domingo, 28 de enero de 2018

A SANGRE Y FUEGO, DE MANUEL CHAVES NOGALES


Que a Chaves Nogales hay que fusilarlo es evidente; porque qué se puede hacer si no con un pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria, trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, comenta con ímpetu un joven anarquista, recién incorporado a la checa de Bellas Artes.

Que a Chaves Nogales hay que fusilarlo es evidente; porque qué se puede hacer con alguien que se ha comprometido a defender la causa del pueblo contra el fascismo y se ha convertido en el camarada director al frente de un periódico gubernamental que ha llegado a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana; y que se ha puesto al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, dice, mientras se ajusta el correaje, un joven falangista que ha preferido, para exponerse menos, la vengativa retaguardia en Burgos a las trincheras.

Mientras tanto, Chaves Nogales, sin que pocos lo sepan, ha salido de Madrid y se dirige a Barcelona; aunque tiene puestos sus ojos y su pesimismo en París. Repudia por igual las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo que el desapercibido hombre celtíbero anda absorbiendo ávidamente. Corre el año 1937. No, no corre; se arrastra. Le repugna la humana carnicería que ha traído la guerra; los espíritus fuertes dirán seguramente que esta repugnancia es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, quiso, ni más ni menos, que permitirse el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.

Después de todo el tiempo transcurrido, creo que ya nunca se escribirá la novela definitiva de la última guerra civil española; sin embargo, sí que el Arte con mayúsculas la ha iluminado y fijado para siempre a través del relato corto; y ese arte, sin duda, será lo único que quede cuando el tiempo queme a sus protagonistas y a los historiadores, tal como viene ocurriendo a lo largo y ancho del mundo desde que las primeras pinturas rupestres fueron trazadas por mano humana.

No fue el azar quien provocó que mi primer acercamiento a la última guerra civil española llegara de la mano de Francisco Ayala y La Cabeza del Cordero; en este caso puedo nombrar a mi profesor de Literatura, el gran don Ramón, el de las barbas de chivo, como principal culpable. Muchos años después, mi hermana Tai me acercó un libro de relatos cortos titulado Los Girasoles Ciegos de un autor para mí desconocido de nombre Alberto Méndez, que le debe demasiado, según creo, a esos cuentos de Ayala: “toma, Norberto, a ver si aprendes a escribir relatos, que Borges te tiene demasiado abducido”. Y, por último, en una biblioteca cuartelera de esas que siempre tuve muy a mano, me tropecé con una cuidada edición de Las Armas y Las Letras, Literatura y Guerra Civil (1936-1939) de Andrés Trapiello; donde por primera vez leí el nombre de Manuel Chaves Nogales.

Chaves Nogales, el que defendió la República como un burgués liberal, aquel que creyó que su sitio estaba en ninguna parte, pagó un precio caro: el olvido, el desprecio y la postergación más absoluta por ambas partes; porque no debemos obviar que la violencia siempre simplifica cualquier número complejo a dos con una fuerza centrífuga que siempre provoca un gran vacío en el centro y una abundancia de militantes en los extremos, o estás conmigo o contra mí. Y si llega un momento en que no puedes estar con nadie, porque te has hastiado de sangre; pues claro se paga caro, desde luego, el precio hoy por hoy es la patria. Pero la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable del mundo que nos queda.

En una pensión de Mountrouge, a los pies de París, en esa pequeña parte habitable, por poco tiempo, comienza a escribir en enero de 1937 su colección de relatos A sangre y Fuego, y un prólogo que duele a ambos bandos, ya que la violencia siempre reduce cualquier número complejo a dos, o estás conmigo o contra mí. Le tachan de desertor a la República; a él, que fue elegido Camarada Director del periódico Ahora por el Consejo Obrero que reemplazó, en las horas de la guerra, a los antiguos dueños capitalistas, explotadores del proletariado, y que permaneció en su cargo haciendo lo que sabía hacer, escribir en un periódico:

Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.

Desde luego, su colección de cuentos tiene la mecha del arte como castigo, esa mecha que ha logrado resucitarlo de los lugares escondidos muchos años después; porque  presagiar con esas palabras a principios de 1937, en una oscura pensión de París, el resultado del derrocamiento de la República tras el Alzamiento Militar, que se avecinaba como una eterna dictadura y que iba a durar cuatro décadas, no se lo perdonan ni los unos ni los otros:

El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes –según la imagen clásica– va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.

Menos mal que esos personajes monárquicos o republicanos resucitaron la democracia cuarenta años después, logrando que las aguas volvieran a remontar la corriente. Hay quien esperó mucho más de esa transición y quien esperó mucho menos.












sábado, 20 de enero de 2018

EICHMANN EN JERUSALÉN, CON HANNAH ARENDT

¡Fuera!, ¡vamos!, ¡fuera!, ¡todo el mundo fuera!; gritaban. Sólo había unos pocos soldados en el andén, y nosotros éramos miles. ¿Por qué subimos a los trenes? ¿Por qué no protesté? Pero la verdad es que cualquiera en nuestra situación, fuera judío o no, hubiera hecho lo mismo. Hacía tanto frío. Salimos del vagón totalmente desconcertados. No sabíamos lo que estaba pasando. Pregunté: ¿Dónde estamos? Casi sin mirarme, quien estaba a mi lado contestó: En Auschwitz. ¿En Auschwitz?, repetí, ¿qué es Auschwitz?

No ha pasado tanto tiempo y no fue en un lugar tan lejano. Me he enterado por el New Yorker de que los israelitas acaban de cazar en Argentina a Adolf Eichmann, el perfecto burócrata nazi; y que hay una periodista, que a veces la encasillan como filósofa y otras como politóloga, que ha sido enviada a cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén, tierra tres veces bendita; pero ella sabe que no es a un juicio a lo que va; porque la acusación va a ser basada en el sufrimiento de los judíos  y no en los actos de Eichmann, sabiendo que el fiscal Hausner, con sus actitudes teatrales totalmente contrarias a la justicia, hablará por boca de Ben Gurion; y que el tribunal no estará interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿por qué ocurrió?, ¿por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?, ¿por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes?, ¿qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?, ¿hasta qué punto fueron también responsables los aliados?, ¿cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes a su propia destrucción?, ¿por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?

Eichmann en Jerusalén, ¡quién lo hubiera dicho!, porque una cosa es sacar a los criminales y asesinos de sus madrigueras, y otra cosa es descubrirlos ocupando destacados lugares públicos; es decir, hallar en puestos de la administración federal y estatal, y en general en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler.

Y si la justicia israelí, no era en efecto un Tribunal Internacional que pudiera juzgar crímenes contra la humanidad, como quería Hannah Arendt, tampoco era la justicia alemana de posguerra un espejo en el que mirarse; ya que a verdaderos asesinos de miles de hombres, mujeres y niños, los andaba condenando a nimias penas. Por ejemplo, a Martin Fellez, ex miembro de la SS y que participó directamente en la muerte de más de 40.000 judíos, y que, para mayor dolor, después de la guerra llegó a ser un destacado miembro político del Partido Democrático Libre en la República Federal Alemana, tras ser juzgado, se le condenó a cuatro simples años de prisión; a Franz Novak, un sádico asesino, que ejerció después de sus masacres el oficio de impresor, tras haber andado quemando libros y hombres de la mano de Hitler, cumplió sólo seis años de condena y fue liberado por buena conducta; o a Wilhelm Koppe, un criminal bañado de empresario, que después de la guerra dirigió una fábrica de chocolate desde 1945 hasta 1960 antes de ser detenido, y que el tribunal decidió no juzgarlo por razones médicas; las mismas razones que seguramente él aludió cuando gaseó a más de 30.000 enfermos de tuberculosis en Polonia; y así podríamos citar cientos.

Eichmann es un caso curioso dentro de la monstruosidad, porque demuestra que la monstruosidad no existe. Él se ha declarado inocente de sus crímenes porque alega que no era más que un fiel cumplidor de su deber; "si tan sólo se dedicaba al transporte de judíos a los campos de concentración y lo hacía con la mayor eficacia posible". Su culpa provenía de la obediencia, él nunca quiso matar judíos. Y eso es lo más terrible, ya que podría demostrar que el régimen nazi y su política de exterminio no estaba sostenido por criminales, sádicos, depravados o inmorales. No, el régimen nazi, como todos los regímenes totalitarios capaces de las mayores atrocidades estaba sostenido por gente normal y corriente, gente del montón, obediente de la ley y de su propia supervivencia; porque aquellos hombres que se habían convertido en asesinos, tenían la simple idea de estar dedicados a una tarea grandiosa; de entre ellos echaban a los sádicos, querían gente normal; gente como Eichmann.

Y no le echen solamente la culpa a los nazis; que igual de terribles fueron los pogromos del Este ejecutados por rusos o polacos muchos años antes; o los crímenes contra los judíos en la Rumanía de Antonescu, menuda panda de asesinos se juntaron en aquellas tierras; o la Hungría de Horthy, la Francia de Petain o la Italia de Mussolini; pero..., no, por supuesto que no, el peor de los crímenes fue el de la gente normal, que cae en la banalidad del mal y luego alega obediencia cuando no es más que cobarde supervivencia; que le pregunten si no a las principales organizaciones de notables judíos de la Europa de entonces que ayudaron a que la maquinaria nazi rodara sobre las cabezas de sus semejantes; demostrado ha quedado que Eichmann habló y negoció con todos ellos para que los judíos de a pie entraran como corderos en las incineradoras. Durante el nazismo no había ninguna organización ni institución pública que no participase en una acción de índole criminal. ¿Quién queda que no fuera culpable? ¿Sólo queda Eichmann? ¡Mentira!

Es fácil alejar el problema culpando sólo a los monstruos criminales nazis o a los perversos estalinistas; pero, quitémonos la careta y digamos la verdad que ya no somos niños: "los monstruos no existen". Los verdaderos asesinos son esa gente normal sin las cuales un régimen totalitario no funcionaría: el empleado de banca que mueve el capital judío a otros lares más arios, el fontanero eficiente que suelda y fabrica tubos de gas que van a Treblinka o Auschwitz con la inocencia de un ángel exterminador, el funcionario diligente que sella pasaportes de muerte en Berlín o en Hungría, el empresario sagaz que se ha hecho, según dicta ahora la ley, con las empresas judías que caen de nuevo en manos más blancas, el policía afanoso que cambia de un día para otro sus insignias y detiene, veloz y sin rencor, a judíos, el factor de ferrocarriles sin cuyo incansable trabajo no hubiera llegado un tren a Auschwitz; para mí Auschwitz no era más que una estación ferroviaria; o usted o yo, que de haber nacido cincuenta años antes en Alemania hubiéramos puesto nuestro granito de arena aludiendo que sólo obedecíamos las leyes.

Entonces no hay otra pregunta más que ésta, Hannah: ¿cuánto tiempo necesita una persona normal para vencer su innata repugnancia hacia el crimen? En Alemania fueron unos pocos meses.