sábado, 31 de mayo de 2014

VOLVERÁS A REGIÓN, CON BENET O SIN ÉL


Escribe Félix Grande en Música Amenazada que a los sitios donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantado su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. Yo procuro no volver a esos lugares en los que fui muy feliz, salvo con la memoria que, a diferencia del tiempo, va forjando hechos y consecuencias a la medida de nuestra alma.

Pero de lo que nadie puede librarse es de regresar a los lugares hacia los que nos arrastra nuestra conciencia para redimir culpas, recordar nuestros errores, rescatar los reproches sin los que no podemos vivir y recobrar las tachas sobre las que construimos el pasado, y que nos persiguen con carnívora fiereza, porque como escribe Luis Rosales: La felicidad no nos enseña nada, en cada dolor hay un nuevo alumbramiento un acercamiento a la verdad.

Por eso, al final, todos volvemos a Región. Y Juan Benet lo sabía; así que decidió escribir un clásico para que regresemos, de vez en cuando, a esa Región de nuestra conciencia donde luchamos con nuestro pasado, como si fuera de otro para poder sobrellevarlo, y con nuestro futuro, que no existe.

Por si no lo sabes, te voy a decir lo que es el tiempo: Es aquella dimensión en la que la persona humana sólo puede ser desgraciada, no puede ser de otra manera. El tiempo sólo asoma en la desdicha y así la memoria sólo es el registro del dolor. Sólo sabe hablar del destino, no lo que el hombre ha de ser, sino lo distinto de lo que pretende ser. Por eso no existe el futuro y de todo el presente sólo una parte infinitesimal no es pasado; es lo que no fue.

Llegué a Región en un coche destartalado. Todos llegamos así. En Región, todos los caminos son de tierra. Donde se angosta el Torce. Mi primera intención fue subir a la montaña donde vigila, el Numa, ese solitario francotirador que con el sonido de un único disparo ha conseguido que de todos los que se han adentrado en ella ninguno haya vuelto para contarlo. Como subir o bajar a la muerte. A Región todavía no ha llegado el progreso porque sólo llegan las conciencias, y así es difícil que arraigue: No cabe duda de que el así llamado progreso  se consigue a costa de algo, quizá de lo que no puede progresar; el juicio, el sano juicio, es uno de ellos, ¿no será menester sacrificarlo, si hemos de andar todos al mismo paso? Esa enfermedad se avecina.

Volver al lugar donde guardamos la memoria no es fácil, porque nuestra memoria suele llenarse con los peores momentos más que con los felices. Así ocurre con la memoria individual y tanto más con la colectiva, por una economía de almacén no recuerda el odio pero atesora el rencor y, cuando actualiza, no busca lo que el alma guarda sino aquel sentimiento que, tras la expansión, la vuelva a llenar de cólera o coraje. Que en tales momentos da igual. Una gran familia, sí pobre de recursos, pero atiborrada de principios. Y todo esto en medio de una guerra.

En Región parece que se ha perdido la esperanza; pero, aun así, todos siguen aspirando a que la barquera les dé esa moneda de oro que en la mesa de juego siempre gana, sin saber que la desgreñada barquera solamente tiene una única moneda de oro y, además, ya sabe a quién va a entregársela. El resto debemos vivir asumiendo que esa moneda de oro nunca será para nosotros, aunque, cuanto más larga es la espera, más de improviso surge la resolución. Pienso entonces, que la esperanza no tiene porqué apagarse; y unas páginas más adelante Juan Benet, que no está en Región pero la conoce, me explica que no es la esperanza el secreto, sino el deseo: Todo termina, Norberto, cuando se agota el deseo, no cuando se nubla la esperanza. Y ya con mis años, me doy cuenta que Benet tiene razón y que por eso es un clásico. No perdáis el deseo, perded la esperanza si queréis, pero desead siempre. ¡Desead!





sábado, 17 de mayo de 2014

JARRAPELLEJOS, HISTORIA DE UN CACIQUE




Llegué a La Joya de la única manera posible que se puede llegar: en borrico. Es un lugar que parece escondido; pero, en realidad, no es así. Se llega rápido desde cualquier parte. No es difícil encontrarlo.

Con el primer instinto pensé que estaba en Comala, donde habita para la eternidad ese tal Pedro Páramo. Pero no, esto es mucho peor; al menos, Comala estaba en manos del señor Páramo y éste, atado por su corazón maldito, fue quien, en solitario, llevó a todo el pueblo a la agonía. Y un corazón maldito, incluso el de ese tal Pedro Páramo, siempre es perdonable; aunque también termine purgando sus pecados en el infierno de Rulfo.

La Joya es mucho peor. No es sólo un hombre, quien a su albedrío y en el uso brutal de su autoridad, condena a una vida de miseria a sus semejantes; es todo un sistema social el que permite, apoya y alienta, mediante el uso del hambre y el poder que fluye del mismo Estado, los privilegios de unos pocos en la administración de todos los recursos del pueblo. Y como todo el mundo sabe, la soberana administración del hambre es capaz de atar y doblegar más voluntades que la singular administración de la libertad.

El nombre del cacique de La Joya: Pedro Luis Jarrapellejos.
Y a por él iba; a matar a Pedro Luis Jarrapellejos, a quien Felipe Trigo dejó con vida y gobernando, en la sombra, La Joya.

Y una medio reconfirmación de la realidad, en cierto modo, me llamó un momento la atención. En la calle solitaria, a la sombra de un hastial, charlaban con aires de misterio una joven enlutada y la Sastra, la inmunda celestina. Una virgen más en venta, seguramente, acosada por el hambre. Sería la huérfana de cualquier otro infeliz como el hidrópico, y sería la Sastra la emisaria de cualquier husmeador de las desgracias, como Jarrapellejos, como el Garañón, si no de alguno más miserable todavía…  

Nadie reparó en mí. En La Joya yo tenía dos contactos: Juan Cidoncha,  hecho a sí mismo mediante lecturas, y lleno de sueños para cambiar el mundo, y Octavio, de clase alta y con mil viajes a sus espaldas, de quien dicen que ha traído a La Joya otra visión de la sociedad. Me fío más de este último; los poderosos tardan más en acabar con uno de los suyos; y ese margen de tiempo es vital para que triunfe cualquier cambio social. A Cidoncha, lleno de buena voluntad, le espera la cárcel y la horca a las primeras de cambio, no hace falta ser adivino. “Pan y duchas “, Octavio, “Tú me lo dijiste, y no es otra la fórmula de la redención universal”.

Tenía una dirección en el bolsillo, cuatro duros y un revólver. Siempre he preferido el revólver a la pistola. No es necesario montarlo para disparar y el cartucho siempre se queda dentro del tambor. Tiene el inconveniente de que es menos cómodo de cargar y el número de cartuchos es mucho menor; pero para quien necesita una sola bala y rapidez en la acción, mejor el revólver. Yo, en mi bolsillo, tengo un 38, una dirección y cuatro duros.

Paso por delante de una casa con mi borrico, se huele la enfermedad; y la misma cosa, aunque la mayor parte de aquellos infelices, sin comer, sin asistencia y sin quinina, no habiendo podido pagar la iguala, se la negaba el farmacéutico. "Vaya, por Dios", me dije, "hemos dado con otro; el farmacéutico".

Creo que he llegado un poco tarde, porque he visto salir a Octavio del Ayuntamiento. Ya ha tenido la charla con Jarrapellejos: – !No, querido Octavio! – soltó don Pedro, acaparándole la triunfal mirada, que empezó a pasear por el concurso. – Los altruismos de tu edad, y los libros, conducen a no dudar a lindas cosas, pero la experiencia lleva a las contrarias. En primer término, lo que se afirma desde antiguo acerca de la “santidad de la ignorancia” es de una exactitud que no desconocería ese ministro de instrucción, como no la desconocemos los que hemos ido recibiendo duras, y algo largas, las lecciones de la vida. El pueblo no comerá más aunque aprenda gramática en la escuela, y en cambio, sabrá mejor de su hambre y del hartazgo de los otros. Fíjate. París deja morir de frío en las calles a los que no tienen para ropa, igual que hace cien años, y en cambio, con su cacareada ilustración del pueblo, ha creado la especie del bandido filosófico, la banda típica de los Bonnat, los Diendonné y los Callmin, defendiéndose a un tiempo con la Browning y el periódico; sus adeptos son legión; se sigue predicando el robo y los asesinatos en los cantos libertarios, y asusta cómo el telégrafo nos habla diariamente de los niños de quince años que juegan a matar, en vez de jugar a los bolindres. – Tal es la obra de la prosperidad moderna.

A Octavio, ha pensado hacerlo diputado y mandarlo a Madrid. Va a conseguirlo, lo va a quitar de en medio, con oro, que todo lo corrompe; aunque no sé dónde leí que más corrompe el hambre y la necesidad. Ya no podremos contar con él. Cidoncha está en la cárcel. Las votaciones han sido amañadas por don Pedro Luis: soy yo quien tiene las actas al final de la pelea; soy yo quien se las enviará al gobernador, y excuso decirte si me da por romperlas todas y mandar otras…; idénticas con sus sellos y sus firmas. Eso era la política en La Joya, una farsa, en que mientras los de abajo se mataban a trompazos, los de arriba se reían, o para los de arriba también una guerra bruta y sin cuartel…, de procesos de traiciones, de dinero a esportillazos con que ganar a los de abajo.

Ya no podemos contar con nadie, desgraciadamente todo sigue como siempre en La Joya, y yo creo que he llegado tarde, el cacique, éste o cualquier otro, ha conseguido que todo siga igual, que en La Joya el dinero lo pueda todo; que para llegar al pan y a la tranquilidad se tenga que pasar por la hipocresía, el engaño, el robo, el adulterio, la violación y hasta el crimen; y la sumisión, la sumisión al dinero que lo puede todo. Creo que yo voy a hacer como Octavio. Voy a guardar esta dirección, mis cuatro duros y el revólver y voy a aceptar el acta de diputado. También a mí me espera Ernesta, ahora casada con el Conde de la Cruz.

El cacique está hablando en el casino. Él ha ganado, ¿por ahora?: “El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa… poco deben preocuparme mientras yo, con mi dinero, los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos”. Sí, don Pedro Luis Jarrapellejos, una Joya para la sociedad.










sábado, 10 de mayo de 2014

CÉSAR VALLEJO, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ





En La Habana me hice con una cinta de casete con la voz de Ernesto Guevara de la Serna declamando Los Heraldos Negros, ese bello poema de César Vallejo. Sí, ya sé que los radiocasetes ya no se llevan, pero eso fue antes de que todos descubriéramos El Aleph en la pantalla de un ordenador. Si Borges despertara de su sueño y viera una tablet seguramente pensase que le han robado El Aleph, esa pequeña esfera capaz de contener el inconmesurable universo. A veces, echo de menos aquel tiempo en el que llegar a conocer algo costaba un poco más que teclear una simple frase en un buscador de internet; por ejemplo, se hacía necesario ir a una biblioteca donde podías consultar libros; o llevártelos a casa, gratis, sin que te acusaran de pirata; eso sí, había que devolverlos bajo peligro de excomunión.

Esa cinta la escuché muchas veces, hasta que me quedé sin radiocasete; ahora la tengo en un fichero en el ordenador, bajado de youtube, al que he puesto de nombre Los Heraldos Negros en la voz del Che.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos,

Como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza,
como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

No debe ser fácil que te odie Dios y además, es imposible. Eso fue lo primero que pensé cuando leí este poema; aunque es cierto que, a veces, Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 

Pero, a César Vallejo yo no lo descubrí en La Habana. Cuenta Vargas Llosa que él descubrió la Literatura Hispanoamericana en París. Yo seguí a Vargas Llosa hasta París buscando con su mano, nada más y nada menos que a Madame Bovary, nadie como Vargas Llosa para que me presentase tan divina mujer, acuciada por su segunda caída y el más amado beso. Y en París, yo también siguiendo al maestro, descubrí la Literatura Hispanoamericana y a uno de sus más grandes poetas, César Vallejo.  

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París - y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...


Todavía no sé cuál es mejor sitio para morir, pero París no parece malo. La Habana, tampoco; ni Buenos Aires; ni Roma; ni Londres; ni Beirut; ni Bamako; ni Tunicia, aquella que con sangre y con sal quemó el latino; ni la Argónida; ni por supuesto Heraklión, ni Atenas, ni Troya..., aunque te golpeen duro con un palo y duro también con una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos...; parece que ésta es la vida y a ese dolor nadie escapa, César Vallejo sabe que jugamos con los dados eternos y que este pobre barro pensativo, si lo sufre porque el Dios es él.


Aunque siempre nos queda la rebelión de los poetas y, en eso, César Vallejo es inigualable:

Hay ganas de... no tener ganas, Señor;
a ti, yo te señalo con el dedo deicida.

Pero, al final, parece que Dios es digno de lástima, porque no puede hacer más que mirar el sufrimiento del universo como una cruel fatalidad, sin poder arreglar nada; y es él a quien debemos tener compasión: 

Yo te consagro Dios, porque amas tanto,
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.

Y, a veces, siente pena por Dios; porque seguramente no le salió el mundo que quería crear y, en su soledad, ve como todo ha resultado un disparate... en tanto, es así, más acá de la cabeza de Dios.

Posiblemente, todo esto ocurre porque César Vallejo nació un día que Dios estuvo enfermo:

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día 
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.

Yo nací un día
que Díos estuvo enfermo.
Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Díos estuvo enfermo.


Todos saben que vivo,
que mastico... Y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto. 
Todos saben... Y no saben
que la luz es tísica,
y la Sombra gorda...
Y no saben que el Misterio sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día 
que Dios estuvo enfermo,
grave.

Puede que resulte que lo que queremos que cambie lo tengamos que hacer nosotros. Y no sé por qué.

Voy a volver a escuchar Los Heraldos Negros en la voz de Ernesto Guevara de la Serna, para eso hemos descubierto El Aleph.