sábado, 9 de noviembre de 2019

MI VIDA CON ANNA AJMÁTOVA, RÉQUIEM Y CASTIGO


Antes de que todo se destruyera pasé muchas horas en El Perro Errante, un local de artistas de todas las clases en San Petersburgo, y allí en una de las mesas laterales vistiendo una falda ajustada, un chal sobre los hombros y un negro collar, acompañada siempre de su belleza fría con la marca de Dios en la frente estaba sentada Anna; no era hermosa, era algo más que hermosa.

Como el verbo nació para el amor..., y para el dolor; su marido Nikolái Gumiliov, poeta y de siempre enamorado de su belleza de tigre, como yo, fue acusado de traición y fusilado. Y ella no se rindió. Su hijo Lev fue enviado a una Siberia de nieve dos veces, la segunda por diez años. Y ella no se rindió. Cuando vivía en casa de los Mandelstan, vinieron a por Ossip, una fría noche, para llevárselo a un campo de concentración del régimen bolchevique. Y ella no se rindió. Y ante mí se abrió el camino, / que tantos habían emprendido ya, / por el que se llevaron a mi hijo, / y era larga esa marcha fúnebre / en medio del solemne y cristalino / silencio / de las tierras siberianas. / Aterrada en el pasmo mortal / de todo lo que se había convertido en polvo / y reconociendo la hora de la venganza, / secos los ojos y bajos, / retorciendo sus manos, Rusia, / delante de mí, marchaba hacia el este. A su gran amor Nikolái Punin, con el que tuvo una intimidad inhumana, consiguió sacarlo, la primera vez, de las garras del patriota Stalin con una carta en la que se arrastraba ante él accediendo al perdón por el camino de la humillación. Pero no se rindió. La segunda vez, Punin fue detenido y como la mitad de los rusos enviado a un campo de concentración; y Anna, declarada representante del pantano literario reaccionario apolítico. Y no se rindió. 

Decidió quedarse con su pueblo para compartir su desgracia, y la compartió desde el primer momento, y escribió una maravilla literaria que se llama Réquiem. Diecisiete meses pasó haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Y ahí nació su poema, en esa cola con un frío atroz con el número 300 y un paquete bajo el brazo, ahí nació su respuesta: Puedo.

Aquello fue cuando las estrellas de la muerte se levantaban, y la inocente Rusia se retorcía de dolores bajo las botas salpicadas de sangre y las ruedas de negros camiones, mientras la llevaban al alba y caminaba yo tras ella como en un entierro. Cuántas veces he leído el Réquiem desde entonces.

No sé si volveré alguna vez a El Perro Errante, allí todos éramos bebedores, todos nos acostábamos / con todos. Juntos, formamos una pandilla / de desesperados. Incluso las flores y los pájaros / pintados en las paredes parecían ansiar las nubes. Eso fue antes de que acabara todo. Maldita juventud en la que pasé tantas noches leyendo, en aquel tejado rodeado de gatos, poemas de sufrimiento y misterio en aquella URSS que en vez de ser de acero, Miguel, era  de terror contra la carne y contra el espíritu, fue cuando dejé de discernir quién era la bestia y quién el hombre; pero lo peor de todo era que yo sabía que Anna y yo éramos como una montaña, y que jamás volveríamos a vernos en este mundo.

Afortunado Brodsky, de quien me declaré seguidor perpetuo y amigo desde mi juventud después de leer Del Dolor y La Razón, que podía tomar Vodka con ella en su pobre dacha de Komarovo. Yo no he vuelto, desde entonces, a El Perro Errante, ni volveré, porque ya no estará allí esa mujer con mirada de tigre y versos eternos.

domingo, 3 de noviembre de 2019

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR, SEPÚLVEDA A LA LUZ DE FUEGO



Volver a casa en vacaciones en Navidades tenía muchas recompensas. Desde luego, las largas conversaciones a la luz de la chimenea, con Steersman y Charo, sobre esa familia infinita llena de aventuras que nos había precedido; o salir buscando la noche con alguna de mis hermanas a beber poesía; o dormir con esos amigos, que después de andar vagabundos, se quedaron a vivir en casa hasta su muerte y que, sin una noticia mía durante tanto tiempo, recordaban con alegría infinita quién era yo sin ningún tipo de reproche; y, también, la lectura de ese libro que alguna de mis hermanas había guardado tantos meses para mí, para esos pocos días, porque sabían del placer que me daría su lectura.

Uno de esos libros, sería el de las Navidades del año 1993, me llevó a la tierra de los indios shuar, en el alto Nangaritza, a un mundo totalmente verde, lleno de vida y dolor, para perseguir a una tigrilla que andaba rasgando piel humana, porque no hay machetes de cuatro hojas que hagan que un cadáver apeste a meados de gato. La Amazonia, me dije, es el mejor lugar para pasar mi Navidad. No conocía a Luis Sepúlveda, pero el ser sudamericano ya es para mí un signo de prestidigitación con la palabra, y tratándose de la selva, no iba a dejarlo pasar. Leí la primera frase: El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista.

Me quedo, decidí. Esta noche me quedo en La Milagrosa, no salgo. Así que me proveí de buena leña, encendí la chimenea y en una de esas alfombras, que llegó de Persia en un barco sueco muchos años antes, me tumbé para leer la historia de ese tal Antonio José Bolivar que rastreaba huellas, calores y humedades como un shuar; que era capaz de vivir en la selva haciéndose pasar por uno de sus habitantes, que tenía la sana costumbre de pasar sus horas leyendo novelas de amor; y que era el único capaz de desentrañar la muerte de un gringo río arriba y perseguir a su asesina hasta la última página si fuera necesario: el gringo hijo de puta mató a los cinco cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Ahora la hembra anda enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre.

Y yo andaba a la caza de una forma de escribir que me resultaba muy familiar, una manera de contar en español que me deslumbró desde la primera línea y que en ese momento me llevaba a leer cuanto se había escrito en el centro y sur de ese nuevo continente, con larga variedad de oraciones subordinadas, metáforas encadenadas, epítetos  sonoros y un vocabulario común: Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.

Fue una buena noche de caza, en la que leí tres veces seguidas, alimentando con paciencia la chimenea de La Milagrosa, la historia de ese viejo que vivía en las selvas de Ecuador; y decidí que también yo leería novelas de amor, como ese cazador de la jungla amazónica que esperaba una vez al mes que atracara el Sucre con el dentista a bordo para que lo proveyera de esas novelas donde los protagonistas se besaban de esa manera tan impetuosa y que él desconocía; que no todo iba a ser pasar mis días en La Jara, rodeado de camaleones, topos, lagartos, mirlos, gorriones, verdones, jamases, serpientes, perros y gatos: Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.