
No ha pasado tanto tiempo y no
fue en un lugar tan lejano. Me he enterado por el New Yorker de que los
israelitas acaban de cazar en Argentina a Adolf Eichmann, el perfecto burócrata
nazi; y que hay una periodista, que a veces la encasillan como filósofa y otras
como politóloga, que ha sido enviada a cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén, tierra tres veces bendita; pero ella sabe
que no es a un juicio a lo que va; porque la
acusación va a ser basada en el sufrimiento de los judíos y no en los actos de Eichmann, sabiendo
que el fiscal Hausner, con sus actitudes
teatrales totalmente contrarias a la justicia, hablará por boca de Ben Gurion;
y que el tribunal no estará interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿por qué ocurrió?, ¿por
qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?, ¿por qué los
victimarios fueron precisamente los alemanes?, ¿qué papel tuvieron las
restantes naciones en esta tragedia?, ¿hasta qué punto fueron también
responsables los aliados?, ¿cómo es posible que los judíos cooperaran, a través
de sus dirigentes a su propia destrucción?, ¿por qué los judíos fueron al
matadero como obedientes corderos?
Eichmann en Jerusalén, ¡quién lo hubiera dicho!, porque una cosa es sacar a los criminales y
asesinos de sus madrigueras, y otra cosa es descubrirlos ocupando destacados
lugares públicos; es decir, hallar en puestos de la administración federal y
estatal, y en general en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían
hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler.
Y si la justicia israelí, no era
en efecto un Tribunal Internacional que pudiera juzgar crímenes contra la
humanidad, como quería Hannah Arendt, tampoco era la justicia alemana de
posguerra un espejo en el que mirarse; ya que a verdaderos asesinos de miles de
hombres, mujeres y niños, los andaba condenando a nimias penas. Por ejemplo, a Martin Fellez, ex miembro de la SS
y que participó directamente en la muerte de más de 40.000 judíos, y que, para
mayor dolor, después de la guerra llegó a ser un destacado miembro político del
Partido Democrático Libre en la República Federal Alemana, tras ser
juzgado, se le condenó a cuatro simples años de prisión; a Franz Novak, un sádico
asesino, que ejerció después de sus masacres el oficio de impresor, tras haber andado quemando libros y hombres de la mano de Hitler, cumplió sólo seis años de
condena y fue liberado por buena conducta; o a Wilhelm Koppe, un criminal bañado
de empresario, que después de la guerra dirigió una fábrica de chocolate desde
1945 hasta 1960 antes de ser detenido, y que el tribunal decidió no juzgarlo
por razones médicas; las mismas razones que seguramente él aludió cuando gaseó
a más de 30.000 enfermos de tuberculosis en Polonia; y así podríamos citar cientos.

Y no le echen solamente la culpa
a los nazis; que igual de terribles fueron los pogromos del Este ejecutados por
rusos o polacos muchos años antes; o los crímenes contra los judíos en la Rumanía de Antonescu,
menuda panda de asesinos se juntaron en aquellas tierras; o la Hungría de Horthy, la
Francia de Petain o la Italia de Mussolini; pero..., no, por supuesto que no, el peor de los
crímenes fue el de la gente normal, que cae en la banalidad del mal y luego
alega obediencia cuando no es más que cobarde supervivencia; que le pregunten
si no a las principales organizaciones de notables judíos de la Europa de
entonces que ayudaron a que la maquinaria nazi rodara sobre las cabezas de sus
semejantes; demostrado ha quedado que Eichmann habló y
negoció con todos ellos para que los judíos de a pie entraran como corderos en
las incineradoras. Durante el nazismo no había ninguna organización ni
institución pública que no participase en una acción de índole criminal. ¿Quién
queda que no fuera culpable? ¿Sólo queda Eichmann? ¡Mentira!






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