jueves, 10 de agosto de 2017

LA OCASIÓN DE JUAN JOSÉ SAER

Tampoco a mí me caen bien los positivistas. Reniego de todos ellos, que trataron de borrar la magia del mundo de un plumazo y de asfixiar los espíritus que lo ordenan en su confusa arquitectura con las simples leyes científicas basadas en la observación y en la experimentación; en el cálculo, la física, la química y el álgebra. A Bianco lo obligaron a irse de París tras una velada en un teatro que convirtieron en una fábula de la ignominia porque no salió bien aquello de mover la materia con el pensamiento; y a mí me obligaron a caer en los brazos de la literatura decimonónica durante unos años, el tiempo que tardé en cansarme de maldecirlos, a ellos y a sus fórmulas, con las que pretendían adivinar el significado del mundo, su origen y su devenir.

Bianco huyó a la Argentina y yo me enrolé en el ejército; nada hay más grave en esta vida que huir de los positivistas; están por todos lados, los políticos, los hombres de negocio, la gente de ciencia, los jóvenes investigadores, los periodistas; en resumen, todos esos clanes de gente pragmática, tan práctica que confunde consecuencia con beneficio, y esencia con materia. Gente que nunca entendió la magia de las pequeñas cosas, el alma de las estrellas, incapaces de adivinar la cualidad de las cosas y empeñados en averiguar su cantidad.

Al final, Bianco terminó pareciéndose mucho a ellos, se ha comprado tres caballos y un revólver y se dedica a recorrer los campos; en seis meses no durmió una sola vez bajo techo; y eso que en la Argentina pensó que él podía tomarse la revancha escribiendo contra los positivistas, que una velada en un teatro no puede no ser aniquilada por el tiempo sin dejar rastros, pero que un escrito, una suma de pensamientos concatenados y puestos uno debajo del otro sobre una hoja blanca y después multiplicados por la imprenta, era algo indestructible. En eso se equivocaba Bianco, y Juan José Saer lo sabía, porque cualquier escrito no es indestructible; sino solamente aquellos que construyen un andamiaje perfecto en su morfología, sintaxis, fonética y semántica; y ese talento está en manos de muy pocos; Juan José Saer entre ellos.

Bianco está dispuesto a hacerse rico, (que es la única manera de tener en todo momento razón) y para eso sabe que tiene que conocer y en cierto sentido dominar la tierra en la que va a instalarse y los hombres que la habitan; conocerlos o la conquista con la fuerza de las armas del bien ajeno; y no estaba en condiciones de apurar esta última opción. Se ha exhibido en los campos desiertos, ha recorrido varias veces el perímetro de su tierra para marcar su territorio, para hacérselo saber a los otros.

Después de marcar sus tierras se ha construido una casa; primero, un chamizo; y luego, una mansión, tiene cabezas de ganado, (el gobernador es un excelente hombre de negocios. Gracias a él ya he conseguido reunir mis primeras mil cabezas de ganado), y piensa en alambrar el desierto cuando nadie alambra la Argentina, poniendo cercas en el cielo. El campo suyo está pegado a los nuestros, ¿no es verdad?

Ha conseguido la amistad del doctor Garay López, (¿los Garay López? Son los dueños de todo), casi por casualidad y por una herida en un dedo que el médico consiguió que no tuvieran que amputárselo. Ya tiene un buen amigo; y ahora busca una mujer y una estirpe, que la riqueza siempre está condicionada por la reproducción, y rápido pone sus ojos en la joven Gina, sin tardar un segundo, nada más verla, en entrar en negociaciones con su padre, y sin saber que ella es la verdadera trampa en la que ha caído y que a su lado la que le tendieron los positivistas en París es una inocente broma de estudiantes.

El triángulo Garay López, Gina y Bianco viaja en imágenes por la novela de Norte a Sur y de Este a Oeste, desde que este último al entrar en su casa vio a su joven esposa sentada en el sillón fumando un puro con un exceso de gozo en presencia del doctor Garay López, y se imagina el mundo entre ellos; mientras espera reconocer con cada gesto la realidad de lo sucedido. Sin pruebas empíricas no hay verdad, reconociendo sin querer su derrota ante los positivistas; así que espera que cuando nazca su hijo se destape la verdad según su color de pelo; si es moreno o si es pelirrojo.
 
Pero esta novela no es un tema, esta novela no es una historia, esta novela es forma literaria, que es lo que de verdad domina Juan José Saer y es La Ocasión para que las palabras exactas con su forma minuciosa y su significado inconstante estén dentro de una novela donde deben estar. La trama es secundaria cuando la forma es precisa, qué me importa si estoy sin duda en mi casa de París, durmiendo junto a una de mis queridas, después de un baile en la embajada, en el que abusé un poco del champagne probablemente, y me he puesto a soñar, con imágenes despedazadas e incoherentes, que tuve una escaramuza con los positivistas, que me fui a Normandía, a Sicilia, que me hice adjudicar unos terrenos en la llanura, en el fin del mundo, que conocí a un médico llamado Garay López, a una mujer que se llama Gina, que me casé con ella, que hay una fuerza adversa que por razones oscuras busca destruirme, que hay una epidemia en una ciudad y que ahora estoy en un espacio vacío, gris y beige, en el que ocurre nada, aparte del silencio propio de los sueños, del sueño de alguien que soy yo y que no sabe que está durmiendo en su cama, en un lugar que se llama París, que se llama mundo.

Ya saben, a mí tampoco me caen bien los positivistas.


 ¡Cómo me van a caer bien los positivistas cuando cada día observo tantos milagros!