domingo, 18 de diciembre de 2016

EN LA ORTHODOXIA DE ULISES BÉRTOLO


He andado por la Catedral de León, acompañado por un libro en cuya portada viene impresa una salamandra, buscando los secretos que se escondían en sus paredes, porque la etapa ocho, de las trece del Camino, en el Libro V es la de Sagunto a León.

He esperado en silencio que la Catedral de Santiago se quede en calma, pues si los enigmas que esconde el Apóstol tuvieran que descansar en algún lugar, sin duda habría que empezar a buscar por aquí; bienaventurado el varón que soporta la prueba; recibirá la corona de la vida, que ha prometido el Señor a los que lo aman.

He iniciado mi viaje en el Monasterio de Uclés tratando de entender a los trece caballeros de la Orden de Santiago, adherida a la regla de los agustinos y aprobada por el Papa Alejandro III.

He vuelto a andar por Bosnia y Montenegro, como hace 25 años, y recalé en la bahía de Kotor, en Cetinje, donde un iluminado integrista, con la única estrategia del crimen, trata de cambiar el mundo y su destino, con las láminas de la Orthodoxia; no había libre albedrío, ni predestinación; si algo había aprendido al lado de su padre era que él, Radic Menz, decidía cómo, cuándo, dónde y de qué manera se sucedían las cosas.

He pasado muchos días en la Corticela, lamiendo mis heridas, como cualquiera de los peregrinos que buscaban una señal de su vida ultraterrena frente al altar.

He vuelto a Beirut, después de siete años, de la mano de un historiador y arqueólogo llamado Thomas Noah, que combatió durante la guerra civil libanesa a finales de los años ochenta, para descubrir que el pasado está escrito, en la piedra, en el papel, y en la memoria; y que aunque dicen que el tiempo lo cura todo, no es cierto; lo que hace el tiempo es convertirte en inmune al fracaso.  

Y he andado todos estos caminos a causa de un crimen que tuvo lugar en el Monasterio de Uclés, donde apareció asesinado un estudioso medievalista con una moneda dentro de su mano cerrada y cuya investigación ha caído en manos de la Guardia Civil.

Yo nunca imaginé que pudiera hacer algo así; pues rara vez abandono mis lugares comunes de combate o de escritura que son los dos mundos en los que suele devenir mi existencia; pero una invitación a la presentación de un libro, a través de una llamada, me hizo cerrar esos volúmenes por los que suelo navegar, llenos de largas frases subordinadas, adjetivos que crean o matan, verbos que necesitan excesiva compañía y figuras retóricas que juegan con significantes y significados como los prestidigitadores con las mangas de su camisa, y me incitó a abrir el libro de la salamandra que recibí en el buzón de casa:

Por deshacer un enigma, por ver su nombre escrito en la Historia, sería capaz de arriesgarlo todo, incluso la vida de sus amigos.

De los enigmas de la Historia he fiado poco, porque suelen vivir de la oscuridad para que el paso del tiempo nada modifique; y cualquier tipo de cambio nunca llegue a alterar la sociedad que ha creado esos mitos; y tan sólo la firme voluntad de apretar el gatillo y no dar un paso atrás, pueden cambiar las cosas, y donde uno sólo puede vencer si está dispuesto a morir en el intento.

Orthodoxia me ha llevado por muchos caminos, los mismos que anduvo Radic Menz, un integrista ortodoxo, que desea encontrar los secretos del Apóstol con la misma vocación con la que los nazis buscaban el Arca de la Alianza: el poder; cuando  nadie ignora que no hay mayor poder que el de la bondad, no hay mayor lucha que la del amor, no hay mayor espacio que la comprensión, ni mayor victoria que la de la entrega. Ninguno de los protagonistas sabe esto, poco importa cuando el mejor de ellos nos dice: Yo no necesito salvarme, hace mucho tiempo que vivo condenado.

Y todo este viaje surgió a causa de una llamada de Ulises, que me invitó a la presentación de un libro, y donde me encontré con el Director del Centro Nacional de Inteligencia y con el responsable de redes sociales del Ejército. A Ulises le contesté diciéndole que iría si los vientos eran favorables y no hacía falta sacrificar a Ifigenia para que la nave que me llevara pudiese bogar, sin espera, hasta la Casa de Galicia.

El problema es que rara vez las cosas salen según lo planeado, porque si las cosas hubieran salido según lo planeado, estaría en estos momentos dando una conferencia en el Museo Británico de Londres, donde todavía esperan mi llegada.

Me ha gustado recoger los enigmas del Camino con Orthodoxia, llenarme la mochila de secretos mientras viajo desde Uclés hasta Santiago de la mano de Sandra, Thomas Noah y Luis Novo, cada uno con su vida y su alma a cuestas, llenas de ese rastro de roces que siempre termina conformando la memoria y, a veces, el porvenir, para entender que todo enigma tiene su origen dentro del alma y no fuera como, normalmente, sugieren nuestros sentidos.



















domingo, 4 de diciembre de 2016

ALBERT CAMUS Y EL MITO DE SÍSIFO


Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Eso creyeron los dioses que, con su absoluto poder, conseguirían doblegar el espíritu inteligente e indomable de Sísifo. Pensaron que una simple condena infinita en un trabajo sin esperanza y agotador lograría que el corazón de Sísifo, tejedor de ardides, y su inteligencia, capaz de engañar a los dioses y descubrir, encadenando a Tánatos los secretos de la inmortalidad, se diluyeran como un azucarillo en el agua, esa bendición del agua que Sísifo prefirió a los rayos celestes.

Sísifo, que como todo hombre fue sabio alguna vez y, alguna vez, bandido; que fue capaz del bien absoluto y del mal despótico durante la vida que vivió; propietario como todo hombre de pecados y bondades; acabó siendo procesado, capturado y encadenado después de que fuera decretada su condena: Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. El mismo Hermes ha venido a arrastrarlo hacia el Hades, allí tiene preparada una gran piedra forjada por Titanes y una gran montaña a cuya cima llegará penosamente cada día arrastrando la roca que es su condena; y que volverá a caer, obligando a Sísifo a volver a subirla con la conciencia de que una vez en la cima la piedra caerá de nuevo.

Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Terrible condena, ¿verdad?, pero los dioses no han pensado en el camino de vuelta, cuando Sísifo regresa para recoger la enorme piedra. Zeus, Hermes, Tánatos y Ares sólo han pensado en la condena, en el infinito esfuerzo inútil de arrastrar una enorme piedra que vuelve a caer una y otra vez. Sísifo no tiene ninguna esperanza de que la piedra se quede alguna vez en la cima y por fin pueda descansar; pero eso no quiere decir que haya sido derrotado. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Con el desprecio y la alegría.

Por eso me fui de viaje a Argel, para saludar al único hombre, hijo de una sordomuda que no sabía leer y huérfano de un joven movilizado por la vorágine de la guerra, muerto en la batalla del Marne, que creyó que Sísifo podía vencer el castigo con la alegría: Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. Incluso en el absurdo sin esperanza puede surgir la alegría, por esa rendija que la vida abre en el camino de vuelta.

El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. A la vuelta, incluso sin esperanzas, puede hallar la alegría. A Sísifo le han robado las esperanzas, lo han hundido en el absurdo, en un esfuerzo que no terminará nunca, pero es en el descenso, en esos momentos en los que vuelve para recuperar la piedra infinita, donde es capaz de vivir la alegría.

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso, porque en ese camino de vuelta para volver a su condena, a pesar del absurdo que lo rodea, encuentra seres mágicos y bienaventurados momentos.