Antes de que todo se destruyera pasé muchas horas en El Perro Errante, un local de artistas de todas las clases en San Petersburgo, y allí en una de las mesas laterales vistiendo una falda ajustada, un chal sobre los hombros y un negro collar, acompañada siempre de su belleza fría con la marca de Dios en la frente estaba sentada Anna; no era hermosa, era algo más que hermosa.
Como el verbo nació para el amor..., y para el dolor; su marido Nikolái Gumiliov, poeta y de siempre enamorado de su belleza de tigre, como yo, fue acusado de traición y fusilado. Y ella no se rindió. Su hijo Lev fue enviado a una Siberia de nieve dos veces, la segunda por diez años. Y ella no se rindió. Cuando vivía en casa de los Mandelstan, vinieron a por Ossip, una fría noche, para llevárselo a un campo de concentración del régimen bolchevique. Y ella no se rindió. Y ante mí se abrió el camino, / que tantos habían emprendido ya, / por el que se llevaron a mi hijo, / y era larga esa marcha fúnebre / en medio del solemne y cristalino / silencio / de las tierras siberianas. / Aterrada en el pasmo mortal / de todo lo que se había convertido en polvo / y reconociendo la hora de la venganza, / secos los ojos y bajos, / retorciendo sus manos, Rusia, / delante de mí, marchaba hacia el este. A su gran amor Nikolái Punin, con el que tuvo una intimidad inhumana, consiguió sacarlo, la primera vez, de las garras del patriota Stalin con una carta en la que se arrastraba ante él accediendo al perdón por el camino de la humillación. Pero no se rindió. La segunda vez, Punin fue detenido y como la mitad de los rusos enviado a un campo de concentración; y Anna, declarada representante del pantano literario reaccionario apolítico. Y no se rindió.
Decidió quedarse con su pueblo para compartir su desgracia, y la compartió desde el primer momento, y escribió una maravilla literaria que se llama Réquiem. Diecisiete meses pasó haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Y ahí nació su poema, en esa cola con un frío atroz con el número 300 y un paquete bajo el brazo, ahí nació su respuesta: Puedo.
Aquello fue cuando las estrellas de la muerte se levantaban, y la inocente Rusia se retorcía de dolores bajo las botas salpicadas de sangre y las ruedas de negros camiones, mientras la llevaban al alba y caminaba yo tras ella como en un entierro. Cuántas veces he leído el Réquiem desde entonces.
No sé si volveré alguna vez a El Perro Errante, allí todos éramos bebedores, todos nos acostábamos / con todos. Juntos, formamos una pandilla / de desesperados. Incluso las flores y los pájaros / pintados en las paredes parecían ansiar las nubes. Eso fue antes de que acabara todo. Maldita juventud en la que pasé tantas noches leyendo, en aquel tejado rodeado de gatos, poemas de sufrimiento y misterio en aquella URSS que en vez de ser de acero, Miguel, era de terror contra la carne y contra el espíritu, fue cuando dejé de discernir quién era la bestia y quién el hombre; pero lo peor de todo era que yo sabía que Anna y yo éramos como una montaña, y que jamás volveríamos a vernos en este mundo.
Afortunado Brodsky, de quien me declaré seguidor perpetuo y amigo desde mi juventud después de leer Del Dolor y La Razón, que podía tomar Vodka con ella en su pobre dacha de Komarovo. Yo no he vuelto, desde entonces, a El Perro Errante, ni volveré, porque ya no estará allí esa mujer con mirada de tigre y versos eternos.
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