viernes, 28 de diciembre de 2012

FILOCTETES, EL HOMBRE ECUÁNIME DE SÓFOCLES


“Sin embargo de ningún otro mortal
conozco por haberlo oído o por haberlo visto
que se haya encontrado con un destino peor que el de éste...,"
Filoctetes, Sófocles
  

Es Filoctetes, en mi opinión, uno de los grandes héroes olvidados de la cultura clásica, a pesar de que fue la persona que hizo posible la caída de Troya.

Todos conocemos a Aquiles, a Ulises, a Héctor, a Agamenón, a Menelao, a Paris, a Ayax, a aquellos grandes guerreros de la antigüedad que lucharon a la sombra de las murallas de Troya; pero, ¿sabemos que la persona que hizo posible su conquista fue Filoctetes?  De eso trata este artículo.

En este artículo voy a enfrentar dos personalidades clásicas totalmente diferentes:

Por un lado, Filoctetes, el hombre ecuánime, que no realizó una mala acción, sin haber robado, ni forzado nunca a nadie, con poca ambición, que es rechazado por la sociedad cuando se convierte en una persona molesta para ella.

Y por otro lado a Ulises, el taimado, el embustero, el de las tretas, (idea suya fue construir el caballo de madera…), el hombre insaciable; el ambicioso que le dice a Neoptólemo, hijo de Aquiles: Pero es grato conseguir la victoria. Lánzate a ello; ya nos mostraremos justos en otra ocasión. Ahora por un corto espacio de tiempo préstate para algo desvergonzado y ruin, y después, durante el resto del tiempo, podrás ser llamado el más piadoso de los mortales”.


En las acciones de Ulises siempre aparece lo más oscuro de los hombres. Puede ser una buena pregunta: ¿Por qué lo peor de la condición humana ha llegado a nuestros días como el héroe clásico por excelencia?

Tal vez la respuesta esté en el alma humana o en la capacidad del arte de imponer a través de la cultura la conducta del ser humano.


Contemos pues la historia de Filoctetes, el hombre ecuánime, como lo llama Sófocles.

Filoctetes aparece en la mitología griega de la mano de Hércules, ya que hereda, nada más y nada menos que sus armas, su arco y sus flechas. Y las hereda, porque ayuda al gran mito griego a morir.

Los últimos días de la vida de Hércules son poco conocidos y a la vez muy trágicos. Hércules murió víctima de una trampa que le tendió el centauro Neso que trabajaba de barquero en el río Eveno cuando trataba, junto con su esposa, de llegar a la ciudad de Trakis.

Neso pasó primero a Hércules con toda intención y después a Deyanira y cuando estaba ya en medio del río decidió que era un buen momento para violarla, dejándose llevar por sus desordenados instintos. Pensó que Hércules no podía ayudarla porque estaba ya en la otra orilla, pero cuando intentaba forzarla, Hércules le disparó una flecha, una flecha que se le clavó directo en el corazón. Retrocedió como pudo hacia la orilla y allí moribundo, con la flecha clavada en el corazón y manando sangre, le tendió a Hércules una trampa mortal, una trampa terrible.

Cuando el centauro estaba a punto de morir, le dijo a Deyanira que tenía el remedio por si alguna vez Hércules le era infiel o ella se daba cuenta de que la dejaba de amar: un filtro amoroso. El filtro consistía en su propia sangre, que manaba de su corazón, mezclada con el semen que había esparcido al intentar violarla. Deyanira, pintada con los males que la cultura clásica desata en la mujer y que puede ser tema para otro artículo, pues nunca se ha cometido tan a conciencia una injusticia tan grande, recogió como pudo la sangre y el semen del centauro y lo guardó por si se presentaba la ocasión.

            Como era de prever, esa ocasión se presentó pronto; pues Hércules en una de las muchas ciudades que asaltó se enamoró de una joven muchacha llamada Yole. Deyanira, comida por los celos, utilizó el filtro. Cuando Hércules reclamó un nuevo vestido, antes de dárselo untó, para que volviera a amarla, con el ungüento hecho con la sangre y el semen del centauro la tela del vestido y cuando Hércules se lo puso sintió de repente un calor extraordinario, pegándosele a su piel, cada vez más ardiente. Al intentar quitárselo de encima se llevaba trozos de su propia carne, y pronto entró en una especie de agonía terrible. Se cuenta que se tiró a un río intentando poner fin a ese suplicio y las aguas del río se tornaron calientes y que ése es el origen del manantial de las Termópilas, que luego el rey Leónidas y sus trescientos espartanos convirtieron en mítico.

Pero la tradición más admitida es que Hércules se fue al monte Eta, que está al lado de la ciudad de Trakis y allí, él mismo construyó su propia pira funeraria intentando matarse y poner fin a ese sufrimiento terrible que Neso, en su venganza, le procuraba. Cuando tenía la pira construida le pidió a los pocos que había allí, que la encendieran, y sólo lo atendió un muchacho, un muchacho de nombre Filoctetes. El joven se ofreció a encender la pira funeraria y acabar con el sufrimiento de Hércules. A cambio, Hércules le dio sus armas, su arco y sus flechas, que lo hacían casi invencible.

Éste es el arranque de la historia de un guerrero que con las armas de Hércules, embarcó para Troya a luchar bajo sus murallas. Pero su destino iba a ser muy diferente. Antes de llegar a Troya los griegos hicieron escala en la isla de Ténedos, y allí inmolaron sacrificios a los dioses rogando por la conquista de la ciudad y que los vientos que mueven las guerras les fueran favorables.

Mientras se llevaban a cabo los sacrificios a los dioses comenzó verdaderamente el drama de Filoctetes. Una serpiente le mordió en un pie, inyectándole su veneno. La herida no paraba de supurar, le producía un dolor espantoso y además olía horriblemente, de manera que los gritos del propio Filoctetes que no podía soportar el dolor ponían muy nerviosos durante las noches a los soldados del Ejército griego, resintiéndose su moral. Además, por todo el campamento se podía oler el flujo de pus de la herida que producía un hedor fétido.
Ahí empieza el problema: ¿qué hacer con la persona que perturba el equilibrio de la comunidad?  Ese fue el dilema que se plantearon los griegos y a lo que dio solución Ulises, el de siempre.

Como dice el profesor Bernardo Souviron, de quien este artículo es totalmente deudor, después de haber estado durante tres años recibiendo sus clases, tomando apuntes y escuchando sus historias, Ulises es un tipo que está fuera de época, es un individuo inteligente al que los medios le parecen tan importante como el fin, hace cosas buenas y cosas oscuras, y tiene siempre una doble faz; en una palabra, Ulises ya es el hombre moderno, entrando en la Literatura como tal.

Ulises propone llevarse a Filoctetes del campamento y abandonarlo. (Digamos que es la solución que normalmente se adopta: alejar el problema). Con engaños, sube a Filoctetes en un barco y lo deja solo, abandonado, con su arco y con sus flechas en la isla de Lemnos, una isla al noroeste del mar Egeo que, según nos dice Sófocles, está completamente deshabitada. Allí, lo abandona a su suerte. Sólo y malherido.
En Lemnos empieza a supurarle otra herida, aparte de la herida física que se puede curar y vendar: la herida del alma. Abandonado por los suyos, insolidariamente tratado y viviendo una soledad extrema durante diez años:

                        “…el cual sin haber forzado a nadie ni haberle robado, antes bien, siendo ecuánime con aquellos que lo eran con él, perece poco a poco tan indignamente. Esto me tiene admirado; ¿cómo, en esta soledad oyendo sólo el estruendo de las olas que baten a su alrededor, puede soportar una vida tan lamentable? No recoge para su alimento el grano de la sagrada tierra ni otros productos que cultivamos los hombres a no ser que por medio de las rápidas flechas de su certero arco se procure algún alimento y sacie a su estómago.
Él mismo es su propio vecino, sin poder andar y sin que ningún lugareño fuera compañero de sus desgracias, alguien ante el cual pueda proferir un lamento que encuentre respuesta, un lamento provocado por esa sangrienta herida que lo va devorando poco a poco, cruelmente, y no hay quien mitigue el ardiente flujo de sangre que rezuma de las llagas de ese pie ulcerado, cada vez que le sobreviene, ni con calmantes yerbas ni con ninguna otra cosa cogida de la fecunda tierra. Él va de un sitio a otro arrastrándose como un niño separado de su madre allí donde hubiera recursos a su alcance cuando cede el mal que atenaza su ánimo.”

La guerra de Troya continuó durante diez largos años, pero no había forma de conquistarla. Los mejores habían muerto: Aquiles había muerto, Ayax había muerto. Los griegos empezaron a pensar que aquella guerra no había manera de ganarla y entonces acudieron a Calcante, el gran adivino de los griegos, que les dice que sólo se podrá averiguar el medio de tomar Troya si se consulta con Heleno.

Heleno es un troyano, hermano de Héctor, que ha asumido el papel protagonista después de su muerte y que, a su vez, es hermano de Casandra la adivina, compartiendo con ella la posibilidad de descifrar el futuro. Heleno ha tenido un incidente con Príamo, su padre, porque le ha entregado, tras la muerte de Paris, Helena a su otro hermano Deífobo, más joven, y según Heleno con menos méritos que él. Así que Heleno se comporta como todos los héroes griegos y se retira al monte Ida, sin querer saber nada de Troya, como ya había hecho Aquiles en su momento.

Ulises, como siempre, presto al engaño, le tiende una trampa, lo captura y lo lleva al campamento griego donde es sometido a tortura e interrogatorio; y Heleno dice, entre otras cosas, que Troya no caerá mientras no venga Neoptólemo, el hijo de Aquiles. Pero la segunda cosa que dice deja perplejo a Ulises: “Sólo podrá tomarse Troya con las armas que ya la tomaron una vez”; y esas armas son, nada más y nada menos que, las de Hércules, que las tiene en su soledad Filoctetes en la isla de Lemnos, abandonado a su suerte.

En este punto empieza la tragedia de Sófocles: el tipo que ha sido abandonado por la sociedad, ahora la sociedad lo necesita. ¿Cómo se resolverá ese problema?

A Ulises se le ocurre una nueva treta, urde un plan: “Que venga Neoptólemo el hijo de Aquiles. Neoptólemo y yo iremos a Lemnos. Yo me esconderé y Neoptólemo hablará con él. En cuanto le diga que es el hijo de Aquiles, Filoctetes lo respetará. Seguramente, Filoctetes le dirá a Neoptólemo que los atreidas Agamenon, Menelao y, sobre todo, yo, lo abandonamos en esta isla desierta. Neoptólemo deberá convencerlo con esa misma opinión diciéndole que él también ha discutido con los atreidas y ha dejado Troya. Filoctetes le pedirá que se lo lleve de la isla. Luego, lo cogeremos con el engaño, pues con el arco y las flechas de Hércules es invencible, y volveremos, con él y las armas de Hércules, a Troya en vez de volver a casa”.

Ése era el plan de Ulises; pero éste no prevé del todo el factor humano: cómo va a reaccionar Neoptólemo, hijo de Aquiles, que lleva el honor y la verdad por bandera, ante su propuesta y cómo va a reaccionar cuando se encuentre con el dolorido, física y espiritualmente, Filoctetes.  

Como explica el profesor Souviron, la sociedad insolidaria de repente necesita al individuo que abandonó a su suerte, ¿cómo se resuelve ese problema? Una respuesta puede ser que sólo con la ética, con la solidaridad y la verdad es cómo finalmente se resuelven los problemas. Pero conviene leer a Sófocles para ver cómo los clásicos resuelven este tipo de contrariedades.






Las fotografías son de Grecia.

La primera es del Palacio de Knossos, en Creta, donde pueden verse en sus pinturas murales a mujeres lidiando con toros y, también, vestidas de reinas y los hombres rindiéndole pleitesía en los desfiles (¿un sueño o realidad?).

La segunda es de la isla de Santorini, donde puede verse bajo el mar la boca de un volcán y donde me contaron la teoría de que la erupción de ese volcán hace tres mil años destruyó la Atlantida. Yo prefiero por cuestiones sentimentales pensar que la Atlántida estaba a la vera de Tartessos, a orillas del Guadalquivir, donde venían los barcos del rey Salomón a comerciar con telas y con bronce, y que luego la llamaron los árabes “Yazirat al-Andalus” o Isla de los Atlantes. Sólo es un sueño   

La última foto es de Rhodas y corresponde al antiguo puerto donde se supone que entre sus columnas se alzaba el inmeso Coloso. No es díficil imaginarlo cuando te sientas al atardecer en ese malecón.




martes, 18 de diciembre de 2012

EL CLUB DEL LECTOR

De todas las consecuencias que podrían traerme este blog, nunca pensé que una de ellas sería acudir a un Club de Lectura. A través de un comentario a una entrada titulada La Casa del Lector, un profesor de Humanidades de la Universidad quiso que nos conociéramos y terminó por invitarme al que dirige.
Empecé leyendo El libro de la Señorita Buncle, y en este momento ando enredado con un libro de Daniel Pennac titulado Como una novela. Evidentemente, no es una novela al uso, su propio título lo indica, pero ayuda a la reflexión y al mantenimiento del espíritu crítico. Nunca pensé que un libro de ese estilo iba a caer en mis manos, pero.... 

Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo.
Y, por encima de todo, leemos contra la muerte.
Es Kafka leyendo contra los proyectos mercantiles de su padre, es Flannery O´Connor leyendo a Dostoievski contra la ironía de la madre ("¿El idiota? ¡Te va que ni pintado pedir un libro con un título semejante!), es Thibaudet leyendo a Montaigne en las trincheras de Verdún, es Henri Mondar sumido en su Mallarmé en la Francia de la Ocupación y del mercado negro, es el periodista Kauffmann releyendo indefinidamente el mismo tomo de Guerra y Paz, en los calabozos de Beirut, es ese enfermo, operado sin anestesia, del que Valery nos dice que "encontró algún alivio, o , mejor dicho, cierta renovación de sus fuerzas, y de su paciencia, recitando, entre dolor y dolor un poema que le gustaba". Y es, claro está, la confesión de Montesquieu cuya deformación pedagógica ha suscitado tantas redacciones : "El estudio ha sido para mí el remedio soberano contra los disgustos, no habiendo sufrido jamás penas que una hora de lectura no haya aliviado".

Pero es, de manera más cotidiana, el refugio del libro contra la crepitación de la lluvia, el silencioso deslumbramiento de las páginas contra.... la vida y la muerte.

Estos ejemplos que cita Daniel Pennac, en los que esos escritores, que ahora andan por el paseo de la fama, se refugiaron en la lectura para no perecer, me recuerdan a Wittgenstein.
Cuando lo estudié, me contaron que escribió su Tractatus en las trincheras de la Primera Guerra mundial, lleno de barro, pestilencia y muerte. Siempre me lo imaginé bajo la lluvia, envuelto en su poncho, hambriento, en las largas noches de vigilia, que siempre trae la guerra, apuntando en su cuaderno, de hojas sueltas y gastadas, una obra filosófica que cambió (o pudo cambiar) el mundo, y que le evitó perecer:

El pensamiento contiene la posibilidad del estado de cosas que piensa.
Lo que es pensable es también posible.
Nosotros no podemos pensar nada ilógico, porque de otro modo tendríamos que pensar ilógicamente.

Según Wittgenstein no se puede pensar nada que no exista o pueda existir. Esto nos debe llenar de optimismo porque toda realidad si es concebible es lógica, (y a lo mejor infinita). ¡Y pensó todo esto rodeado de guerra, muerte, destrucción y peste! No se puede negar que era un tipo raro ese tal Wittgenstein, con un carácter muy irritable.

Todo el significado del libro puede resumirse en cierto modo en lo siguiente. Todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad y, de lo que no se puede hablar, mejor callarse.

Cada lengua conforma un mundo diferente porque según Wittgenstein:  los límites de mi lenguaje son los límites del mundo. Otro motivo para leer y no parar.

Yo he pensado muchas veces que la Cultura conforma a las sociedades y la literatura ayuda a su construcción, pero Daniel Pennac en su obra, Como una novela, me hace pensar que tal vez la solución no está en los libros, (o no son sólo los libros). 

¿Cómo es posible que lo que acaba de alterarme hasta ese punto no haya modificado nada el orden del mundo? ¿Es posible que nuestro siglo haya sido lo que ha sido después de que Dostoievski escribiera Los Demonios?¿De dónde salen Pol Pot y los demás cuando ya se ha imaginado el personaje de Piotr Verjovenski? ¿Y el terror de los campos cuando Chejov ha escrito Sajalin? ¿Quién se ha iluminado con la blanca luz de Kafka donde nuestras peores evidencias se recortaban como placas de zinc? Y justo en el momento en que se desarrollaba el horror, ¿quién prestó atención a Walter benjamin? ¿Y cómo es posible que cuando todo hubo pasado , la tierra entera no leyera La Especie Humana de Robert Antelme, aunque sólo fuera para liberar al Cristo de Cario Levi, definitivamente detenido en Éboli?
Que unos libros puedan alterar hasta tal punto nuestra conciencia y dejar que el mundo siga de mal en peor, es algo que deja sin palabras. Y a mí me da que pensar.

Profesor, nos vemos el jueves.


Las fotos corresponden:

La primera a Praga. Es la casa de Kafka, (la azulita más pequeña de la izquierda), donde Kafka sufría leyendo contra los proyectos mercantiles de su padre. No pude reprimir el llegar hasta allí. A Praga conviene ir en invierno, cuando el turismo desaparece. La oscuridad y el frío siempre acompañan a los sueños.

La segunda es de Beirut, donde el periodista Kauffmann relee indefinidamente el mismo tomo de Guerra y Paz, en los calabozos de Beirut. A Beirut conviene ir de la mano y con mucha luz. El mar azul ayuda.

jueves, 13 de diciembre de 2012

TRÍPOLI: EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Vi Apocalipsis Now hace treinta años. Cuando era un muy joven desnortado que no sabía si iba a ser profesor de historia, soldado, futbolista, arqueólogo, reportero de guerra o me decidiría por vagabundear buscando una Ítaca, que yo estaba seguro de que no existía y que era pura leyenda.
Ahora puedo decir que Ítaca existe; y que cualquier camino que hubiera escogido, me habría llevado hasta ella. Me lo demostró Kavafis:

Pide que tu camino sea largo
que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer felizmente
arribes a bahías nunca vistas.

La búsqueda de Kurtz por el río Mekong me llevó al Corazón de las Tinieblas, a la dureza del colonialismo y al río Congo,  donde Leopoldo de Bélgica cada atardecer debe regresar del séptimo anillo del infierno de Dante, para purgar sus culpas durante un par de eternidades.
Hay muchas maneras de contar las cosas, y todas modifican la realidad, porque la propia historia y los personajes intentan adueñarse de la trama y la moraleja. Ya lo dijo Kipling, (autor de novelas colonialistas, y portador también de algún que otro gran pecado): Un escritor puede concebir una fábula, pero no penetrar en su moraleja.
Joseph Conrad lo deja claro cuando explica cómo va a contar un relato, diciendo desde la primera palabra que le será imposible narrar las cosas como en realidad sucedieron. Así comienza La Posada de las dos Brujas: 
Este relato, episodio, experiencia—como ustedes quieran llamarlo— fue narrado en la década de los cincuenta del pasado siglo por un hombre que, según su propia confesión, tenía en esa época sesenta años. Sesenta años no es mala edad, a menos que la veamos en perspectiva, cuando, sin duda, la mayoría de nosotros la contempla con sentimientos encontrados. Es una edad tranquila; la partida puede darse casi por terminada; y, manteniéndonos al margen, empezamos a recordar con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. He observado que, por un favor de la Providencia, muchas personas a los sesenta años empiezan a tener de sí mismas una idea bastante romántica. Hasta sus fracasos encuentran un encanto singular. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía, formas exquisitas, fascinantes si quieren, pero —por así decirlo— desnudas, prontas para ser adornadas a nuestro antojo. Las vestiduras fascinantes son, por fortuna, propiedad del inmutable pasado, que sin ellas estaría acurrucado y tembloroso en las sombras.
Queda claro que la invención, los detalles, los matices, las circunstancias, las vestiduras fascinantes y el tiempo modifican la percepción y, sin querer, la esencia de las cosas. Como escribe Conrad, el tiempo hace que empecemos a recordar  con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. Hasta nuestros fracasos tienen un encanto singular con el tiempo. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía…
Parece que el tiempo es una buena medicina para ser indulgentes con nosotros mismos y también hace que los libros reaccionen y sean capaces de cambiar la perspectiva del autor. ¿Será que el realismo como forma literaria nunca existió? Es posible. Nada puede ajustarse a la realidad porque nos faltan sentidos para agarrar todos los matices, nos falta honestidad para contar exactamente lo que ocurrió y, encima, el relato puede revolverse contra su autor buscando su independencia.
La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera… ¿Quién podía saberlo?... Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan… Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos… harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada, escribe Joseph Conrad en El Corazón de las Tinieblas, una novela psicológica de principio a fin. Cierto que la mente del hombre lo puede todo, el problema es cuando basa ese todo en el dominio de la mente de los otros.

Kurtz en eso, con impiedad y horror, era un maestro:
 "Dígame, por favor", le pedí, "¿quién es ese señor Kurtz?"
"'El jefe de la estación interior", respondió con sequedad, mirando hacia otro lado.
"Muchas gracias", le dije riendo, "y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe".
Por un momento permaneció callado. "Es un prodigio", dijo al fin.
"Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más.
"Nosotros necesitamos", comenzó de pronto a declamar, "para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos".
"¿Quién ha dicho eso"', pregunté.
"Muchos de ellos", respondió. "Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted saber".
"¿Por qué debo saberlo?", lo interrumpí, realmente sorprendido.
Él no me prestó ninguna atención. "Sí, hoy día es el jefe de la mejor estación, el año próximo será asistente en la dirección, dos años más y... pero me atrevería a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de años".
El nombre de Kurtz flota por toda la novela, como un espíritu, un hombre que se ha hecho dueño de las almas y de los cuerpos de quienes lo rodean; pero ¿cómo? Nuestro protagonista todavía no lo conoce pero,... Me pregunté si la quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte.

Kurtz, ¿quién era ese tal Kurtz?

Para mí era apenas un nombre.
Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo
? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños."




 Por fín, tras subir el río Congo, de la mano de de Joseph Conrad llegué donde estaba el señor Kurtz, y donde reinaba sin rival el miedo:  

Debían oírlo, cuando decía "mi marfil". Oh, sí, yo pude oírlo: "Mi marfil, mi prometida, mi estación,mi río, mi..." Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el aliento en espera de que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aquello no significaba nada. Lo importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra... lo digo literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública65? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas.


Como turista, llegué a Trípoli y sentí  esa atmósfera asfixiante que se respira en la obra de Conrad. Casi me creí un Marlowe en un lugar donde parecía que abundaban los Kurtz, seres capaces de explotar el miedo, con palabras o hechos. Con barrios divididos en creencias, ideologías o razas...., y un Kurtz al frente de cada uno de ellos. Me dio la sensación de que era un lugar donde todos desconfiaban de todos, y me imagino que para muchos, vivir así podría ser intolerable. Todo lo viví con sorpresa. Con sorpresa y prisas. Aunque es posible que yo tampoco me ajuste a la realidad porque me faltasen sentidos suficientes para agarrar todos los matices, honestidad para contar con exactitud cuanto vi, algo de tiempo; y también porque creo que estas letras se han defendido desde el primer momento de su autor buscando alguna independencia.


Abrí la ventana del coche y oí decir:

- ¿No habla usted con el señor Kurtz?
- Con ese hombre no se habla, se le escucha-, exclamó el otro con severa exaltación.










Las fotografías son de Trípoli. Algunas fueron hechas con prisas. Síndrome habitual del turista. ¿Verdad, Rafa, Enrique?


jueves, 6 de diciembre de 2012

CABALLERO BONALD, PREMIO CERVANTES

Decir que conozco a Caballero Bonald es una exageración porque la única relación que tuvimos fue por simple coincidencia geográfica. Tanto él como yo habitábamos la tierra de los argónidas, que queda justo en La Otra Banda; y desde la misma playa mirábamos aquella tierra mágica que él creaba en su mente y que yo, simplemente mirándolo, trataba de adivinar.

Conocí también a sus hijos con los que crucé alguna palabra porque veraneaban en la caseta de la playa de al lado nuestra y tenían más o menos mi edad. No tenían nombre. Eran simplemente los hijos de Caballero Bonald. Es el peaje que se paga por tener como padre a un gigante. Lo llevaban muy bien.

Con Ágata Ojo de Gato, la tierra de los argónidas llegó a ser para mí tan mítica como la carnívora Comala de Juan Rulfo, la obscura Región de Benet, el laberíntico Macondo de García Márquez, la insufrible Celama de Mateo Díez, el nebuloso y dormido París de Cortázar  o la agónica Magina de Muñoz Molina.

"Llegaron más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie porqué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos  - o extraviados - colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más proximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudía por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de las navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros".

Con estas palabras se fundó la Argónida, infectada de mosquitos, marismas, barro, dunas, salvajismo, pobreza y palabras mágicas, en la desembocadura de un río llamado Salgadera que unía Ispal con Tartesos.

En el río Salgadera le perdí la pista a Caballero Bonald  para encontrármelo de nuevo en La Plaza del Cabildo, pasados los años, cuando la Argónida, sin perder sus marismas y sus dunas que siempre la visten de salvajismo, atravesó el río e hizo crecer En la Casa del Padre una estirpe  que bueno..., la verdad era que aquel patrono, un tanto atrabilario, propenso a la complexión sanguínea, al vino oloroso y a una peculiar observancia de los mandamientos de la ley de Dios (y que lo mismo atendía a los tratos más igualitarios que a las más altaneras vejaciones), no disfrutaba necesariamente de una opinión adversa por parte de sus asalariados. El despotismo o la arrogancia se veían compensados en no pocas ocasiones con gestos de muy efectiva caridad, no siendo raras sus sentencias favorables -en justos términos salomónicos  - a raíz de las reivindicaciones gremiales  o las solicitudes privadas de quienquiera que fuese. Es muy posible también que la obediencia secular al amo, esa instintiva forma de sguridad que mueve al indefenso a someterse al invencible, contribuyera también de algún modo a generar cierta concordia en las empresas de don Sebastián.

Aquí ya aparece el Caballero Bonald rebelde, el transgresor y el literato, que cuando se unen vulcanizan la historia.

Lo vi en la plaza del Cabildo vestido de blanco: pantalón blanco, camisa blanca, sombrero blanco y bastón. Vestía como si estuviera en Colombia cuando daba sus clases de Literatura en la Universidad Nacional de Bogotá; y daba la sensación de que estaba esperando a Gabriel García Márquez. Entre ellos estuve yo sentado en el banco de la Plaza del Cabildo más cercano al Ayuntamiento, custodiado por una alta farola.

Desde aquel día ya no he vuelto a verlo. Aunque como uno de mis defectos es viajar siempre de la mano de un libro, años más tarde me hice con un ejemplar de su Manual de Infractores y me fui de viaje con Caballero Bonald y con él: 


SUMMA VITAE

De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
           marañas,
                           conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los barrizales suntuosos del Eúfrates,
un arcaico crepúsculo en las islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn´Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.

Pero de todo eso
                          ¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino  una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.



Lo dicho, maestro, enhorabuena por el Cervantes. Hace mucho que era suyo.




Las fotos son de la Argónida, quien estuvo allí recuerda cómo llegar.
A los pies de un río que se encuentra con el mar y rodeada de marismas, pajonales, dunas y pinares se encuentra la Argónida. Buen sitio para soñar.