sábado, 20 de enero de 2018

EICHMANN EN JERUSALÉN, CON HANNAH ARENDT

¡Fuera!, ¡vamos!, ¡fuera!, ¡todo el mundo fuera!; gritaban. Sólo había unos pocos soldados en el andén, y nosotros éramos miles. ¿Por qué subimos a los trenes? ¿Por qué no protesté? Pero la verdad es que cualquiera en nuestra situación, fuera judío o no, hubiera hecho lo mismo. Hacía tanto frío. Salimos del vagón totalmente desconcertados. No sabíamos lo que estaba pasando. Pregunté: ¿Dónde estamos? Casi sin mirarme, quien estaba a mi lado contestó: En Auschwitz. ¿En Auschwitz?, repetí, ¿qué es Auschwitz?

No ha pasado tanto tiempo y no fue en un lugar tan lejano. Me he enterado por el New Yorker de que los israelitas acaban de cazar en Argentina a Adolf Eichmann, el perfecto burócrata nazi; y que hay una periodista, que a veces la encasillan como filósofa y otras como politóloga, que ha sido enviada a cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén, tierra tres veces bendita; pero ella sabe que no es a un juicio a lo que va; porque la acusación va a ser basada en el sufrimiento de los judíos  y no en los actos de Eichmann, sabiendo que el fiscal Hausner, con sus actitudes teatrales totalmente contrarias a la justicia, hablará por boca de Ben Gurion; y que el tribunal no estará interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿por qué ocurrió?, ¿por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?, ¿por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes?, ¿qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?, ¿hasta qué punto fueron también responsables los aliados?, ¿cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes a su propia destrucción?, ¿por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?

Eichmann en Jerusalén, ¡quién lo hubiera dicho!, porque una cosa es sacar a los criminales y asesinos de sus madrigueras, y otra cosa es descubrirlos ocupando destacados lugares públicos; es decir, hallar en puestos de la administración federal y estatal, y en general en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler.

Y si la justicia israelí, no era en efecto un Tribunal Internacional que pudiera juzgar crímenes contra la humanidad, como quería Hannah Arendt, tampoco era la justicia alemana de posguerra un espejo en el que mirarse; ya que a verdaderos asesinos de miles de hombres, mujeres y niños, los andaba condenando a nimias penas. Por ejemplo, a Martin Fellez, ex miembro de la SS y que participó directamente en la muerte de más de 40.000 judíos, y que, para mayor dolor, después de la guerra llegó a ser un destacado miembro político del Partido Democrático Libre en la República Federal Alemana, tras ser juzgado, se le condenó a cuatro simples años de prisión; a Franz Novak, un sádico asesino, que ejerció después de sus masacres el oficio de impresor, tras haber andado quemando libros y hombres de la mano de Hitler, cumplió sólo seis años de condena y fue liberado por buena conducta; o a Wilhelm Koppe, un criminal bañado de empresario, que después de la guerra dirigió una fábrica de chocolate desde 1945 hasta 1960 antes de ser detenido, y que el tribunal decidió no juzgarlo por razones médicas; las mismas razones que seguramente él aludió cuando gaseó a más de 30.000 enfermos de tuberculosis en Polonia; y así podríamos citar cientos.

Eichmann es un caso curioso dentro de la monstruosidad, porque demuestra que la monstruosidad no existe. Él se ha declarado inocente de sus crímenes porque alega que no era más que un fiel cumplidor de su deber; "si tan sólo se dedicaba al transporte de judíos a los campos de concentración y lo hacía con la mayor eficacia posible". Su culpa provenía de la obediencia, él nunca quiso matar judíos. Y eso es lo más terrible, ya que podría demostrar que el régimen nazi y su política de exterminio no estaba sostenido por criminales, sádicos, depravados o inmorales. No, el régimen nazi, como todos los regímenes totalitarios capaces de las mayores atrocidades estaba sostenido por gente normal y corriente, gente del montón, obediente de la ley y de su propia supervivencia; porque aquellos hombres que se habían convertido en asesinos, tenían la simple idea de estar dedicados a una tarea grandiosa; de entre ellos echaban a los sádicos, querían gente normal; gente como Eichmann.

Y no le echen solamente la culpa a los nazis; que igual de terribles fueron los pogromos del Este ejecutados por rusos o polacos muchos años antes; o los crímenes contra los judíos en la Rumanía de Antonescu, menuda panda de asesinos se juntaron en aquellas tierras; o la Hungría de Horthy, la Francia de Petain o la Italia de Mussolini; pero..., no, por supuesto que no, el peor de los crímenes fue el de la gente normal, que cae en la banalidad del mal y luego alega obediencia cuando no es más que cobarde supervivencia; que le pregunten si no a las principales organizaciones de notables judíos de la Europa de entonces que ayudaron a que la maquinaria nazi rodara sobre las cabezas de sus semejantes; demostrado ha quedado que Eichmann habló y negoció con todos ellos para que los judíos de a pie entraran como corderos en las incineradoras. Durante el nazismo no había ninguna organización ni institución pública que no participase en una acción de índole criminal. ¿Quién queda que no fuera culpable? ¿Sólo queda Eichmann? ¡Mentira!

Es fácil alejar el problema culpando sólo a los monstruos criminales nazis o a los perversos estalinistas; pero, quitémonos la careta y digamos la verdad que ya no somos niños: "los monstruos no existen". Los verdaderos asesinos son esa gente normal sin las cuales un régimen totalitario no funcionaría: el empleado de banca que mueve el capital judío a otros lares más arios, el fontanero eficiente que suelda y fabrica tubos de gas que van a Treblinka o Auschwitz con la inocencia de un ángel exterminador, el funcionario diligente que sella pasaportes de muerte en Berlín o en Hungría, el empresario sagaz que se ha hecho, según dicta ahora la ley, con las empresas judías que caen de nuevo en manos más blancas, el policía afanoso que cambia de un día para otro sus insignias y detiene, veloz y sin rencor, a judíos, el factor de ferrocarriles sin cuyo incansable trabajo no hubiera llegado un tren a Auschwitz; para mí Auschwitz no era más que una estación ferroviaria; o usted o yo, que de haber nacido cincuenta años antes en Alemania hubiéramos puesto nuestro granito de arena aludiendo que sólo obedecíamos las leyes.

Entonces no hay otra pregunta más que ésta, Hannah: ¿cuánto tiempo necesita una persona normal para vencer su innata repugnancia hacia el crimen? En Alemania fueron unos pocos meses.




































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