sábado, 21 de febrero de 2015

¿QUÉ TENGO YO QUE MI AMISTAD PROCURAS, LOPE DE VEGA?



¿Con qué lengua os diré mi sentimiento,
ya que tengo de hablaros osadía?

Anduve por las calles de Madrid buscando al hombre que confundió existencia y poesía como nadie; porque los límites entre la vida y la literatura son más borrosos de lo que pretenden enseñarnos los artistas; escudo en los que muchos se protegen para ocultar su presencia incómoda en la sociedad o invocar a la palabra de los dioses en sus labios, en un exceso de arrogancia.

Pero hay escritores que no pueden soportar que su vida y su obra no se mezclen, y además presumen de ello. ¡Fuera las máscaras! ¡Yo soy estos versos! ¡Ésta es mi vida!

¿Por qué os quejáis del alma que le cuenta?
¿Qué no escriba decís o que no viva?
Haced vos con mi amor que yo no sienta,
que yo haré con mi pluma que no escriba.

Yo anduve por las calles de Madrid buscando a ese hombre y no paré hasta encontrarlo; aunque he de decir que encontrar a este tipo de gente no es tarea difícil porque sólo hay que preguntar por él en cualquier lado y raudo te dicen dónde nació, vivió, padeció y fue sepultado.

Es lógico porque normalmente todas las calles por donde anduvo llevan su nombre; otra desvergüenza de los desagradecidos seres humanos que a los grandes, los soportamos poco en vida, igual porque no se lo merecieron, y, sin embargo, los glorificamos hasta la saciedad en la muerte, que se dejan manejar más a nuestro antojo.

Aunque yo lo único que quería era hablar un poco con él. Siempre me han atraído esos tipos precoces que, como Lope, con cinco años leen en romance y latín, con diez años hablan con soltura de gramática y retórica y con once años escriben una comedia de a cuatro actos y de a cuatro pliegos, porque cada acto un pliego contenía; se hacen bachilleres en Alcalá; y encima abandonan sus estudios porque cegóme una mujer, aficionéme, perdónesele Dios, ya soy casado: quien tiene tanto mal ninguno teme.

“Sí”, me dijo don Félix, “dejé mis estudios porque dime a las letras humanas, y con ellas quiso el poeta Amor quedarse”. Y continuó hablando: “Ingrata mujer esa Marfisa, o esa Zaida o esa Elena Osorio, que ante mi pobreza decidió arrimarse a otro mayoral extraño que agarró mi manso por el talle y me la arrebató:

¿Cómo permites, cruel,
después de tantos favores,
que de prendas de mi alma
ajena mano se adorne?

Me encontré con él cuando salía camino del exilio. Le eché en cara que los poetas lleven tan mal los desamores, y que si Elena Osorio había decidido abandonarlo e irse con otro hombre de muchos posibles, ese tal Francisco Perrenot Granvela, estaba en su derecho. Sacar ese libelo contra ella y su padre, no era de recibo y como toda la sociedad de Madrid sabía lo vuestro fue lógica su denuncia y lógico vuestro exilio don Félix Lope de Vega y Carpio.

Una dama se vende a quien la quiera.
En almoneda está. ¿Quieren compralla?
Su padre es quien la vende, que aunque calla,
Su madre la sirvió de pregonera.

Le conté que yo sabía de su futuro, pero que no era bueno que él lo supiera, que literatura y amores le vendrían sobrados, y que no sabría decirle si eso era motivo de preocupación o de dicha.
No quise hablarle de Belisa, ni de Amarilis, ni de Filis, ni del amor sacro, ni de que yo continuaría persiguiendo su vida en todas las huellas literarias que irá dejando porque él se encargará de publicarlo.

Quedé con él para su siguiente tormenta de amor, me saludó con su sombrero y marchó exiliado a Valencia. Desde el coche, asomando la cabeza por la ventanilla me preguntó:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? 




                             










domingo, 15 de febrero de 2015

LA CONJURA DE ALEJANDRÍA




                           

Hubo un día en que soñé que yo era uno de aquellos que portaban las antorchas que quemaron la Gran Biblioteca de Alejandría. y cuando desperté no me arrepentía de ello. Al contrario, pensé que sería recompensado.
Aquel día de noviembre del año 48 antes de Cristo, según el calendario cristiano, fueron quemados veinte tratados de Herón de Alejandría en el que se desarrollaban sofisticadas cajas de engranajes y una máquina de vapor que transmitía una fuerza enorme proveniente de la presión de los líquidos convertidos en aire. Heratos  el sabio que la Historia olvidó, temía, y así lo defendió siempre, que la construcción de esos aparatos para cada una de las personas del mundo haría el aire irrespirable y toda esa presión en la atmósfera podría hacer reventar el planeta que el hombre habita.

También, perteneciente a Herón de Alejandría, fue pasto de las llamas su obra Autómatas en la que describía máquinas que podían sustituir a las actividades humanas y que nuestra Conjura intuía suplantadoras no sólo del cuerpo; sino, en un lejano futuro, también del espíritu del Hombre.

El fuego devoró los tratados de Herófilo, quien explicaba que ciertamente la inteligencia vivía en el cerebro y no en el corazón. Destruyó los rollos en donde Apolonio de Pérgamo demostró las formas de las secciones cónicas; y acabó, para siempre, con la mayor parte de las obras de Sófocles, Esquilo y Eurípides que dieron forma con la palabra y el verso al alma del hombre.

Eratóstenes, que calculó el diámetro de la tierra y sostuvo que se podía llegar a la India navegando rumbo a Occidente también pagó su tributo. Muchas de las obras de Arquímides, Euclides, Hiparco y Galeno tampoco se salvaron del fuego, aunque luego hayan pasado a la Historia por descubrimientos menores.
Otros autores que fueron enormes en sus creaciones, hallazgos y estudios, y que hubieran podido hacer palidecer al mismísimo Homero, desaparecieron para siempre. Nada importa ya saber sus nombres y yo no los mencionaré aquí. Desde siempre la Historia ha escrito y ha borrado nombres a su antojo en función de aparentes victorias o derrotas. Lo que sí quiero expresar en este legado es que sin aquella Conjura que nació en Alejandría por boca de Heratos de Tracia, y que quemó sin remordimiento alguno la Gran Biblioteca, el mundo hubiera marchado con la velocidad destructiva que va ahora, posiblemente, veinte siglos antes.
Ya saben porqué soñé que yo era uno de los que quemaba la biblioteca de Alejandría y no me asaltó, cuando desperté, ningún rastro de arrepentimiento.

De los casi setecientos mil manuscritos que contenía la Biblioteca, se perdieron doscientos mil y más de cien mil resultaron muy dañados, según el catálogo realizado durante los días siguientes a la victoria de César por el Bibliotecario Real, que, siendo inocente, sin piedad, fue destituido, hecho prisionero y condenado a esclavitud. Posiblemente, no merecía otra cosa.






domingo, 8 de febrero de 2015

LEJOS DE ÁFRICA CON ISAK DINESEN


 

“Desde los bosques y las tierras altas,
venimos, venimos.”

Hay novelas cuyas primeras palabras son grabadas en la memoria a fuego y nos resultaría inconcebible otro principio. No sé si eso es mérito del autor, que entre las infinitas combinaciones posibles eligió esa, o de inspiraciones, circunstancias, contextos y situaciones posteriores.

Durante mi primer viaje a África, mientras embarcaba en el avión que habría de llevarme a ese continente, tan mágico como mal comprendido a los largo de los siglos, recité casi sin querer el comienzo de la obra de Isak Dinesen, Lejos de África, que yo había leído unos años antes, por obra caritativa de un amigo malagueño, al cual se lo regaló su novia.

Como estoy llegando a la conclusión de que las primeras palabras de una obra literaria son el primer hálito que echan los dioses a los artistas desde los tiempos de Homero, si El Quijote tiene un inicio y nadie puede concebir otro más que En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no puedo acordarme, la novela de la baronesa Blixen tampoco puede tener otro que el que tiene:

Yo tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong.

Lo primero que te llena de África, en tu subconsciente, antes de conocerla, es la geografía que ya traes adquirida víctima de los libros, películas, fotografía, pinturas y cualquier otra forma de arte casi siempre manipulada por la conciencia del hombre blanco:

La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único y el mundo era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente.
Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.

En ese libro de la baronesa Blixen, en el que relata sus memorias de África leí, hace casi treinta años, una definición de felicidad que nunca he olvidado:

En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: estoy donde debo estar.

Por eso, yo siempre que quiero saber si soy lo suficientemente feliz, me hago esa pregunta: ¿estoy dónde debo estar?
Ni que decir tiene que yo, como todos, no siempre he contestado afirmativamente a esa pregunta y que, como todos, he hecho lo posible para que allí donde estuviera me saliera del alma las palabras de Isak Dinesen cuando habla de Nairobi: el mundo no existiría sin las calles de Nairobi.

Es cierto, el mundo no existiría sin las calles de Mostar o Sarajevo; el mundo no existiría sin las calles de Lisboa o Pristina, ni sin las calles de Viena o Praga, Madrid o Berlín; el mundo no existiría sin las calles de La Habana, Cancún, Santo Domingo, París o Londres. El mundo no existiría sin las calles de Kleyaa, Marjayoun, Saida, Roma o Tyro; el mundo no existiría sin las calles de Chengdú, Pekín, Koulikoro o Bamako. El mundo no existiría sin las calles de…; porque en todos esos lugares uno siempre piensa: estoy donde debo estar.

La baronesa Blixen nos lleva a África, y aunque no se quita jamás su traje de noble colonialista blanca, rodeada de sirvientes kikuyus o somalíes, sí es cierto que fue capaz de ver y de vivir con ojos observadores; a diferencia de los otros ojos únicamente explotadores que recorrieron los ríos, montes, sabana o selva africanas durante el siglo XIX y gran parte del XX:

Hasta entonces los nativos eran dueños de la tierra sin que nadie se la disputara y jamás habían oído hablar de los blancos y de sus leyes. Dentro de la inseguridad general de su existencia, la tierra seguía siendo algo constante. Algunos de ellos fueron llevados por los tratantes de esclavos y vendidos en el mercado, pero otros permanecieron siempre. Los que fueron conducidos al exilio y a la esclavitud, por todo el mundo oriental, soñaban con las tierras altas porque eran suyas.

La baronesa me pareció siempre una mujer valiente y me alegró mucho de que su pasado y mi presente se encontraran en una fría ciudad castellana, muy Lejos de África, en la que viví durante dos años. En un lugar donde uno todavía podía escuchar griego antiguo, en boca de un loro o de un marinero que medio borracho había aprendido de niño unos bellísimos hexámetros sobre la guerra en Ilión. Y me alegró mucho que en África encontrara el amor de Denys Finch-Hatton, que le trajo su música, su pasión por los cielos y los cuentos, la caza; que encontrara el amor de un hombre que se acercó a ella con la única condición que debe acercarse una persona otra:

Denys era feliz en la granja; venía sólo cuando quería venir, y ella percibía en él una cualidad que el resto del mundo no conocía: humildad. Siempre hizo lo que quiso, nunca hubo engaño en su boca.

Porque ellos estaban donde debían estar. Y como debían estar:
- Con los ojos lo suficientemente abiertos como para darse cuenta de que ningún animal doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal salvaje. La gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse quieta.
- Con la certeza de que los sueños viven y ocurren sin ninguna interferencia por parte del soñador, y que además están completamente fuera de su control. Soñar de otra manera no es soñar.

Y aunque, después de un cierto tiempo, la baronesa, aprendió a comportarse como los nativos y dejó de hablar de los tiempos difíciles o a quejarse como una persona desdichada, nunca se quitó su traje de mujer noble y blanca. Posiblemente porque en el siglo pasado y antepasado, esos trajes iban tatuados en la piel y en el corazón. Eran otros tiempos, quiero creer.

Y es que la verdadera gloria del sueño reside en su atmósfera de ilimitada libertad. No la libertad del dictador que impone al mundo su voluntad, sino la libertad del artista, que no emplea su voluntad porque se ha librado de ella.