viernes, 27 de septiembre de 2013

LA GENERACIÓN DEL 27, DONDE HABITE EL OLVIDO

Era del año la estación florida
En que el mentido robador de Europa
(media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo)
haciendo honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas.

He estado tres semanas supurando a Góngora. Acaba de celebrarse en Sevilla el tercer centenario de su muerte y; aunque yo no había sido invitado, Federico, después de habérselo pedido infinidad de veces, incluso de rodillas, consiguió que viajase con ellos como fotógrafo y que pudiera asistir a las celebraciones de esa generación que Luis Cernuda, el sevillano, ha llamado Generación del 25.
Hubiera ido de cocinero, marmitón, amanuense, secretario o limpiabotas; o como… poeta, pero ese es un don, como me dijo una vez en una venta manchega don Miguel, que ni a ti, ni a mí, Norberto, quiso darnos el cielo.

Quedé con Federico en la Residencia de Estudiantes dos horas antes de que saliera el tren de la estación de Atocha. Todos los gastos los pagaba don Ignacio Sánchez Mejías, el torero, y tampoco era cuestión de desaprovechar una convidá a hotel, tren, reunión literaria de gañote y fiesta flamenca en su finca de Pino Montano; que para eso tienen los poetas fama de gorrones y aprovechados cuando se tercia.


Viajamos todos en tren y como escribió Guillén: Ni antes ni después de ahora volveré a contemplar todo un departamento de un vagón, lleno de estos animales llamados poetas.

Somos los hombres intranquilos en sociedad. Ganamos, gozamos, volamos ¡Qué malestar! El mañana asoma entre nubes de un cielo turbio con alas de arcángeles átomos como un anuncio. Estamos siempre a la merced de una cruzada. Por nuestras venas corre sed de cataratas. Así que vivimos sin saber si el aire es nuestro. Quizá muramos en la calle, quizá en el lecho. Somos entre tanto felices seven o´clock. Todo es bar y delicia oscura. ¡Televisión!

Durante el viaje no faltaron versos regalados a los campos, lecturas de las Soledades en los paseos que dábamos del tintorro al chinchón, ni tampoco algún que otro encuentro de los que se resuelven con lengua pronta y afilada, ya que son los poetas muy dados a desenvainar con ligereza. Debe de ser problema del pecado de la vanidad, que suele encontrarse muy servido entre los bardos, sobre todo, los de Occidente.
Don Dámaso, con esa pinta de profesor eterno, preparaba con seriedad su conferencia, no ajeno a la turba poética desparramada: No era de ritmo, no era de armonía ni de color. El corazón la sabe, pero decir cómo era no podría porque no es forma, ni en la forma cabe.

En Sevilla nos alojamos en el Hotel Pacífico, que a don Ignacio Sánchez Mejías le sobraba plata hasta en la taleguilla y ya pueden imaginar el desaguisado de hotel que dejamos aquellos dos días de diciembre. Puertas que se abrían y cerraban de madrugada con alegría, desenfreno en el roce y esa riada de Manzanilla, que en número de cien botellas de La Gitana, mandó traer don Ignacio Sánchez Mejías desde la mismísima Otra Banda de La Argónida, para distraer talentos y virtudes en una juerga en Pino Montano que se hizo tan mítica  como la celebración del tricentenario de Góngora.

Reconozco que con el paso de los años he ido cambiando mis afinidades literarias con cada poeta de esa generación. Puedo defenderme con esa frase tan recurrida de Federico: “podría hablar de poética, si no cambiara de opinión cada cinco minutos”. 

También, reconozco que siendo joven, abandonando un poco a los otros, me atraqué de Lorca y Alberti, de esa que llaman con poco fundamento poesía popular que las más de las veces es la más culta; sobre todo cuando es el caso de los citados que han bebido tanto del cancionero tradicional, no sólo español, sino francés e italiano. Sin embargo, ahora me quedo con el Lorca del Poeta en Nueva York, que tan lejos llegó con la metáfora en su proclama de denuncia: Aquel viejo, cubierto de setas, iba al sitio donde lloraban los negros mientras crujía la cuchara del rey y llegaban los tanques de agua podrida. Las rosas huían por los filos de las últimas curvas del aire, y en los montones de azafrán los niños machacaban pequeñas ardillas con un rubor de frenesí manchado. Es preciso cruzar los puentes y llegar al rubor negro para que el perfume de pulmón nos golpee las sienes con su vestido de caliente piña; y también me quedo ahora con el Alberti de Sobre los Ángeles: Yo te arrojé de mi cuerpo, yo, con un carbón ardiendo. Quedó mi cuerpo vacío, negro saco a la ventana. Se fue doblando las calles. Mi cuerpo anduvo sin nadie; aunque no desdeño para nada el Romancero Gitano ni el Marinero en Tierra

Con Luis Cernuda he llegado a tener una relación muy especial, porque parece un poeta sencillo, Canté, subí, fui luz un día arrastrado en la llama. Como un golpe de viento que deshace la sombra, caí en lo negro, en el mundo insaciable, y porque me llevó a un lugar donde no me llevó nadie: allí donde habite el olvido, y aunque yo le decía que él, como poeta, sería inmortal, me auguró, sin temor a equivocarse que con el paso del tiempo, no importa cuánto, citando a Bécquer en donde esté una piedra solitaria sin inscripción alguna donde habite el olvido, allí estará mi tumba. Está enterrado en México.

Salinas era un ángel y Guillén lo llamaba el poeta del alma, nadie ha andado como él por el filo del amor sin caer en las oquedades de la exagerada pasión o el frío sentimiento. Ese tipo anda justo por las fronteras del corazón. Nada más difícil. La voz a ti debida, Largo Lamento, Razón de Amor: Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la historia. Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer. Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo, de la piedra del mundo, te diré: “Yo te quiero, soy yo”.
 
En la juerga de Pino Montano, con la Manzanilla regada como nieve en invierno, eché de menos, y mucho, a esos poetas que ahora son injustamente llamados poetas menores. Cuando escucho esas palabras me indigno y me retoma la ira, aunque recuerdo a Altolaguirre, grande y poeta, y como él, pienso que yo quiero vivir para siempre en torre de tres ventanas, donde tres luces distintas den una luz a mi alma. Tres personas y una luz en esa torre tan alta. Aquí abajo entre los hombres, donde el bien y el mal batallan, el dos significa pleito, el dos indica amenaza. Quiero vivir para siempre en torre de tres ventanas.
A Emilio Prados y a Manuel Altolaguirre los traté mucho en Málaga, y sin su revista Litoral, no hubiera habido ni Generación Poética ni nada que se le pareciese. Bien lo sabe Vicente Aleixandre, ese gongorino que faltó a la cita de Sevilla y que llegó más lejos que ninguno en su trato con el lenguaje: No me ahorraré ni una sola palabra. Sabré vestirme rindiendo tributo a la materia fingida. A la carnosa bóveda de la espera. A todo lo que amenace mi libertad sin historia. Desnudo irrumpiré en los azules para parecer de nieve, o de cobre, o de río enturbiado sin lágrimas. Todo menos no nacer. Menos tener que sonreír ocultándome. Menos saber que las cejas existen como ramas de sueño bien alerta.

- ¡Don Rafael, póngase en el extremo! ¡Don José!, ¿puede levantar un poco la cabeza? ¡Don Dámaso!…

El fotógrafo, un tal Serrano, no paraba de colocar a los poetas para hacer esa foto, convertida ahora en mítica. Posiblemente, nada sabía de la noche flamenca que habían pasado, ni de la mañana torera que habían sufrido.   
Detrás de la cámara estaban sin posar, no sé por qué, Luis Cernuda, Fernando Villalón, Pedro Salinas, Sánchez Mejías, el escultor Bello,… Alguien decidió oscurecerlos y a mí me indignó ver a Luis Cernuda tras la cámara, o a Salinas, o… Desde entonces no creo en las Generaciones; eso saqué de mi viaje a Sevilla: descreer de las generaciones y abrazar la individualidad de cada poeta.

Cuando veo esa foto que siempre aparece en todas las antologías, anunciada como la carta de identidad de la llamada Generación del 27 me sulfuran no pocas flemas de aborrecimiento; sobre todo ahora que han pasado los años, y me dejo llevar mucho menos por esa mitomanía que todos llevamos dentro.

En mis manos tengo otra foto que yo hice en Sevilla. Me ocupa toda la pared de la habitación y están todos. Todos. Incluso aquellos que no viajaron. Incluso León Felipe. Moreno Villa. Basterra. Domenchina. Villalón. Hinojosa. Larrea. Gilarbert... Incluso Góngora. Todos ahora, Deformados por el veneno del reuma, como escribió Dámaso Alonso.

Al día siguiente de acabar la celebración del tricentenario de Góngora, quiso Federico pasarse por su casa de Granada a ver a su familia y yo, que no desaprovecho una oportunidad de dedicarme a la sanguínea virtud poética del gorroneo, siempre anduve cerca de él para que no tuviera recato alguno en invitarme. Y lo hizo.

Antes de irnos le pidió a Rafael Alberti que volviera a la pintura.

- Sí, Rafael, tú tienes mucha retentiva y todo eso, pero tú sigue pintando. He visto tu exposición. Me gustó mucho…
- Pero, Federico, yo no quiero dedicarme a la pintura, precisamente, sino a la poesía.
- Bueno, yo voy a hacerte el último encargo de pintor: me vas a pintar a mí a la orilla de un río, en la vega de Granada, bajo un olivo, con una Virgen encima del olivo, y con un letrero que diga: Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca dormido en la Vega de Granada.
- Pero, si yo pongo todo eso va a ser un cuadro sólo de letras-, le contestó Alberti.

Yo no pude menos que reír. Ese cuadro existe; todavía está en casa de Federico, en la Huerta de San Vicente, en Granada. Ahí conocí a Gerardo Diego.



Llegamos a Granada. Pasamos unos días muy agradables en esa ciudad mora, cristiana y gitana y, sin gastar un real, volví a Madrid con unas fotos, unos recuerdos, amistades nuevas, algún beso robado, un paisaje y dos poemas escritos, que pasado el tiempo, sólo tienen el valor de cuándo, dónde y con quién los escribí. Nada peor para un poema que no poder vivir por sí mismo. 






domingo, 15 de septiembre de 2013

DOROTHY PARKER, UNA RUBIA IMPONENTE


Hazle Morse era una mujer alta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra “rubia”, a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños, y su vanidad la hacía sufrir.

Conocí a Dorothy Parker en un cine y luego, como me dejó boquiabierto, la busqué hasta hallarla en una biblioteca a la luz de las lámparas estudiosas.

Ni que decir tiene que ni se dignó a echarme un vistazo. Mi timidez, mi manera de ser,  y alguna que otra falla en mis encantos, que al final son muchas, me hicieron pensar, desde un principio, que una mujer como ésa, aparte de estar sentenciada a la desdicha, pues el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse acompañar por la felicidad a largo plazo, necesitaba consumir su existencia con total plenitud.
Así lo hizo. Y yo no podía hacer nada.

Lo dejó muy claro cuando escribió: mi vida es como una galería de arte con pasillos estrechos por los que los espectadores pueden caminar.

Me decidí, por tanto, a ser espectador de su vida y, sobre todo, de sus poemas y de sus cuentos.    

La primera vez que vi a Dorothy Parker, ya lo he contado antes, fue en un cine; y la primera noticia que tuve de ella fue a través de una gran pantalla: 

¡Ha llegado la policía! ¡Que todo el mundo mantenga la calma! Nueva York, en los fabulosos años veinte, el lugar más apasionante para vivir.
Y la mujer más deseable con la que estar era la atractiva, la irrefrenable Dorothy Parker.

¿Quién escucha esto y se queda de brazos cruzados?  ¡Nadie! Por eso, yo, como un admirador anónimo, anduve buscándola por alguna que otra librería y biblioteca, sabiendo a ciencia cierta que ella era mujer de bares, de noches largas, de suspiros, y de revistas como Vogue y Vanity Fair, en las que publicó la mayoría de sus poemas y cuentos.

In youth, it was a way I had,
To do my best to please.
And change, with every passing lad
 to suit his theories.

But now I know the things Iknow
And do the things I do,
And if you do not like me so,
To hell my love with you.

(En mi juventud, era el único camino que tenía,
Hacía todo lo posible
Por agradar a mis amores
Y cambiaba con cada uno de ellos
Para ajustarme a sus gustos.

Pero ahora que yo sé las cosas que sé,
Y que hago las cosas que hago,
Si no te gusta como soy,
Vete al infierno mi amor)
(Que seguro que estarás mejor)
Este último verso es mío. No he podido evitarlo. Permítanme esa indiscreción.

Sabía que su matrimonio con el señor Parker no iba a durar mucho, desde luego mucho menos que el tiempo que iba a llevar su apellido; costumbre, déjenme puntualizar, que pienso que debe acabarse, pues no creo que alguien tenga que abandonar su nombre por el simple hecho de casarse.

La señora Parker, de soltera Rothschild, se casó con el señor Parker, exclusivamente para cambiarse su apellido, y lo consiguió. Yo le pregunté por su matrimonio. Me contestó en un relato:

Durante algún tiempo le había gustado estar a solas con ella. El aislamiento voluntario le parecía una dulce novedad, pero con una rapidez inesperada empezó a aburrirle. Fue como si una noche el hecho de estar juntos en la sala de estar caldeada con vapor fuese cuanto él podía desear, pero en la noche siguiente estuviera harto de todo aquello.
Ella estaba totalmente perpleja por lo que le sucedía a su matrimonio. Primero fueron amantes, y entonces – como si al parecer no hubiera transición – eran enemigos. Ella no podía comprenderlo.

La última vez que vi a Dorothy Parker fue en una exposición que celebraba el centenario de Vanity Fair. No era una mujer dada a los recuerdos, y no me reconoció.

Le pregunté por la mesa redonda del Hotel Algonquin, y me dijo que seguían celebrándolas; y que, además, nunca faltaba el whisky; pero que no me hiciera ilusiones por entrar en ella porque solo se franqueaba la entrada a aquellos que demostraban un ingenio fuera de lo común o una especial habilidad para el sarcasmo fulminante, y desde luego, esas no eran mis virtudes.

Decidió no hablar de sus malos momentos, que fueron muchos. Decidió no hablar de sus tentaciones al suicido, que fueron algunas, ni de sus abismos. No necesito que me cuentes nada, le dije, porque sé que el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse a largo plazo acompañar por la felicidad. Esbozó una sonrisa y soltó un sarcasmo: Sí. Hay cuatro cosas sin las cuales habría vivido mejor: algunos amores, las habladurías, las  pecas y las dudas.

He visto con alegría que una editorial Nórdica ha decidido rescatarla para que siga siendo joven. Ella me dijo: Prométeme que nunca envejeceré. Y yo se lo prometí sabiendo que, siempre, siempre, la meta es el olvido.

Volví a ver su fotografía en una de las paredes de la exposición de Vanity Fair
y una sensación de calma de Shabat me inunda
y la paz habita en lo profundo de mi pensativo corazón.
Y doy gracias a cualesquier dioses que nos puedan observar
por vivir aquí mismo en medio de la ciudad.








jueves, 5 de septiembre de 2013

BARTLEBY Y COMPAÑÍA


Los viajes siguen siendo tan bellos como antes
Y un navío seguirá siendo hermoso sólo por ser navío.
Viajar sigue siendo viajar y la distancia está donde siempre estuvo.
¡En parte alguna, a Dios gracias!

Fernando Pessoa


Conocí a Bartleby de la mano de un modesto inspector de aduanas en el puerto de Nueva York.

Ni que decir tiene que la palabra conocer es una exageración tratándose de Bartleby; pero como quien me hablaba de él ya me había llevado por los mares de Sur en un ballenero, me relató su vida con las tribus caníbales de la isla de Nuku Iva y sirvió conmigo en la fragata United States, creí a pie juntillas cuanto me contaba del discreto copista displicente que decidió desertar de la vida por una nueva vía: la vía del No suave, de la negación acogedora: Preferiría no hacerlo.

Nos cogió desprevenidos a todos: Un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada. Era Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición.

Yo había conocido a un tipo parecido de la mano de una amiga, que me envió un libro a Mostar, donde con más o menos fortuna, yo andaba.

– Te mando este libro -, me escribió, -puede que te guste.

Lo abrí. Leí el título: El Ayudante de Robert Walser, Editorial Siruela. Pastas duras. Color granate y morado. Creo que me gustará, me dije.

Walser; ese hombre –en palabras de mi admirado Vila-Matas- que “en Zurich, de vez en cuando, se iba a la Cámara de escritura para desocupados, (el nombre no puede ser más walseriano pero es auténtico), y allí, sentado en un viejo taburete, al atardecer y a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su agraciada caligrafía para trabajar de Bartleby”. Un tipo que quiso salirse del mundo y lo consiguió.

Esta clase de personas siempre da sensación de orfandad, de miseria, de soledad. En eso se amparan para conseguir su pírrica victoria. Pero no se fíen de ellos.

 Cuando Bartleby me abrió la puerta del despacho en que pasaba sus días, sus tardes y sus noches trabajando de escribiente para un abogado que había sido nombrado para el cargo de agregado a la Suprema Corte, pareció no reconocerme; simplemente abrió la puerta, me dio la espalda y volvió a entrar:

- ¡Bartleby! –le grité.

- Lo conozco –dijo sin darse vuelta -, y no tengo nada que decirle.

- Yo no soy el que lo trajo aquí, Bartleby – dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe de ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire ahí está el cielo y aquí el césped.

- Sé dónde estoy -  replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Salí de allí con un sentimiento de culpa, me comía levemente una sensación de melancolía y de tristeza. Preferiría no hacerlo. Arrastrado hacia el abatimiento por este hombre que había decidido salirse por sí solo, ninguna culpa podía tener yo, de la sociedad y nadie ignora que sin sociedad no hay vida. ¿O sí?
No se le conocía familia. Nunca dijo de dónde venía. Nunca salía de la oficina. ¡Su pobreza es grande, pero su soledad, qué terrible!

Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.

Lo ven. Lo ven. Estoy empezando a sentirme demasiado culpable. Es más fácil el enfrentamiento, llegar a los gritos y a las manos, incluso. Pero, cuando te contestan con un suave preferiría no hacerlo, ¿qué hacer?

Es cierto que la violencia define, y para el ser humano es la salida más simple en cuestión de resultados; pero cuando te contestan dócilmente con un preferiría no hacerlo…

Decidí irme y dejarlo sólo. El modesto inspector de aduanas que me lo presentó tenía razón: Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Hice como si no sintiera lástima. Le eché una última mirada. Agarré el libro de mi admirado Vila – Matas, Bartleby y Compañía, y decidí ir al puerto, ya que hacía buen día, a leer historias sobre los escritores del No que como Bartleby, preferirían no hacerlo, y decidieron soltar el lápiz y el papel y dejar que las palabras que les venían a la mente, como mucho, sólo fueran soñadas.  

Tiempo después supe que Bartleby había muerto por inanición porque decidió dejar de comer, ya que prefería no hacerlo; también supe que Robert Walser murió de frío sobre la nieve un invierno huyendo de la reclusión en la que vivía; a Vila-Matas lo vi por última vez durante una conferencia en la que hablaba sobre su biblioteca…