domingo, 27 de noviembre de 2016

SHAKESPEARE ENTRE SONETOS, CONSTRUYENDO EL CORAZÓN DEL HOMBRE

Una de las cosas que más siento en mi lucha con el idioma inglés es no haber podido acercarme de verdad nunca a Shakespeare, y que el conocimiento de su obra me llegara a través de un diccionario y de una decena de versiones homéricas que tengo en mi estantería, ninguna de ellas fieles al original o, tal vez, todas. En eso envidio a Borges, que aprendió a hablar inglés antes que español; aunque también lamentó mi misma ansiedad en su relación con el griego, el ruso, el danés e incluso el alemán.

Del más castigado de los sonetos de Shakespeare, el soneto 66, existen múltiples traducciones por voces apócrifas: Boris Pasternak lo tradujo al ruso y las instituciones soviéticas lo hicieron suyo como símbolo de la opresión capitalista. También ofreció su versión opuesta cuando fue utilizado en la Europa que se desembarazaba del yugo comunista, e incluso Vicente Amezaga lo tradujo al vasco en 1954. Fue traducido al danés que leyó Ibsen, al alemán que forjó Kafka y al polaco enarbolado contra las voces infames. De todo eso era capaz un simple soneto; catorce versos: tres cuartetos y un pareado final. 

He arramplado con una traducción de Mariano de Vedia Mitre, a quien conocí de boca del profesor Ángel-Luis Pujante, y me he dado cuenta de que hace quinientos años el negro corazón del hombre era igual de infame que en estos días que vivimos, pues;

Harto de todo imploro en paz mi muerte,
el mérito a ser pobre destinado,
y ostentosa la nada más inerte
y el limpio juramento quebrantado
y el honor arbitrario conferido,
la pura virtud prostituida
y lo correcto vilmente escarnecido
y la fuerza por mancos impedida
y el arte amordazado por quien manda
y la memez maestro del talento
y la lealtad llamada ingenua y blanda
y el justo bien sujeto al mal violento.

Harto de todo, el mundo yo dejara
si muriendo a mi amor no abandonara.

Espejo de su sociedad y de la nuestra, este soneto envuelve el alma humana y lo construye con los mimbres de sus muchos vicios. ¿Acaso no está ahora el mérito andando en la pobreza y la mediocridad campando en la riqueza?; y la palabra escarnecida; y el honor y la virtud vapuleados; y huérfana la fuerza; y el arte amordazado por el poder o por el mercado; y la justicia bien sujeta al mal violento. Cierto, según Harold Bloom, Shakespeare es la esencia de la construcción de lo humano.

Yo también lo creo, pero mi problema es que nunca he leído a Shakespeare abrazando cada palabra, cada espacio, cada signo, como si hubiera nacido ya sabiéndolo. De los sonetos de Shakespeare tengo más de diez versiones en las estanterías de la buhardilla, mientras que de El Quijote sólo tengo una y no tiene más inicio que: En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...

Agarro otra traducción del soneto 66 y me desanimo cuando leo:

Ya harto. el descanso de la muerte
Pediría, viendo al mérito mendigo,
Y lo nulo e indigno engalanado,
Y la pura confianza defraudada,
Y la honra adjudicada erróneamente,
Y la casta virtud prostituida,
Y lo digno y perfecto envilecido,
Y la fuerza vejada por deformes,
Y el arte injustamente amordazado,
Y al necio doctoral juez del talento,
Y la simple verdad vuelta simpleza,
Y el bien del prepotente mal cautivo.
Ya harto de pesares, partiría,
Mas si muero a mi amor dejaré sólo. 

Se parecen las dos; pero son dos versiones diferentes de un mismo poema de Shakespeare, dos versiones que llamamos traducciones, en las que es imposible discernir la verdad de la poesía de la verdad del poeta.

Es una pena que no naciéramos sabiendo todos los idiomas del mundo, así sería más fácil llegar a la creación de un texto definitivo, que ahora no corresponde sino a la religión o al cansancio.
  

domingo, 20 de noviembre de 2016

CON LORENZO SILVA, DONDE LOS ESCORPIONES

A Lorenzo Silva lo conocí en el Cuartel General, en un laberinto de pasillos, salas y oficinas donde a veces se echa de menos el hilo de Ariadna para, en el caso de dar con el minotauro, poder luego encontrar con menos dificultad el camino de vuelta.

Cuando la mañana tocaba a su fin, en la que no paró de hablar de Diwaniya y de la batalla de Nayaf, cuando la base española Al-Andalus fue atacada por el ejército de Al-Madhi, me preguntó si podía acompañarlo a la puerta. Como yo sé que los escritores guardan la mejor sabia en los detalles pensé que ese pequeño camino, dilatado en el tiempo con más pericia que un taxista de El Cairo, sería suficiente para hablar con un escritor a quien yo había seguido desde sus inicios, porque me habitué a regalar, en el intercambio familiar de presentes navideños las aventuras de los dos guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, al guardia civil de mi familia, que por aquel entonces andaba destinado en la Comandancia de Bilbao.

Me habló de Literatura, de su pasado como abogado, de la Playa de Ákaba, nombre motivado por su relación con Lawrence de Arabia, del daño que andaba haciendo la piratería a los creadores, de las bibliotecas y de libros, sobre todo, de libros; y reconocí al oírlo que, como decía Stendhal, la verdad está en los detalles.

Como el taxista de El Cairo cometió el error de pasearlo dos veces por el mismo despacho del Mando de Apoyo Logístico, y cayendo en la cuenta de que todo escritor es un buen lector, un buen observador y, lo más importante, un buen escuchador, decidí enfilar rápido el camino de salida; pues no quería abusar de la confianza que me brindaba el escritor el primer día que nos veíamos. Al despedirnos, me pidió mi dirección y me emplazó para vernos otro día más pausadamente.

Unos días más tarde y unos cuantos correos electrónicos intercambiados, recibí en casa un libro que me hizo recordar los corimecs de viejas misiones, las largas horas por caminos y carreteras sin asfaltar, las interminables conversaciones sobre su vida o la mía con un intérprete que cada día era mi voz y algunas veces mi alma, o las llamadas a casa a través de satélite donde se oía la voz del retorno más que tu propia voz. Al abrir el buzón encontré un sobre y dentro un libro: Donde los escorpiones. Ya tenía yo ganas de ir a Afganistán, me dije, y éste es el mejor de los momentos, viajaré hasta allí cruzando las montañas del Hindu Kush, por pistas mortales que discurren pegadas a barrancos  y por encima de los 4.000 metros de altitud, hasta llegar al Panshir. Con Lorenzo Silva iba a viajar a uno de esos sitios donde uno recupera la figura del sofista Trasímaco, y en particular una famosa frase que le atribuye Platón: “Lo justo no es otra cosa que lo útil para el fuerte”.

Así que desde la página inicial, y siguiendo la costumbre de que la primera piedra de toda novela de Bevilacqua y Chamorro la ponga el Lapidario de Alfonso X, en ésta la ceminez, que quiere decir en caldeo llorador porque el que la trae consigo á sabor de llorar e de estar triste, me voy a viajar a Herat a la Base de Apoyo Avanzado, que antes era un arenal inhóspito donde sólo vivían los escorpiones.

Para el que quiera saber cómo es una misión del ejército español, éste es el libro; qué hacen los militares españoles; dónde viven, trabajan y duermen, qué es un punto de situación, sus relaciones con contingentes de otros países, esa difícil comunicación con los familiares que quedan en casa con problemas igual o más grandes que los de los militares, qué hacen en su tiempo libre, por qué dedican tanto tiempo a entrenar en una base bien cerrada en la que las salidas necesitan de excepcionales medidas de seguridad y con un exceso de calorías en la alimentación:
¿La maldición de la base? –dijo Chamorro– ¿Cuál es?
–Según dicen– explicó el capitán–, de aquí sólo se sale de dos maneras. O hecho un toro, o hecho una vaca. Hay que elegir.
–¿Y cuánto puede correr uno con este calor sin caerse muerto al suelo? –pregunté.

Está claro, como sabe Bevilacqua, que la verdad está en los detalles; y así lo demuestra Lorenzo Silva, que ha visitado la lavandería de la base de Herat, los comedores, los corimecs que quedan vacíos y sólo se utilizan en los relevos cuando dos contingentes coinciden en el mismo lugar y en el mismo tiempo, ha andado de noche paseando junto a los soldados y observando que la luna, cuando es afgantsy tiene otro color y se ve de diferente manera.

También cuando se acompaña a los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro en su investigación por la muerte del sargento Pascual en Afganistán, se agradecen, y mucho, las pinceladas de la historia de Afganistán que navegan por las páginas junto a la realidad social de la mujer en aquella tierra que vira hacia la oscuridad con los vaivenes políticos, con detalles, otra vez los detalles, que desconocíamos: El programa del gobierno comunista prosoviético incluía por primera vez el derecho a la educación, efectivo y universal, y no sólo en las grandes ciudades, para las mujeres afganas, a las que se les dijo que “eran dueñas de sus cuerpos, podían casarse con quien quisieran y no tenían que vivir encerradas en las casas como si fueran mascotas”. La reacción a esa política fue que en un pueblo cercano a Herat los paisanos, inflamados por la decisión del jefe comunista local de enviar a la fuerza a las niñas a la escuela se alzaron en armas, mataron a los comunistas y de paso a las propias niñas, y marcharon en armas sobre la ciudad. Otro tanto hicieron los habitantes de muchas localidades de los alrededores de Herat, formando una masa enfurecida que avanzó por las avenidas flanqueadas de pinos que conducen al centro, pasó junto a la ciudadela de Alejandro Magno y arrasó con todo.

Mientras nos llenamos de detalles los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, van a lo suyo: tienen un corimec vacío que sólo se utiliza para encuentros esporádicos, un cuchillo amapolero, que lo venden los comerciantes de la zona que tienen permiso para entrar a hacer sus negocios en la base y montan un mercadillo para que los militares no tengan que salir; también tienen soldados del contingente español, italiano y norteamericano, contratistas y buscavidas occidentales y luego personal afgano que trabaja en la base que si no lo alistaron los comunistas o los rusos, lo enrolaron los talibanes, y si no, los de la Alianza del Norte, o todos, uno detrás de otro.


Ha habido un crimen y los agentes, con un recorrido personal, espiritual y material, buscan al culpable, sabiendo que todos somos culpables, porque todos existimos, y actuamos sin saber, y siempre nos acabamos llevando por delante a algo o a alguien. Mi duda es otra, hasta dónde pasó lo que pasó y porqué. Para saber eso hay que viajar a Herat, allí, Donde los escorpiones. Incluso los que ya han estado allí y compraron un lohar deben hacerlo.







Las fotos de Afganistán son de Ángel Manrique, amigo y compañero de trabajo; y con quien, a nuestros años, todavía tengo que recorrer algún que otro camino.




domingo, 6 de noviembre de 2016

EL MATADERO, ENTRE EL MAL Y EL HORROR, ESTEBAN ECHEVERRÍA

Es bien sabido que la violencia define, y este axioma ha sido llevado a la práctica en cualquier tipo de conflicto desde el principio de los tiempos; pero es en las guerras civiles cuando el manejo del terror y la muerte hace engrosar la maquinaria bélica con buena carne dispuesta para la trituradora.

Con el miedo se logra el exilio y la huida de algunos; otros, con una falsa bandera, vestidos de indios, matan a las familias de aquellos que quieren que luchen contra los indios a su favor sin que estos jamás adviertan el cruel engaño; otros se adhieren, matando en nombre de la libertad y la igualdad, nobles ideales, a causas que terminan en una oscura cárcel construida con el pico de un piolet; y la mayoría, con la violencia y el miedo a lo propio o a lo ajeno, son embarcados, más forzosos que voluntariamente, al fragor de la batalla.

He visto con mis ojos alguna guerra civil en la que la seña de identidad más clarificadora para la distinción del enemigo era el tamaño de su cabeza, pues no encontraban entre sus vecinos una pista identitaria menos brumosa.

Los escritores argentinos a los que siempre vuelvo cada año con metódica fiereza me hicieron odiar a todo lo que sonaba al dictador Juan Manuel de Rosas, príncipe del gauchaje y la barbarie; y me han convertido en un unitario desaforado. En la guerras civiles entre federales y unitarios en Argentina, la violencia definía, empezando por la vestimenta y el afeitado; patillas y barbas tusadas a la federala, barba unitaria recortada en forma de U y sin bigote, divisa punzó en una cinta roja, o colores azul y verde.

- ¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisas en el fraque ni luto en el sombrero.
- Perro unitario.
- Es un cajetilla.
- Monta en silla como los gringos.
- ¡La tijera!
- Es preciso sobarlo.

- ¿Por qué no traes divisas?
- Porque no quiero.
- ¿No sabes que lo manda el Restaurador?
- La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
- A los libres se les hace llevar a la fuerza.
- Sí, a la fuerza y a la violencia bestial. Esas son vuestras armas infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuerte como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas.

El unitario, a caballo, en un error fatal, sin darse cuenta, ha llegado a El Matadero. Lo han identificado, nada más verlo, todos los que allí habitan: el juez del matadero, imagínenselo, los gauchos que manejan a los toros, los carniceros que trinchan las cabezas de ganado, los que arramplan como pueden los despojos que quedan en el barro disputándoselo a los perros, negras rebusconas de achuras, tullidos, niños solitarios, que buscan unas migajas de sebo o entrañas que el barro había escondido para saciar el hambre:

- Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía - gritaba uno.
- ¡Qué le hago yo, no sea malo!, yo no quiero sino la panza y las tripas.

Ese es el futuro que le queda al unitario, jaleada su tortura por todos; por el juez, por los carniceros, por el gauchaje, por los pobres hambrientos, por los tullidos; ningún elemento social escapa a la atrayente imagen del horror y del dolor ajeno; y si es por conseguir un trozo de carne, menos todavía. Será despellejado, mientras todos aplauden, abierto en canal, encima de la mesa del juez, sus fuerzas se habían agotado, inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó  borbolloneando de la boca y las narices del joven unitario, y extendiéndose empezó a caer a chorros por ambos lados de la mesa. -Tenía un río de sangre en las venas- dijo uno. -Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él- exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre -es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

Esa patria común que es el castellano me ha enconado con acento criollo contra la federación rosina, cuyos apóstoles eran los carniceros degolladores que propagaban a verga y puñal la federación y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas, sabiendo como sé que la violencia define y la línea que separa una violencia de otra es tan delgada que es muy difícil no tomar partido por una de ellas, porque un río de sangre, miedo o venganza te va a arrastrar hacia uno de los lados.

- No, a mí no, conmigo no lo hará; la violencia define, pero de alguna forma podremos elegir- le dije.
- Ya me contarás cuando vengan a por ti, y te digan que pelees con ellos porque tu mujer y tus hijos están en sus manos; o que pelees contra ellos porque mataron a tu mujer y a tus hijos. Terminarás, también, matando a la gente que tengan la cabeza más grande que tú.
- Y si no es la cabeza, los que no lleven la barba larga, o la divisa punzó en su fraque- terminé diciéndole yo.

El hombre, que se paró junto a nuestro vehículo y me pidió tabaco, en un fluido inglés, metió la cajetilla de Ducados en una bolsa de plástico en la que sonaban botellas, seguramente llenas de rakia para pasar el frío de la noche o para olvidar, se echó al hombro el Kaláshnikov, cruzó el bulevard de Móstar y se dirigió por detrás del hotel Ero a las trincheras, a matar a gente que antes eran sus vecinos y ahora, supuestamente, tenían la cabeza de mayor tamaño que la suya.

He vuelto a El Matadero con Esteban Echeverría, me dije aquella noche de convoy en Móstar.