sábado, 28 de mayo de 2016

EN CUMBRES BORRASCOSAS CON EMILY BRÖNTE


No hay nadie que no haya intentado tocar una mariposa y probar la suavidad de sus alas, aun sabiendo que se quedará entre sus dedos el polvo de hadas que les permite volar; convirtiéndola en un ser torpe de lentos movimientos sin la levedad del vuelo.

Con Emily Brönte he vivido desde que era pequeño. En una estantería de mi cuarto, mi madre me colocó dos libros, más por motivos estéticos que literarios, cuyos cantos veía diariamente: Cumbres Borrascosas de Emily Brönte y, el otro, Robinson Crusoe de Daniel Defoe; ambos impresos en 1968 por la Editorial Círculo de Lectores; que prohibía la venta en su primera página a toda persona que no perteneciera a una secta denominada Círculo.

Cumbres Borrascosas pasó muchos días en mi estantería, durmiendo, sin que los vientos del páramo silbaran fuera de sus páginas hasta que Emily empezó a escribir para mí y sólo para mí. No sé qué día, pero sí sé la página por la que lo abrí por primera vez:

— Sólo iré a aquel sitio una vez más —dijo ella—. Me dejarás allí, y allí me quedaré para siempre. Así, dentro de un año volverás a suspirar por tenerme aquí contigo, recordarás este día y pensarás que ahora eres feliz.

Cuando toco por primera vez un libro lo abro por una página al azar antes de empezar a leerlo; es una de mis supersticiones literarias. Todos los autores escriben una frase, especialmente, para cada uno de sus lectores, las mías aparecen por el puro azar, que como escribió Cortázar, sabe hacer muy bien las cosas. Lo abrí por la página 118 y de pronto Emily empezó a escribir para mí: recordarás este día y pensarás que ahora eres feliz.

Desde ese día, he paseado casi todos los años por los páramos de Haworth, al noreste de Yorkshire, que han sido devorados, como la obra de las tres hermanas, las tres grandes escritoras Brönte; por esa leyenda que se ha cernido sobre ellas como una hidra que todo lo consume.

Yo tuve la suerte de leer Cumbres Borrascosas cuando no conocía nada del mito Brönte. que ha terminado santificando la vida y el paisaje que las rodeaba. La confusión entre biografía y obra es perjudicial para el lector y para el autor; pretender que una obra forma parte de una teoría del psicoanálisis del sufrimiento con la continua especulación sobre su vida, que termina siendo inventada en el mito, va alejándose de la verdad y del proceso de creación. 

La leyenda habla de una infancia huérfana y solitaria, un cementerio, una casa parroquial, nieblas y brumas, un hermano bebedor y un padre autoritario; y miente el mito al enredar obra y vida afirmando que sin esas vivencias Emily no hubiera escrito esa genial novela. Emily Brönte escribió una novela de su tiempo, romántica y gótica a la vez, con una venganza inextinguible en el corazón de Heathcliff, una pasión desbordada entre los convencionalismos sociales (la familia Linton) y un amor imposible más allá de la muerte. Emily es una mujer de su tiempo y, tanta biografía, empezando con la de Gaskell sobre Charlotte, no ha hecho sino desmerecer su obra.

Mi opinión es la contraria; no digo que la infancia de las hermanas Brönte fuera fácil; pero en ningún modo se apartaba de las pesadumbres de su tiempo, de la moralidad de la época, ni de las necesidades comunes a los habitantes de Hawthorn. Emily soñaba con escribir, con tener relaciones, con vivir. Fue institutriz, viajó a Bélgica, seguro que se enamoró y, alguna vez no fue correspondida; pero vivió mucho más que cualquier mujer de su época. Enfermó de tuberculosis, mal muy común entonces, murió joven, sí; pero hay que tener en cuenta que la esperanza de vida entonces en Yorkshire era de 28 años. La lucha de las hermanas Brönte contra su propia leyenda es desigual e injusta; aunque al mezclarse en el subconsciente del lector vida y obra, su memoria se ha agigantado saltando la valla de la Granja de los Tordos hasta llegar más allá de Cumbres Borrascosas.

Yo como no conocía nada del romántico mito Brönte, a Emily la tuve tan sólo como confidente de mis cuidados y me enamoré rápido de la manipuladora Catalina;, Caty, a quien un verano anduve besando sin merecerlo. — ¿Usted cree —preguntó la señora Dean— que personas así pueden ser felices en el otro mundo? Daría algo bueno por saberlo.

Odié a Heathcliff, como el odió cuanto lo rodeaba. Un odio que le condujo a ser la persona más infeliz que he conocido.

Sentí pena por Hareton, sobre quien Heathcliff proyectó la mayor de sus venganzas; la condena al analfabetismo. Y sin embargo, fue el único que lo quiso con sinceridad. Le dimos sepultura como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los seis hombres que transportaban el ataúd compusimos todo el cortejo fúnebre. Hareton, con la cara arrasada en lágrimas, cubrió la tumba de verde hierba. Ahora creo que su sepulcro está tan florido como los otros dos que se hallan junto a él, y espero que también su ocupante descanse en paz. 

Entendí que Isabel Linton se enamorara perdidamente de Heathcliff y supe, antes que ella, de su sufrimiento. — No piense más en él, señorita —le aconsejé—. el señor Heathcliff es un pájaro de mal agüero: no le conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Catalina Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y nunca le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido?. Eché de menos que Emily me lo explicara, aunque no necesito saber que todo enriquecimiento suele ser ilícito, de ahí mis reservas hacia los hombres de negocio.

A Eduardo Linton no lo aprecio, él era el centro de todos los errores por ser el portador de todos los convencionalismos sociales, cuando las mujeres que lo rodeaban eran portadoras de todas las rebeldías; sabiendo que la rebeldía sólo conduce al sufrimiento. —¿A qué vienes ahora Eduardo Linton? —dijo con colérica vivacidad—. eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera.

Hay quien dice que todavía por los páramos se ven dos almas vagar. Los turistas van a ver si tienen suerte y se los tropiezan. Mejor sentarse, mientras las nubes se acercan al páramo con una brisa fría y ponerse a leer esta historia de amor y venganza. 

Hay quien asegura haberlo visto junto a la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. "Eso son habladurías", diría usted, y yo opino lo mismo. Y no obstante, ese viejo que está junto al fuego, en la cocina, jura que, desde que murió Heathcliff, lo ve a él y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas de su cuarto. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de un mes. Había ido yo a la Granja una oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver a las cumbres encontré a un muchaco que conducía una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente.

— ¿Qué te pasa, muchacho? —le pregunté
— Ahí abajo están Heathcliff y una mujer —balbució —, y no me atrevo a pasar porque quieren cogerme.

No intentes tocar a la mariposa,
ni escalar los muros del deseo.
Hallar el descanso en la duda
está en el mismo ser de la alegría



sábado, 21 de mayo de 2016

AMAR O ABORRECER, EL CORAZÓN DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

A Sor Juana Inés de la Cruz llegué por motivos del corazón. 

Hay unas mujeres a las que me hubiera gustado conocer, incluso amar, pero los azares mezquinos de la linealidad del tiempo me lo impidieron: a las hermanas Brönte, a las tres, y a cualquier hora en el páramo; a Emiliy Dickinson, en su encierro en casa de su padre; a Virginia Wolf, a la orilla de un río con los bolsillos llenos de piedra; a María Zambrano, cuando cruzaba las piernas en las tertulias y a todos los sesudos académicos les daba por soñar; a Maruja Mallo, en un lluvioso día compartiendo horas en un hotel de Madrid, a Alejandra Pizarnik, de su mano por París o Buenos Aires; a Gabriela Mistral, entre su amante y ella, las dos tan bellas; a George Sand, escuchando los sones de un piano, medio desnudos por las playas de Mallorca; a Safo y a sus discípulas en Lesbos; a Mary Shelley, en el Polo Norte, buscando un hombre desfigurado y enorme que acaba de nacer con ese tamaño y esas formas; a Anna Ajmatova, en San Petersburgo; a Dorothy Parker, con sombrero o sin él; a Marina Tsvetaiva, llevándole su maleta mientras es deportada a Siberia por los stalinistas; a Sor Juana Inés de la Cruz en la corte del virrey o en su encierro voluntario...; a tantas.

Como he contado antes, a Sor Juana Inés de la Cruz llegué por motivos del corazón. Es un lugar común en la poesía, y en la vida, que un enamorado o enamorada sean respondidos a su pasión con el desdén por parte de la persona amada: el eterno dilema de amar a quien no nos ama y ser amados locamente por quien aborrecemos. La poesía del Siglo de Oro está llena de retazos de vengativos poetas quejándose de almas desdeñosas.

La pregunta que surge en estas situaciones es la siguiente: ¿Qué es mejor: amar o ser amado? ¿Merece la pena vivir el daño de amar furiosamente sin ser correspondido? ¿Sufrimos, también, cuando nos aman con locura sin corresponder? Si hay que elegir entre una de estas dos situaciones; ¿con cuál de ellas nos quedaríamos?
Estas disquisiciones surgieron durante uno de esos cientos de viajes que anduve haciendo, llevando y trayendo camiones por Croacia y Bosnia. Uno de esos días en que hablar sienta bien, Adriana, la intérprete, me preguntó sobre mi vida y le dije que en ese momento me encontraba muy bien, que por fin me sentía de verdad, de verdad, querido por una mujer.
Adriana me miró y dijo, sorprendiéndose: "No, no. Es más importante el sentimiento de querer que el de ser querido; Amar es más intenso que ser amado, El que te quieran perturba menos el corazón, el amar es una sacudida dificilmente comparable".
"Llegó un momento, Adriana", le respondí, "que me cansé y decidí que me movería más a actuar la oportunidad de ser amado que la de amar". Ella siguió en sus trece y yo decidí recurrir a Sor Juana Inés de la Cruz

Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante

Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata,
y mato a quien me quiere ver triunfante.

Si a este pago, padece mi deseo;
si ruego a aquel, mi pundonor enojo;
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo por mejor partido escojo,
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere vil despojo.

Con 29 años, prefieres, sin duda, ser violento empleo de quien te ama y aborreces, que vil despojo de quien amas y te aborrece. Sor Juana Inés me dio una respuesta que yo no tenía, Adriana no se convenció y seguía pensando que era más intenso amar que ser amado.

Yo, entonces, no sé si era más intenso y bonito amar que ser amado, pero era mejor para mi salud emocional de entonces lo contrario. Han pasado muchos años; y ahora que las pasiones se han apagado un poco, pienso que padecer por activa y por pasiva, pues se padece en querer y en ser querida, no es lo más conveniente para las almas sensibles. Y creo que las dos tenían razón Juana y Adriana, y las dos no la tenían.
Sobre todo porque aprendí en un paseo por París, con los cuellos del abrigo levantados y fumando más que un carretero, que el amor es del todo ingobernable, Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque la aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.

Nos encontramos en la frontera de Metkovic, y me alegro de que por primera vez me sienta amado de verdad, cuando yo no elegí nada.

De nada puedo serviros,
señora, porque soy nadie,
mas quizá por aplaudiros,
podré aspirar a ser alguien.
Hacedme tan señalado
favor, que de aquí en adelante
pueda de vuestros criados
en el número contarme.

Cuando yo pueda volveré a ir a México, espero que no falte mucho.










domingo, 8 de mayo de 2016

EL CAUDILLO, INFINITO BORGES


En los salones del Palacio de Linares, concretamente en la biblioteca Onetti, me crucé con su padre. Llevaba en la mano un libro, que yo había perseguido durante muchos años desde que descubrí su existencia: El Caudillo, impreso en la Mallorquina en los años de la Primera Gran Guerra, cuando esa familia buscaba por Europa, desesperadamente, una cura para la ceguera del patriarca que, aparte del amor a los libros, le entregó a su hijo la ceguera.


El ejemplar de El Caudillo, firmado por Jorge Guillermo Borges, que yo había visto antes no era ninguno de los pertenecientes a aquella primera, limitada y mítica edición impresa en Palma de Mallorca. Ésta era una edición de la Academia Argentina de Letras, hecha en Buenos Aires en el año 1989 y con prólogo de Alicia Jurado, posiblemente visado y corregido por su hijo, ciegos los dos.

Siempre pensé que, buceando como un paciente relojero en la biblioteca de su padre, yo llegaría a ser el Pierre Menard de Borges y que terminaría escribiendo los mismos textos, con iguales palabras, la misma minuciosa puntuación y la misma exacta materia.

Leí todos los libros de la biblioteca de su padre: Kipling, Wells, Conrad; las maneras de amar, morir, envejecer y tratar a las mujeres escritas por Shopenhauer; los tomos de Macedonio Fernández, la poesía de Carriego, una Eneida de Virgilio, las treinta primeras páginas de Los Hermanos Karamazov, a Víctor Hugo, Zola, Flaubert, Guy de Maupassant, Daude.
En mis estanterías no falta un mate de plata con un pie de serpiente, que le arramplé a un argentino, que cumplía con su deber en Zagreb. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón, y que perteneció a mi abuela Magdalena y, posiblemente, al capitán Pascual Pareja, que escribió conmigo La Máquina del Mundo.

En el armario de mi cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos, en serbocroata y que compré en un tiempo, no muy lejano y duro, cuando comprobé en mi piel cómo soplaban de fuerte el buro y el yugo.

Así que cuando vi, que una de las codiciadas piezas que me faltaban la tenía al alcance de mi mano me hice el desentendido, restándole importancia al manuscrito, y me sentí como aquel viejo soldado que en el alcaná de Toledo se encontró con la obra de un árabe de nombre Cide Hamete Benengeli  y que los orientalistas ignoraban, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de forma profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614. Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

Y en la puerta de la biblioteca Onetti, me crucé con él. Era su padre, Jorge Guillermo Borges, autor de El Caudillo; estaba seguro, pues su ceguera y su acento criollo lo delataban.
Me dije, mirando sus manos: ¡ahí está El Caudillo, la edición Mallorquina! Me entretuve, para hacer tiempo, hablando con Rafael Flores, Blas Matamoro y Javier de Navascués. El director del Museo del Escritor, Claudio Pérez Míguez, andaba entretenido disertando sobre las piezas únicas que custodiaba y su exposición.
No me fue difícil, a un hombre ciego y con la pesadez de los años, arrebatarle ese ejemplar único de El Caudillo. Aproveché unas risas, un poco de sed por su parte y un descuido común a la noche para quitárselo.

Aquí lo tengo en casa, escondido, detrás de dos filas de libros y encuadernado en papel de periódico, junto a un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos, y otros volúmenes que guardo sólo para mis ojos. La nibelunga que duerme conmigo no sabe que existen. No es bueno que lo sepa todo. Mientras tanto, pienso que cada vez estoy más cerca de ser Norberto Ruiz Lima, autor de El Aleph: La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo...  No he empezado mal, no señor.