues, es eso la vida una simple jornada para el alma.
Nadie ignora que no es fácil hacerlo realidad.









Convendría echar un vistazo a tres pequeños volúmenes que nos han legado las ruinas de Roma: De Senectute, de Marco Tulio Cicerón; Carta de Séneca a Lucilio, de Lucio Anneo Séneca y Las Meditaciones, del Emperador Marco Aurelio. Comprobaremos, con pena o con alegría, depende de cómo se tome, que el ser humano, en realidad, no ha cambiado tanto.

Las fotos son de Roma. He estado dos veces allí, y tengo que volver otra vez, a causa de una promesa no cumplida todavía; y una promesa es una promesa.
Aunque la mejor forma de viajar a Roma es leyendo sus libros. (El único viaje infinito).    
Sí, tengo que reconocer que la chica que aparece en la última foto es la misma chica que aparece en el mercado de  Candem Town cuando recorrí Londres de la mano de Óscar Wilde. Hay pequeñas coincidencias que son como Roma, casi eternas.





sábado, 18 de mayo de 2013

LAS CIUDADES INVISIBLES


Como todos los hombres de la Biblioteca he viajado en mi juventud, he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos. Ahora que mis ojos no pueden descifrar lo que escribo me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en el que nací.

La Biblioteca de Babel
Jorge Luis Borges

Como conjeturan estas palabras, yo también he pensado que el paso del tiempo, después de muchos viajes y fugas, reales o literarias, nos devuelve sin remedio y sin pausa, a nuestros orígenes, a ese lugar mágico en el que teníamos en la mano todas nuestras inevitables esperanzas.
No sabremos dónde nos cogerá la muerte pero, seguro que antes de que llegue volveremos a esos lugares donde merecimos una caricia y donde agarramos por primera vez un dedo que era del tamaño de nuestro cuerpo; a ese lugar donde aprendimos a crecer, donde nos comportamos generosamente o como canallas, donde una vez compartimos la misma cálida respiración con otra persona, donde sufrimos e hicimos sufrir. Volveremos a aquella cárcel en la que empezamos a leer a Borges y a Onetti, en ese infierno tan temido, a ese lugar en el que galopamos por primera vez y donde hicimos promesas imposibles de cumplir, a ese lugar que habitaban amigos y enemigos, con sus propias leyes y su propia lengua. Sabemos que al final, cuando me prepare a morir a unas pocas leguas del hexágono en el que nací, volveré a mi ciudad invisible. Que todos tenemos una y es única. 

Kavafis en su poema La Ciudad lo explica, como siempre, mucho mejor que yo, que no paro de liarme con palabras innecesarias.

Dijiste: "iré a otra tierra, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de haber mejor que ésta".

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.
Y en los mismos barrios te harás viejo,
y en las mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad

Para otra tierra,
no lo esperes,
no tienes barco, no hay camino.

Para contradecir a Kavafis me dio por buscar otras ciudades invisibles. Me dije: "Sé, más o menos, cómo es mi ciudad invisible. Sé, sin asombro y sin duda, que acabaré en ella; pero aun así, iré a otra tierra, iré a otro mar. Otra ciudad ha de ser mejor que ésta".

Pensé que era un buen comienzo para salir a buscar Las Ciudades Invisibles ir de la mano de Italo Calvino que, sin calor y sin alivio, soñó e incluso pisó, que en el indiferente futuro vendrán a significar lo mismo, más de mil ciudades invisibles. Nadie ignora que no hay sitio mejor para leer a Italo Calvino que la República Veneciana; y allá me fui:

— Dime una ciudad más— insistía.
—...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante...—, proseguía diciendo Marco Polo, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir, ya te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Khan. Marco Polo sonrío, — ¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Marco Polo dijo: —Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia,
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia, cuando te pregunto por Venecia,— dice el gran Kublai Khan.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Marco Polo—, quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.

Salí de la República Veneciana hacia Oriente, de donde mi ciudad invisible ha copiado una calle de Oro, un parque en el que vuelan cometas que necesitan grandes atalajes para ser sostenidas por el cielo, un bosque en el que viven cientos de pandas, un templo mágico donde no tiene más remedio que estar Dios y unos ojos rasgados que yo envidio por hermosos. Llegué a Oriente después de visitar ciudades como Zora, que está más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en los recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin mostrar en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria. Sin embargo, ahora la que era la ciudad de la memoria, la Tierra la ha olvidado.

Llegué a Oriente después de un largo viaje de la mano de Italo Calvino y de Marco Polo y su libro El Millón de las Costeras de Oriente, intentando aprender a viajar como ellos, porque en los viajes, lo mismo ocurre con las lecturas, siempre viene con nosotros nuestro pasado, ya que descubrimos lo que no tenemos y tienen otros, lo que no hemos sido y que son otros; por eso Marco Polo, cuando entra en una ciudad, ve a alguien vivir en una plaza una vida o un instante que podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese detenido en el tiempo tanto tiempo antes, o bien si tanto tiempo antes, en una encrucijada, en vez de tomar por una calle hubiese tomado por la opuesta y después de una larga vuelta hubiese ido a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas.

En este punto, no tengo más remedio que pensar en Wittgenstein, porque no sólo somos todo aquello que nos ha acontecido, también somos todo aquello que no ocurrió por decisiones, voluntad, azar o negligencia que nos llevaron a otros cruces de caminos; es por ello que Wittgenstein en su Tractatus establece la diferencia entre el Mundo y la Realidad:

La totalidad de los hechos existentes conforma el mundo, y la totalidad de los hechos existentes con la totalidad de los hechos inexistentes es la realidad.

Es una suerte que los sueños, los éxitos no sucedidos o los fracasos no vividos también formen parte de la realidad. Para confirmarlo, ahí están esas bellas ciudades invisibles: Comala, Macondo, Magina, Artefa, Santa María, Vetusta, Yoknapatawpha, Santa Fé de Tierra Firme, Castroforte de Baralla o... Jerusalem.









Las dos primeras fotos son de Venecia, donde soñé que la Biblioteca de San Marcos quedaba totalmente inundada, mediante un ingenioso sistema de túneles urdido por Daniello de Cignano, natural de Fano, perteneciente a La Conjura de Alejandría, y descendiente de Angiolello de Cignano, quien fue traicionado y ahogado por un tirano desleal para que su nombre pudiera habitar el Infierno que dibujó el proscrito.

La siguiente es del Príncipe de Sichuan, Rey de los Tres Valles.
La otra foto de Oriente es de una calle de Chengdu por donde anduve buscando un tesoro.

Y la última, que duda cabe, es de Jerusalem, ciudad tres veces santa, donde seguro que también está Dios, alguna que otra vez echándose las manos a la cabeza: "Si te olvidare, oh Jerusalem, olvide mi diestra su habilidad; adhiérase mi lengua al paladar si de ti no me acordare; si no pusiere a Jerusalem en la cumbre de mis alegrías". Salmos 137. Ya sé que has andado por Metula al otro lado del Valle de la Bekaa y de una frontera que pateamos mucho.  

sábado, 11 de mayo de 2013

EL EXTRANJERO EN EL TÚNEL




-  Por fin los tengo a los dos juntos, y he de reconocer que no me faltaban ganas.
Empecemos primero con usted: ¿Es usted oriental o argentino?

- Argentino y bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne, supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.

- Yo creo que sí, que se necesitan muchas explicaciones sobre su persona; y no crea que todo lo que ha hecho no va a tener consecuencia alguna. Desde luego que se acordarán de usted.

Ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente ni por qué.

- De usted se acordarán. Se lo aseguro.

- En realidad siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una especie de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que felizmente la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza.

- Bien, es suficiente. Vayamos ahora con usted. ¿Tiene calor?, ¿no se encuentra bien?

- No es culpa mía. Al fin y al cabo no tengo porqué excusarme. Fue usted quien nos llamó.

- Empecemos. ¿Es usted el señor Mersault?

- Sí, y entienda además que no esté con muchas ganas de hablar.

- Cuénteme qué pasó.

- Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no quedaba lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme del cielo.

- Vaya al grano. Deje las descripciones para la novela, que esto es la vida real.

- Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido del manantial y las tres notas. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonándose en las cejas.

- ¿Sólo el calor hizo que lo matara?

- Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel.

- Hemos estado tomando informes de su vida privada y sabemos todo eso. ¿Sintió pena aquel día?

- Sin duda quería mucho a mamá. Pero eso no quiere decir nada.

- Será mejor que paremos, si sigue por ese camino va a ayudarse muy poco. Volvamos con usted señor Castel. ¿Qué tipo de alma tiene para hacer lo que hizo? Pudo ser la historia de una pasión y usted la terminó quemando con crueldad.

- Todas las pasiones queman, y los dioses son tan inconstantes que cualquier final es posible. Además, conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me im­porta un bledo; hace rato que me importan un bledo la opi­nión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. A fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhom­bre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pér­fido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está des­provisto de este notable motor del Progreso Humano.

- No entiendo lo que dice, como si quisiera ocultar las claves de su existencia.

- Las claves de cualquier existencia son imposibles de dirimir, pero existió una persona que podía entenderme. Y fue, pre­cisamente, la persona que maté. Todo empezó con un cuadro que pinté y que expuse llamado La Maternidad. Sólo ella se fijó en la ventana. Sólo ella se fijó en esa escena pe­queña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.

- Pasaron muchos meses desde la exposición en el salón de Primavera hasta que la volvió a ver ¿Qué pasó durante tanto tiempo?

- Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empe­zara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra.

- ¿Estaba usted obsesionado con ella?

- ¿Y usted? Nunca ha tenido una obsesión. ¿Es usted un hombre sin alma?

- Aquí soy yo quien hace las preguntas. ¿Qué hizo durante ese tiempo? Desde que la conoció en la exposición hasta que volvió a verla?

Me aparté de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintu­ra? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habla­durías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.

- Me gustaría bucear en los recovecos de sus existencias para saber qué materia envuelve sus almas.

- Somos alma, pero también cuerpo. Nadie está libre en un día de mucho calor de sacar un arma, apuntar al cuerpo de un hombre que anda por la playa y acabar con él. Nadie está libre de que la muerte lo rodee. 

- Me pregunto, señor Mersault, si me puede decir si aquel día dominó sus sentimientos naturales y disparó en defensa propia a aquel hombre en la playa de Argel.

- No, porque es falso. Y créame, siento deseos de asegurarle de que yo soy como todo el mundo, absolutamente como todo el mundo. Quién puede decir que alguna vez no va a hacer uso de la venganza, quién no tendrá un ataque de ira, o quien no puede matar friamente a alguien que no sea de su casta un día de terrible calor.

- Cuéntemelo otra vez.

- Ya lo sabe: Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la playa, el pequeño manantial, el sol y los cinco disparos de revólver.


De pronto se hace el silencio, breve en el tiempo. Entran dos señores vestidos con traje oscuro y corbata oscura. Los dos llevan las manos en los bolsillos del abrigo.
El que tiene acento francés fuma un cigarrillo. Viene silabeando una frase que acaba de ocurrírsele para una novela corta que está escribiendo y que piensa titular El Extranjero:¿No tiene usted, pues, esperanza alguna y vive pensando que va a morir por entero? Ve a Mersault y lo llama con la mano.
El hombre de acento argentino, con gafas negras de pasta y con pinta de pesimista, viene a por Juan Pablo Castel, y nada más verlo le echa en cara que se haya metido en ese Túnel, aunque sabía a ciencia cierta  que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juven­tud, toda mi vida.

- Pueden salir. El señor Sábato y el señor Camus vienen a recogerlos; pero sepan que sólo quedan en libertad bajo fianza, y que deben volver de vez en cuando a hablarnos sobre su existencia. Es importante que la sociedad tenga bien controladas a personas como ustedes.

Dejé los libros sobre la mesilla  de noche y me eché a dormir, con la confianza de que esos dos libros durarán para siempre: Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después comprende que el fantasma que perseguía era Uno-Mismo.












Las fotos son de un viaje a La Alberca. No es difícil hallarla, sobre todo cuando lo que se busca es a uno mismo. Mejor en invierno o en el otoño, cuando el único turista seas tú.
Hay un famoso discurso de un muy antiguo político que dice: ¡Por fin!, ¡Por fin, hemos encontrado a nuestros enemigos! ¡Éramos nosotros mismos! Siempre es muy loable la sinceridad.




   

viernes, 3 de mayo de 2013

OSCAR WILDE, UNA VIDA IGUAL A LA DE LAS FLORES

Llegamos a la aduana de Nueva York en uno de esos vapores babilónicos en los que miles de desgraciados europeos huían del hambre, la pobreza y la esclavitud buscando una tierra de promesas para encontrar aquí otro tipo de sacrificio. Un sacrificio del alma y del cuerpo.

Veníamos de Londres, donde ya se reían, y mucho, del poeta Postlethwaite, que es el nombre con que lo hizo famoso a los dos lados del Atlántico ese panfleto victoriano, el Punch, cuyas reglas castraban a los hombres y a las mujeres del Imperio. Pero mi maestro era un Dandy. Todavía no había conocido al nefasto Bosie; ni a su padre, el viejo estirado marqués de Queensberry que lo llevaría a la cárcel de Reading y que se atrevió a dejarle una nota en el club Albermarle dirigida "A Oscar Wilde, que tanto presume de ser sodomita".

En la aduana los aduaneros miraban a los inmigrantes como si fueran unos desharrapados llenos de pulgas y miserias, con ese gesto valiente y perverso que tienen quienes se enfrentan a los débiles; y, acaso, sin recordar cómo llegaron sus abuelos a esa tierra de promisión.
El aduadero miró al maestro, lo ve fuerte, alto, de ojos azules y se fija en su corbata azul. Debe ser el único hombre del mundo que viste una corbata azul, a juego con sus ojos. Nadie ignora que los hombres de bien sólo visten corbata negra. Nosotros pobres artistas tenemos que dejarnos ver en sociedad de tanto en tanto, lo suficiente como para recordarle al público que no somos unos salvajes. Con un frac y una corbata blanca, cualquiera, hasta un agente de bolsa, puede lograr que se le califique de civilizado. Ya se había puesto el traje de Dorian Grey.

Yo llevaba todas sus maletas y él en sus manos sólo portaba un guante blanco. Uno sólo. El de la mano izquierda. El aduanero altivo, poniéndole nombres en su mente, lo miró tres veces, su sentido común negaba lo que veían sus ojos, al final le preguntó como a todos:  "¿Tiene algo que declarar?". A lo que el maestro le responde retador: "Nada, a excepción de mi talento".
Imaginen la cara que puso, colocó el sello en la hoja, que es un signo de poder desde los tiempos de Roma y tuvimos franca la entrada en Nueva York; yo cargado hasta las cejas con su baúl y sus pertrechos y él agarrando con suavidad su guante blanco con la mano izquierda.

América lo recibió como reciben los nuevos ricos llenos de complejos todo lo que llega de fuera; con el mismo plumaje con el que ya lo definían en Inglaterra y que hicieron suyo porque ese escarnio venía sancionado por Londres, signo claro de ese complejo de inferioridad cultural que todavía se respiraba en las excolonias norteamericanas.

Mi maestro ofreció varias conferencias en Nueva York y en Washington. Todas brillantes, como sólo él sabía hacerlo, en las que se declaró enemigo de la burguesía, ahondando en manifestaciones retadoras y descaradas contra toda esa hipocresía de chaqueta y corbata que a veces lo adulaba, y otras lo odiaba hasta la muerte, como cuando les espetó en su cara que la conciencia y la cobardía eran en realidad la misma cosa, y que no era su conciencia lo que los movía, sino su cobardía, y que podían conocer el precio de todo pero nunca sabrían el valor de nada. En una de ellas, en la que tuvimos que salir custodiados hacia comisaría, conocimos a José Martí, que le dedicó una fina y realista estampa al maestro en sus Escenas de Estados Unidos y que envió a publicar en La Opinión Nacional, motivo que me hizo ir a visitarlo años más tarde en su casa de La Habana.

Después de aquella experiencia americana volvimos a Londres. Problemas económicos lo obligaron a casarse,  aunque siguió viviendo de la polémica y de la retórica. Tratamos a Mallarmé, a Lorrain, a Moréas, y hasta a un alcoholizado Verlaine en un viaje relámpago que realizamos a París, que se sorprendió y, mucho, con su talento. También tratamos a amistades equívocas de jóvenes artistas. Yo seguía fiel. Mereciendo alguna vez la gracia de recibir de su mano alguna limosna literaria.

Fue en el otoño de 1891 cuando mi maestro conoce a Bosie, Lord Alfred Douglas, un estudiante de Oxford de ventiún años que lo encandiló desde el primer día y lo arrastró a las profundidades:
Y es que las verdades son siempre más pequeñas que sus manifestaciones. La mutación de un átomo puede tal vez conmover al mundo.
Y para que veas que no soy más indulgente conmigo  que contigo, añadiré todavía esto: tu conocimiento, tan peligroso para mí, fue aún más fatal a causa del momento especial en que tuvo lugar. Pues tú te hallabas en la edad en que todo cuanto uno hace no es sino arrojar la semilla, y yo me hallaba en la edad en que todo cuanto uno hace no es sino recolectar lo sembrado.

Se equivocó en todo; pensaba que la vida había de ser una comedia ingeniosa, y tú, Bosie, uno de sus graciosos protagonistas; y se encontró que es una repulsiva e indignante tragedia , y con que tú, Bosie, una vez caída la máscara del placer y la alegría, que lo mismo a ti que a mí podía habernos engañado y equivocado, eras el instrumento que la impulsaba hacia las grandes catástrofes, funesto a causa de la tensión de sus anhelos y de la fuerza de su comprimida energía.

Instigado por Bosie y, contra mi opinión, se querelló contra el padre de éste, cuando en público le dijo al maestro que dejara de alardear de ser sodomita. "Maestro", le dije, "el marqués de Queenberry es demasiado poderoso y no están las épocas para defender causas imposibles". Yo temía por él y ni siquiera recibí una caricia; pero no me importaba. Me contestó con una frase de El retrato de Dorian Grey: Todas las precauciones son pocas cuando se trata de elegir enemigos. Yo no tengo ni uno sólo que sea estúpido. Se comportaría como un Dandy hasta para ir al infierno.

Contra toda justicia poética el estirado noble fue absuelto y mi maestro declarado culpable. dos años de prisión en la cárcel de Reading. Nada más indigno para él que cuando tuvo que darle ante el juez al padre de Bosie, marqués de Queenberry, la satisfacción de declararse arruinado y con su vida deshecha. Él, el gran Óscar Wilde. He tenido que vender mis dibujos de Burne Jones, de Whistler, mi Monticelli, mis Simeón Salomón, mis porcelanas, mi biblioteca, con sus ejemplares dedicados por casi todos los poetas de mi tiempo, desde Hugo hasta Withman, desde Swingburne hasta Mallarmé, y desde Morris hasta Verlaine. Qué no daría yo por tener esos libros dedicados. Pero todo desapareció en la tormenta de su ruina. Miró a Bosie, al terminar la audiencia y le dijo: Sólo nos hemos encontrado en el lodo. Pero, nunca, ni durante un segundo, llegas a ver claramente, que no es tu padre, sino tú quien me ha traído a esta cárcel. Lloré lágrimas de arena esa noche. Sentí mucho no haber sido nunca más bello que Lord Alfred Douglas, Bosie, por quién mi maestro perdió sus huesos.

Cuando salió de la cárcel de Reading, yo lo esperaba. Me dio su maleta para que se la llevara y dos manuscritos, el De profundis, donde relataba su terrible relación con Bosie, maldito Lord Alfred Douglas, hijo del encopetado y cabrón marqués de Queenberry, y La Balada de la Cárcel de Reading:

¡Y sin embargo, sepan todos,
cada hombre mata lo que ama.
Los unos matan con su odio,
los otros con palabras suaves;
el que es cobarde con un beso,
y el valiente con una espada!

Salimos de Londres, enfermo y en la ruina, hacia Nápoles donde mi maestro vivió con nombre falso. Allí vuelve a encontrase con el maldito Bosie. ¿Es que todavía no había aprendido? ¿Qué podía haber en su corazón? Vivíamos de la caridad. Al año siguiente nos fuimos a París, en medio de una enorme miseria. Volvió a encontrarse con Bosie en Suiza y en la Riviera Italiana. La amargura que comenzó a hacerse dueño de él tras su ingreso en prisión estaba dando sus frutos. El maestro era ya sólo una sombra de sí mismo. Fui durante bastante tiempo el más feliz de los hombres, y por eso debo ser ahora el más desgraciado.
Tras una terrible, terrible agonía; que yo vi su sufrimiento; murió en París en la miseria. Poco antes de morir, borracho y lleno de morfina, dejó caer la última gota de su talento cuando le escribió al señor Ross: Voy a morir como he vivido, siempre por encima de mis posibilidades.
Yo, como siempre, estuve a su lado hasta el final sin recibir ni una caricia. Y recuerdo a un tal Borges que no sé si conoceré nunca:

Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.

Abrí su manuscrito titulado De Profundis y no pude menos que llorar al ponerme a leer.














Las cuatro primeras fotos son de Londres: el Parlamento, el Liberty, el Big Ben y una tarde en el mercado de Candem Town.

De la foto en el mercado de Candem Town, no tengo más remedio que hablar. El mercado de Candem Town es un lugar que hay que visitar cuando se viaja a Londres.

Situado en lo que eran antiguas fábricas y almacenes junto al canal, con un poco de imaginación, no resulta difícil percibir, en sus recovecos de ladrillo antiguo y tejados de pizarra negra, el Londres decimonónico de niebla, humo y oscuridad y esa podredumbre que tan bien aparece reflejada en las novelas de Charles Dickens o Sherlock Holmes. Pero el mercado de Candem Town es mucho más que eso: es un punto de encuentro de tribus urbanas, es el lugar en el que en los años 70 unos hippies decidieron sacar sus puestos a la calle, un lugar donde puedes comer de todo, sobre todo en la zona de Stables Market, y es ese lugar donde te sientes a la vez excluido y parte de él. Un buen sitio para perderse.

Antes que nada debo decir que yo creo en las señales. Si lees algo de la Biblia, del Corán, del Talmud, la Cábala, el Clásico de los Ritos o los cuatro Vedas no tienes más remedio que creer en las señales. En Candem Town entre punkies, góticas, y otras tribus urbanas, creí ver una señal. Iba vestida de blanco. Así que le pedí que me permitiera hacerle una foto. Aceptó la fotografía y aceptó tomar algo en un garito del Stables Market. Como dice Borges, todo hombre se merece que, por una vez, Helena de Troya se fije en él. Me pregunté qué debía tomar yo en el bar para que Helena de Troya se siguiera fijando en mí: ¿una cerveza?, pensé, demasiado común, y la espuma en el bigote...; ¿una copa?, si empiezo tomando alcohol...; ¿un vermuth?, demasiado pijo...; ¿un zumo de piña?, ¿quién demonios toma un zumo de piña en Candem Town?
Hace poco en el Alcampo, donde Jorge y yo dedicamos media hora a la lectura en el pasillo de libros y comics antes de hacer la compra, tropecé con un libro que relataba un dilema parecido en la piel del protagonista. El libro, La Delicadeza; su autor, David Foenkinos:

Le preguntó qué quería tomar. Su elección sería decisiva. Pensó: si pide un descafeinado, me levanto y me voy. No se podía tomar un descafeinado en esa clase de cita. es la bebida que menos cuadra con una reunión distendida y agradable. El té tampoco es mucho mejor. Nada más conocerse se crea una atmósfera como sosa y sin gracia. Se palpa en el aire que las tardes de los domingos se pasarán viendo la televisión. O peor aún en casa de los suegros. Sí, sin lugar a dudas, el té crea como una atmósfera de familia política. entonces ¿qué? ¿Algo con alcohol? No, a esa hora no pega. Da mala espina una mujer que se pone a beber así, sin venir a cuento. Ni siquiera una copa de vino tinto. Francois seguía esperando a que eligiera lo que quería tomar, y proseguía así su análisis líquido de la primera impresión femenina.

¿Qué más quedaba? La Coca Cola o cualquier otro tipo de refresco... No, no podía ser, eso no era nada femenino. Ya puestos que pidiera también una pajita, no te digo. Por fin, Francois decidió que podía estar bien un zumo. Sí, un zumo es algo simpático. Queda bien pedir un zumo, no resulta demasiado agresivo. Da una impresión de chica dulce y equilibrada. Pero, ¿qué zumo? Mejor evitar los de toda la vida, el de manzana o el de naranja, esos están muy vistos ya. Hay que ser un poquito original, pero sin caer en la excentricidad. De papaya o de guayaba, no, eso da como miedo. Lo mejor es elegir algo a medio camino, como el albaricoque, por ejemplo. Eso es. Si elige para tomar zumo de albaricoque, me caso con ella.

Nathalie levantó la vista como si saliera de una larga reflexión. La misma reflexión en la que había estado sumido el desconocido sentado en frente de ella.

 - Voy a tomar un zumo...
...un zumo de albaricoque, creo."

Francois la miró como si no fuera real del todo.

Tengo que decir que la chica de blanco que sale en la fotografía, en el Cuban de Candem Town, pidió un ...¡zumo de albaricoque!

No he pasado una mala semana releyendo El Retrato de Dorian Grey y el De Profundis de Óscar Wilde, y La Delicadeza.