¡Fuera!, ¡vamos!, ¡fuera!, ¡todo
el mundo fuera!; gritaban. Sólo había unos pocos soldados en el andén, y
nosotros éramos miles. ¿Por qué subimos a
los trenes? ¿Por qué no protesté? Pero la verdad es que cualquiera en nuestra
situación, fuera judío o no, hubiera hecho lo mismo. Hacía tanto frío.
Salimos del vagón totalmente desconcertados. No sabíamos lo que estaba pasando.
Pregunté: ¿Dónde estamos? Casi sin
mirarme, quien estaba a mi lado contestó: En
Auschwitz. ¿En Auschwitz?, repetí, ¿qué es
Auschwitz?
No ha pasado tanto tiempo y no
fue en un lugar tan lejano. Me he enterado por el New Yorker de que los
israelitas acaban de cazar en Argentina a Adolf Eichmann, el perfecto burócrata
nazi; y que hay una periodista, que a veces la encasillan como filósofa y otras
como politóloga, que ha sido enviada a cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén, tierra tres veces bendita; pero ella sabe
que no es a un juicio a lo que va; porque la
acusación va a ser basada en el sufrimiento de los judíos y no en los actos de Eichmann, sabiendo
que el fiscal Hausner, con sus actitudes
teatrales totalmente contrarias a la justicia, hablará por boca de Ben Gurion;
y que el tribunal no estará interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿por qué ocurrió?, ¿por
qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?, ¿por qué los
victimarios fueron precisamente los alemanes?, ¿qué papel tuvieron las
restantes naciones en esta tragedia?, ¿hasta qué punto fueron también
responsables los aliados?, ¿cómo es posible que los judíos cooperaran, a través
de sus dirigentes a su propia destrucción?, ¿por qué los judíos fueron al
matadero como obedientes corderos?
Eichmann en Jerusalén, ¡quién lo hubiera dicho!, porque una cosa es sacar a los criminales y
asesinos de sus madrigueras, y otra cosa es descubrirlos ocupando destacados
lugares públicos; es decir, hallar en puestos de la administración federal y
estatal, y en general en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían
hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler.
Y si la justicia israelí, no era
en efecto un Tribunal Internacional que pudiera juzgar crímenes contra la
humanidad, como quería Hannah Arendt, tampoco era la justicia alemana de
posguerra un espejo en el que mirarse; ya que a verdaderos asesinos de miles de
hombres, mujeres y niños, los andaba condenando a nimias penas. Por ejemplo, a Martin Fellez, ex miembro de la SS
y que participó directamente en la muerte de más de 40.000 judíos, y que, para
mayor dolor, después de la guerra llegó a ser un destacado miembro político del
Partido Democrático Libre en la República Federal Alemana, tras ser
juzgado, se le condenó a cuatro simples años de prisión; a Franz Novak, un sádico
asesino, que ejerció después de sus masacres el oficio de impresor, tras haber andado quemando libros y hombres de la mano de Hitler, cumplió sólo seis años de
condena y fue liberado por buena conducta; o a Wilhelm Koppe, un criminal bañado
de empresario, que después de la guerra dirigió una fábrica de chocolate desde
1945 hasta 1960 antes de ser detenido, y que el tribunal decidió no juzgarlo
por razones médicas; las mismas razones que seguramente él aludió cuando gaseó
a más de 30.000 enfermos de tuberculosis en Polonia; y así podríamos citar cientos.
Eichmann es un caso curioso
dentro de la monstruosidad, porque demuestra que la monstruosidad no existe. Él
se ha declarado inocente de sus crímenes porque alega que no era más que un
fiel cumplidor de su deber; "si tan sólo se dedicaba al transporte de judíos a los
campos de concentración y lo hacía con la mayor eficacia posible". Su culpa
provenía de la obediencia, él nunca quiso matar judíos. Y eso es lo más
terrible, ya que podría demostrar que el régimen nazi y su política de
exterminio no estaba sostenido por criminales, sádicos, depravados o inmorales.
No, el régimen nazi, como todos los regímenes totalitarios capaces de las
mayores atrocidades estaba sostenido por gente normal y corriente, gente del
montón, obediente de la ley y de su propia supervivencia; porque aquellos hombres que se habían convertido en
asesinos, tenían la simple idea de estar dedicados a una tarea grandiosa; de entre ellos echaban
a los sádicos, querían gente normal; gente como Eichmann.
Y no le echen solamente la culpa
a los nazis; que igual de terribles fueron los pogromos del Este ejecutados por
rusos o polacos muchos años antes; o los crímenes contra los judíos en la Rumanía de Antonescu,
menuda panda de asesinos se juntaron en aquellas tierras; o la Hungría de Horthy, la
Francia de Petain o la Italia de Mussolini; pero..., no, por supuesto que no, el peor de los
crímenes fue el de la gente normal, que cae en la banalidad del mal y luego
alega obediencia cuando no es más que cobarde supervivencia; que le pregunten
si no a las principales organizaciones de notables judíos de la Europa de
entonces que ayudaron a que la maquinaria nazi rodara sobre las cabezas de sus
semejantes; demostrado ha quedado que Eichmann habló y
negoció con todos ellos para que los judíos de a pie entraran como corderos en
las incineradoras. Durante el nazismo no había ninguna organización ni
institución pública que no participase en una acción de índole criminal. ¿Quién
queda que no fuera culpable? ¿Sólo queda Eichmann? ¡Mentira!
Es fácil alejar el problema
culpando sólo a los monstruos criminales nazis o a los perversos estalinistas;
pero, quitémonos la careta y digamos la verdad que ya no somos niños: "los
monstruos no existen". Los verdaderos asesinos son esa gente normal sin las
cuales un régimen totalitario no funcionaría: el empleado de banca que mueve el
capital judío a otros lares más arios, el fontanero eficiente que suelda y
fabrica tubos de gas que van a Treblinka o Auschwitz con la inocencia de un
ángel exterminador, el funcionario diligente que sella pasaportes de muerte en Berlín o en Hungría, el empresario sagaz que se ha hecho, según dicta ahora
la ley, con las empresas judías que caen de nuevo en manos más blancas, el policía
afanoso que cambia de un día para otro sus insignias y detiene, veloz y sin
rencor, a judíos, el factor de ferrocarriles sin cuyo incansable
trabajo no hubiera llegado un tren a Auschwitz; para mí Auschwitz no era más que una estación ferroviaria; o usted o yo, que de haber
nacido cincuenta años antes en Alemania hubiéramos puesto nuestro granito de arena
aludiendo que sólo obedecíamos las leyes.
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