domingo, 16 de junio de 2019

MOBY DICK, EL LARGO LIBRO DE LAS DIGRESIONES O LA LOCURA DE MELVILLE

¡Este es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo! Digan que en adelante, nos dirijan las correspondencias al Océano Pacífico y, de hoy en tres años, si no estoy de vuelta que la dirijan a...

Mi padre era marino mercante como Conrad y Twain, y todas las cartas que recibíamos en casa eran telegramas azules: "Feliz cumpleaños. Besos. ¿Ya anda Lola?. Estambul". "Llego a puerto Algeciras próximo 6 junio. Besos. El Cairo". Algunos todavía están guardados en los viejos álbumes de amarillas fotografías. Pero lo que yo de verdad quería era mandarle una larga carta con el primer carguero que desembocara la barra, simplemente diciéndole al marinero que estaba de guardia en la escala: "Esta larga carta va dirigida al tercer oficial del Gothia, los próximos seis meses estará por el Mar de China, si son más de seis meses rolará por el Índico". Y con seguridad, de barco en barco, de ola en ola, esa carta, sobrada de letras, no como esos tacaños telegramas azules, llegaría hasta el Gothia que en ese momento andaría fondeado cerca de la Bahía de Hangzhou.

No por otro motivo embarqué en el Pequod, de manos de S.M., año 1986. Yo creí, equivocadamente,  que esa era la novela original escrita por Melville, mientras laboreaba cabos por las roldanas de los motones; pero esa no era más que una edición juvenil ilustrada con solo 263 páginas, amena y de fácil lectura. Nada que ver con ese cachalote blanco lleno de percebes en su lomo que rebufa espuma en el horizonte, refrescando el viento y moviendo a su antojo el reloj de bitácora de la nave, totalmente desnortado por la fuerza magnética de esa moneda clavada al mástil. Lo que los arponeros no saben, Queequeg tampoco, es que quien clave el último arpón se irá al fondo con la ballena.

De mi error me sacó el gran José María Valverde, cuya Historia de la Literatura robé de las estanterías de casa de mis padres y viaja conmigo desde que salí de allí con una maleta atada con correas de cuero y sumamente incómoda para el transporte. De pronto me tropecé con la edición inabarcable de Valverde casi 900 páginas llenas de citas que abruman; regresiones, que hacen perder la línea temporal y digresiones que desvarían el espacio y la mar. Aprendí a nombrar a la ballena en diez idiomas diferentes, a identificar todos los libros en los que por acción, por error o por omisión aparecía la palabra ballena; y a darme cuenta de que si Dios creó a la ballena para que se comiera a Jonás, Melville escribió Moby Dick para que yo me perdiera en ella soportando cabezadas, balances y golpes de mar para acabar engullido en el fondo marino de la gran literatura.


Escuché en las islas Henderson la historia del Essex y su capitán George Pollard y, en la isla Mocha, la historia chilena de un cachalote que había hundido varios barcos y también se le hizo responsable del hundimiento del Essex. Tardaron mucho en darle caza y hundió al menos seis balleneros. Para mí un héroe. ¡Botad los botes! ¡Botad los barcos! ¿Me habéis oído?

Yo, si había que bajar en bote a luchar contra los cachalotes de sangre inmortal, prefería viajar en el equipo de Starbuck. El primer oficial del Pequod se llamaba Starbuck y era la persona de más sentido común y más razonable de todo el océano, con él a cualquier lado; con Ajab, solo al infierno. "Señor Starbuck, vaya a convocar la tripulación de los botes". "Permítame que le ayude hasta la amurada primero, capitán -dijo Starbuck". "¡Oh! ¡Cómo me molesta esta astilla ahora! ¡Maldita suerte! ¡Que el capitán de alma invencible tenga tan cobarde compañero...!" "¿Cómo?" "Hablo de mi cuerpo, no de usted -dijo Ajab- Deme algo que me sirva de bastón. Esa lanza me servirá."  

Señor Starbuck, es por ese motivo que decidí llevar siempre conmigo en la mochila el enorme volumen, traducido por José María Valverde a esas cafeterías del señor Starbuck. A uno, que vive de señales, signos e indicios, le pareció bien viajar en el Pequod junto al primer oficial Starbuck. Oliendo aromático café. Eché de menos que en la taza apareciera la figura del mascarón de proa del Pequod, que es la cabeza y los hombros de indio nativo norteamericano que para eso, siempre atraca de vuelta en Nantucket; y no esa especie de sirena coronada que al señor Starbuck nada le dice.

Luego, todo se hundió, y el enorme sudario del mar siguió fluyendo como había fluido cinco mil años. Y eso ocurrirá hasta que yo vuelva a llevar siempre conmigo en la mochila el enorme volumen de Moby Dick a esas cafeterías del señor Starbuck.


domingo, 9 de junio de 2019

LOS VIAJES DE GULLIVER, CON JONATHAN SWIFT JUSTO ANTES DE EMBARCAR


Nadie, que me conozca, ignora que no hay tiempo de elecciones que no me decida a embarcar en el Adventure, para volver a refutar ese antiguo adagio de que no existe nada hoy tan extravagante e irracional que no se encuentren gentes dispuestas a defenderlo. Es una vieja recomendación que me hizo una vez un hombre que mandó al infierno los tiempos que le tocaron vivir y decidió dedicarse a cuidar un jardín como soñó Voltaire.

Para ir al grano, en tiempos de elecciones, pongo siempre la proa del Adventure rumbo a Laputa (que hay nombres en una lengua que son disonantes palabras en otras), a Balnibarbi, a Glubbdubdrib, Luggnagg; y, pasando por el Japón, al país de los Houyhnhnms. Pues, desde no hace mucho, suelo dejar atrás la tentación de la caída a babor y evito atracar en el país de la gente diminuta que siempre anda en continuas guerras por banales asuntos, como la manera de romper un huevo. Los conservadores que no les gustan grandes mudanzas y mantienen firmes las tradiciones lo siguen rompiendo como viene sucediendo desde siempre por la parte ancha; y los progresistas que aspiran a revoluciones y veloces cambios quieren imponer que los huevos se rompan por la parte más pequeña.

Fácil solución encontraron para este problema los grandes académicos de Lagado en la isla de Balnibarbi, que aconsejan que si los partidos estatales se tornaran violentos he aquí la solución de la Academia como método maravilloso de reconciliación. Se toman cien cabecillas de cada partido. Se les empareja a los adversarios por el parecido tamaño de su cabeza, a continuación dos expertos cirujanos efectúan una bisección simultánea de cada occipucio en cuestión, de modo que el cerebro quede igualmente dividido en dos. Se intercambian ambas mitades fijándolas en la cabeza del adversario político. Ciertamente esta operación requiere mucha precisión; pero el profesor nos aseguró que el remedio era infalible si se ejecutaba con habilidad, argumentando que todos los medios cerebros discutirían el asunto entre sí dentro de un mismo cráneo, lo que produciría rápidamente una mutua comprensión y la consiguiente moderación, a la vez que regularidad de pensamiento, como es de desear en la cabeza de aquellos que se creen nacidos para vigilar y regir los movimientos del mundo.

No pienso saltarme tampoco la isla llena de magos de Glubbdrubid donde se puede hablar con cualquier personaje histórico sin que pueda mentir. Yo seguro que acogería a todos los perdedores, pues soy irremediablemente de Bruto, asesino de César, el hombre que acabó con la República y puso los cimientos del imperio; y soy irremediablemente de Humbaba el gigante que cuidaba del bosque de los cedros y fue asesinado por Gilgamesh y Enkidu que buscaban con ansia algo tan fútil como la inmortalidad. Y soy de Hermenegildo y del obispo Prisciliano, y de José Blanco White, y de Prim y de..., con todos hablé y a todos pregunté. Aunque si Gilgamesh quería saber lo que es la inmortalidad no tenía más que embarcar conmigo en el Adventure a la tierra donde viven los Stulbrughs, los inmortales, que envidian a los jóvenes por su cuerpo y envidian a los que mueren porque por fin pueden descansar sus almas.

Y así continúo mi viaje hasta el mismo día de la votación, cuando paso unas horas en la tierra de los Houyhnhnms, un lugar donde términos como poder, gobierno, ley, castigo y muchos otros otros no tienen equivalente en su idioma y es verdaderamente difícil explicar su significado a los seres más racionales que yo he conocido y que tienen la bella forma de un caballo. Ellos no entendían que "en mi tierra, las diferencias de opinión han costado millones de vidas, y siguen costándolas: cuando se disputó si la carne era pan o el pan carne; si era sangre o vino, si debe besarse un madero o arrojarlo al fuego; a veces se declara una guerra porque el enemigo es excesivamente débil o excesivamente poderoso; o cuando una ciudad ocupa una posición estratégica para nuestros intereses".

Al final, siempre ocurre una tormenta que me trae de vuelta a Occidente, y siempre alguien termina riéndose de mí y de los académicos de Lagado, en la isla de Balnibarbi, porque con mi voto creo, con ingenuidad, que se escogerán a los favoritos y a los ministros por su prudencia, capacidad y virtud para que se preocupen sólo por el bien común.


lunes, 3 de junio de 2019

HENNING MANKELL, CÓMO EMPEZÓ, CÓMO ACABO Y LO QUE OCURRIÓ ENTRETANTO

Una vez, cuando creí firmemente que podía tener un destino literario, después de haber rodado por esos caminos que cruzan las vidas que pueden contarse de mil y una maneras, de haber atracado en puertos extraños donde marinos mercantes te hablaban de prodigios en cualquier lengua; y después de haber rezado en más de cuatro religiones distintas, todas verdaderas; comencé a comprar en las librerías que me pillaban a mano, o por encargo a viejos libreros, todos los ensayos literarios que pudieran pulir mi experiencia vivida.

Comencé con los ensayos literarios de Stevenson porque en su primera página aparecía su Carta a un Joven que se Propone Abrazar la Carrera del Arte, cuya dureza hacia los sueños no deja lugar a dudas, porque tres o cuatro éxitos mediocres basta para falsificar un talento; luego me arranqué por Saúl Yurkievich y Del Arte Verbal; y Harold Bloom y La Construcción de lo Humano; para continuar con Nabokov y su Curso de Literatura Europea; y no dudé en andar con Cuadrivio y Por las Sendas de la Memoria de Octavio Paz; para atravesar luego La Experiencia Abisal de José Ángel Valente o todos los ensayos que tuvieran que ver con Jorge Luis Borges o la Literatura Hispanoamericana.

Ese es el motivo por el que llegué a Henning Mankell. Ante mis primeras dudas, porque esas series negras tan vendidas, nunca han estado a la altura del primero de ellos, que es Poe, y ante el que tienen una deuda impagable todos los grandes, empezando por Conan Doyle, de quien lo leí casi todo y a quien no le perdonaré que terminara matando a Sherlock Holmes, y continuando por Chesterton y todos los demás: "Si lees Huesos en el Jardín de Mankell hay un posfacio donde cuenta cómo empezó su forma de hacer novelas, cómo acabó y lo que ocurrió entretanto". ¡Ay, esas recomendaciones que uno se encuentra tras la primera copa en un café de desalentados artistas!

La novela, que pensé que era su última novela de la serie Wallander y de su vida, pues sin otro motivo no hubiera escrito un posfacio así, estaba seguro de que no tendría la fuerza de las primeras, pero siempre se me ha hecho inevitable la lectura de los testamentos literarios y este no iba a ser menos.

"En una caja, en un rincón del sótano de mi casa, hay un montón de diarios polvorientos. Se remontan a mucho tiempo atrás. Empecé a llevar un diario en 1965, aproximadamente. Hasta que llegó la primavera de 1990. Había pasado una larga estancia en África. Cuando volví a Suecia no tardé en descubrir que, durante mi ausencia, las tendencias racistas se habían extendido por todo el país. Unos meses después decidí escribir sobre el racismo. En realidad tenía otros planes literarios, pero...", esa era la llama que lo estaba esperando y que Mankell recogió; y para que pudiera seguir brillando eligió la intriga policíaca como relato; pues si alguien tiene que saber lo que ocurre en la sociedad de la que forma parte, esa persona debe de ser policía.

Claro que el género y sus protagonistas no abandonan los clichés que se encuentran en casi todas las novelas; un detective con una vida personal hecha añicos donde la bebida no suele andar lejos, un horario desaforado, sobrados de tranquilidad y paciencia, sabiendo que Dios creó a las ballenas para que se comieran al santo Job, y dando toda la importancia que merece al lugar y al momento en que se cruzan el policía y el asesino. 

No olvido al inspector Maigret, de Simenon; a Patricia Highsmith y Ese Dulce Mal; al comisario Montalbano, de Camilleri; al detective Bernie Gunther, de Philip Kerr; ni Ágatha Christie; ni Hammet; ni  a Chandler, ni ...

Pero si tengo que elegir un relato negro distinto de Poe, sería La Muerte y la Brújula de Jorge Luis Borges; que, para que no haya dudas incluso lo menciona en el mismo cuento. Es tan difícil escribir buena novela negra. A ver quién iguala a August Dupin y a Treviranus y Erik Lönnrot. Yo busqué un médico, un liberal irredento, descendiente de uno de los doctores que llegaron de Francia acompañando al Ejército francés, el doctor Vausell, en La Fuente Muda. Maldito Poe, que lo llena todo.