sábado, 23 de noviembre de 2013

UTOPÍA DEL HOMBRE QUE ESTÁ CANSADO





Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.
Quevedo


Al ciclo de conferencias tituladas El Futuro del Mundo, rótulo sobre el que recaía no poco exceso de vanidad, que se impartieron hace unos años en el Centro Superior de Investigaciones Científicas en la calle Serrano, número 117, de Madrid, me invitaron por casualidad.
Yo había hecho un curso allí hacía poco tiempo y una oportuna indisposición de otro conferenciante, a quien le desee por teléfono, de forma poco veraz, su mejoría, me llevó hasta allí. ¡Suerte la mía, me dije!
En aquel lugar se mezclarían ingenieros en robótica, biólogos marinos, zoólogos, algún que otro experto en guerra nuclear, biológica y química, y un desmemoriado aspirante a filólogo que era yo.
Lo primero que hice cuando me comunicaron el título de la conferencia fue una pequeña enumeración con los libros de temática futurista, de los que yo me acordaba, simplemente, porque me habían causado alguna impresión. De uno de ellos versaría mi charla.
Escribí, en una servilleta del VIPS de la calle Princesa, los siguientes títulos: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip Kindred Dick, (una vez estuve mucho tiempo enamorado de una replicante llamada Rachael), 1984 de George Orwell, la saga de La Fundación de Isaac Assimov, La Máquina del Tiempo de H. G. Wells, Farenheit 451 de Ray Bradbury, El Libro del Apocalipsis de San Juan y, por último, el relato titulado Utopía del Hombre que Está Cansado de Jorge Luis Borges.

Me pareció que para una corta conferencia lo más adecuado sería un pequeño texto para que, mediante breves citas, los oyentes se hiciesen una idea lo más completa posible del futuro imaginado por ese literato, que como una moderna Casandra tenía la facultad de adivinar el porvenir, pero que también, como la pitonisa griega, fue condenado a que nadie le hiciera caso.

Así que para preparar la conferencia no tuve más remedio que viajar. La verdad es que lo estaba deseando.
En cuanto tuve ocasión cogí un vuelo a la Argentina y me fui a buscar a un tal Eudoro Acevedo, un viejo profesor.
Lo encontré en una casa del barrio de Palermo. Después de andar rabaneando con un mate en La Fragata, un antiguo alumno suyo me dio su nombre y su lugar de asiento. Estaba ya muy mayor. Cerca de los cien años.

- ¿Es usted Eudoro Acevedo?
- Sí, Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya noventa años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. ¿Quién le dio mi nombre?
- Bueno, es una larga historia; primero un tal Borges y, luego, un antiguo alumno suyo que hablaba de poesía allá en La Fragata.

Y continué hablando.
- Yo venía a que me contase aquella aventura suya relatada en El Libro de la Arena en la que un hombre del futuro, llamado alguien, le hablaba a usted de nuestro futuro.
- Parece que ese relato tuvo suerte y ha disfrutado de una larga andadura en varios idiomas- me dijo.
- Sí, tuvo suerte. He llegado hasta aquí porque quiero saber si era verdad cuanto le ocurrió y todo aquello que le contó aquella noche ese hombre llamado alguien.
- Yo, caballero - me contestó- lo más que puedo hacer es relatarle cuanto aquel hombre del futuro me dijo. Si es verdad o no, ya es cosa suya.
Me conformo con eso-, le supliqué.

— Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
— Por la ropa —me dijo — veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.

— ¿Volveremos al latín y abandonaremos el inglés para comunicarnos todos los ciudadanos del mundo? – le pregunté -, me parece una muy buena idea. Además, yo pienso que no hay idioma que exprese de una manera más sencilla y directa las más complejas ideas. En nuestras escuelas hace tiempo que ya no se estudia latín.
— Volveréis a él- afirmó.
Hablé con él en latín y me gustó volver a recordar palabras de Virgilio, Ovidio, Cicerón, Bruto, asesino de César, y a quien yo siempre defenderé…
— ¿Qué le contó?- le pregunté.

No dije nada y agregó:
— Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido.
— ¿Entonces no estudiáis las cosas de memoria?    
— Olvida la memoria. Ante todo el olvido de lo personal y local. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
— ¿Y cómo se llamaba tu padre?
— No se llamaba.
Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos, si no que andaban con más sentido común, que, amargamente, lo llaman el menos común de los sentidos.
Me dio por preguntarle qué pasará en el futuro con los países, las alambradas, los muros y las fronteras, principal motivo de desigualdad e injusticias. No tuvo duda al responder:

— El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades.

¿Y los políticos?;  ¿qué pasará con los políticos?

— De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas.

— Lo que me cuenta, señor Eudoro, es lo que ocurre ahora; ¿pero, qué ocurrirá en el futuro? ¿Qué pasará con los gobiernos?

— Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

Miré mi libreta y vi que tenía anotada la palabra Economía, ya que el siglo XX se resume en la lucha entre el capitalismo y el comunismo, y al cabo de cien millones de muertos nos hemos dado cuenta que ninguno de los dos tenía razón. Quise preguntarle sobre la estructura económica del futuro. ¿Y la economía? ¿Le habló ese hombre llamado alguien del sistema económico que tendemos en el futuro?

— ¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.

Me alegró esa respuesta.
Vi que empezó a quedarse dormido y lo achaqué al cansancio.
Me quedó por preguntarle qué sería de las ciudades, de los museos y las bibliotecas, cómo se afrontaba la muerte….
 Vi muchos lienzos, posiblemente pintados por él, y borradores de manuscritos. Y recordé las palabras de un hambriento poeta que me encontré en una venta leonesa: “sólo el arte redime, capitán, sólo el arte”.
Y Eudoro Acevedo iba por buen camino. Lo dejé dormido en su modesta casa de Palermo, pensando que él era el hombre más rico del mundo.

De esa conversación trató mi conferencia en el Centro Superior de Investigaciones Científicas, debo decir que no tuve muchos aplausos ni han vuelto a llamarme. Me imagino que a más de uno no les gustó ese futuro. A mí, sí. Gracias Eudoro Acevedo, gracias Borges.




domingo, 10 de noviembre de 2013

CALÍGULA, EL ÚNICO HOMBRE LIBRE






Apuré los días en Roma para conocerlo mejor. Me lo presentó un escritor francés, nacido en Argel, con fama de solitario que me espetó: “¿solitario me decís?, de momento, puede; pero estaríais muy solos sin estos solitarios”. Y yo le creí; por eso me he dejado acompañar casi siempre por algún que otro manuscrito suyo.

Pero esa vez fui a Roma para conocer a su personaje, al otro, al emperador: a Calígula. Él me lo presentó un verano en un teatro y lo sentí próximo, muy próximo, y entendí con toda lógica por qué la gente muere sin haber sido nunca completamente feliz, por qué cuesta trabajo ser absolutamente libre, por qué se imponen sobre la condición humana  las cuestiones materiales, la economía del estado y el poder que no lleva más que al vacío y al absurdo de la vida. Hasta allí me llevó Calígula y yo lo seguí.

En un principio, creí en él, como todos aquellos que lo rodeaban; pero luego, entendí cuanto estaba pasando y no tuve más remedio que hacer lo que me pidió: matarlo. Yo en Roma ya había usado la espada defendiendo a la República contra César, (siempre estuve al lado de Bruto y siempre justificaré el acero que Julio César merecía en su carne); pero ahora era diferente. Ahora yo mataba a Calígula, porque él me lo pedía, porque no había más remedio que matar al único hombre libre de Roma.

Llegué a Palacio y pregunté por él.

Yo lo vi salir del palacio. Tenía una mirada extraña.
Yo también estaba y le pregunté qué le ocurría.
¿Respondió?
Una sola palabra: "Nada".

¿Por qué ha huido?, quise saber.

No me gusta esto. Pero todo marchaba demasiado bien. El emperador era perfecto.
Pero ahora, ¿todo es por la muerte de Drusila?

¿Quién os dice que por Drusila?
Sí. Yo estaba presente, siguiéndolo como de costumbre. Se acercó al cuerpo de Drusila. Lo tocó con los dedos. Luego, como si reflexionara, se volvió y salió con paso uniforme. Desde entonces lo andamos buscando.
A ese muchacho le gustaba demasiado la literatura.
Es cosa de la edad.
Pero no de su rango. Un emperador artista es inconcebible. Tuvimos uno o dos, por supuesto. En todas partes hay ovejas sarnosas. Pero los otros tuvieron el buen gusto de limitarse a ser funcionarios. Es más descansado. Cada uno a su oficio.

Calígula apareció a los tres días demacrado, sucio de tierra y su propio orín, como enajenado. Nada más llegar pidió la luna.

Era difícil de encontrar.
¿Qué cosa?
Lo que yo quería.
¿Y qué querías?
La luna.
¿Qué?
Sí, quería la luna.
¿Para qué?
Bueno... Es una de las cosas que no tengo

En seguida vi que quería tenerlo todo, que quería ser todo, que quería la felicidad absoluta, la libertad absoluta; sin darse cuenta que para que eso ocurra sólo puede haber en la tierra un hombre libre, un único hombre libre, pues el resto no tendrá más remedio que vivir encadenado a sus deseos. Pero él lo consiguió, aunque fuera a costa del sacrificio de los demás, del sufrimiento de los demás, de la muerte de los demás, de la pobreza de los demás, del hambre de los demás.
No hay que extrañarse casi todos somos como él sólo que en otra medida. Buscamos la libertad, pero nunca la absoluta, menos mal.


Calígula vuelve a entrar. Veo que ya todos lo temen. Yo, también.

¿Y cuál es la verdad?
Los hombres mueren y no son felices.
Vamos, Cayo, es una verdad a la que nos acomodamos muy bien. Mira a tu alrededor. No es eso lo que les impide almorzar.
Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice.
No te ofendas, Cayo, por lo que voy a decirte. Pero deberías descansar primero.
No es posible.


La verdad, pensé, no es poco a lo que aspira el Emperador.
Aplaudí su gesto y, desde luego, me pareció el primer gran revolucionario cuando decidió ordenar los problemas del Tesoro Público sin exprimir a los de abajo, como había ocurrido desde siempre; y acabar con la primera gran injusticia de la humanidad: la riqueza y la opulencia heredada por nacimiento. Aplaudí ese gesto. ¡Bravo, Cayo Calígula! ¿Acaso no es injusto que alguien sea rico y su futuro sea con seguridad próspero por el hecho de nacer en un lugar, en un tiempo y con unos progenitores determinados? ¡Oh, gran justicia! ¡Bravo, Cayo!


¿No es verdad, querida, que es muy importante el Tesoro?
No, Calígula, es una cuestión secundaria.
Pero es que tú no entiendes nada. El Tesoro tiene un poderoso interés. Todo es importante; ¡las finanzas, la moral pública, la política exterior, el abastecimiento del ejército y las leyes agrarias! Todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo. ¡Ah! Me ocuparé de todo. Escúchame un poco, intendente.
Te escuchamos.

Los Patricios se adelantan y temen las palabras del Emperador. Yo aplaudo porque sé lo que va a decir.

Bueno, pues tengo un plan que proponerte. Vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos. Te lo explicaré, intendente..., cuando hayan salido los patricios.

Los Patricios salen temerosos.

Escúchame bien. Primer tiempo. Todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna —pequeña o grande, es exactamente lo mismo — están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado.
Pero César...
No te he concedido aún la palabra. Conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente. Llegado el momento podremos modificar ese orden, siempre arbitrariamente. Y heredaremos.¿Qué te pasa?

El orden de las ejecuciones no tiene, en efecto, ninguna importancia. O más bien, esas ejecuciones tienen todas la misma importancia, lo que demuestra que no la tienen. Por lo demás, son tan culpables unos como otros. Ejecutarás esas órdenes sin tardanza. Todos los habitantes de Roma firmarán los testamentos esta noche, en un mes a más tardar los de provincias. Envía correos.
César, no te das cuenta..., le dice el intendente perturbado.
Escúchame bien, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. Está claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y considerar que la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto, yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica.
Exterminaré a los opositores y la oposición. Si es necesario, empezaré por ti.

El intendente empieza a mascullar palabras un poco desordenadas, se le nota el miedo, y yo me alegro:
 César, mi buena voluntad no admite duda, te lo juro.

Ni la mía, puedes creerme. La prueba es que consiente en adoptar tu punto de vista y considerar el Tesoro público como un objeto de meditación. En suma, agradéceme, pues intervengo en tu juego y utilizo tus cartas. Además mi plan, por su sencillez, es genial, lo cual cierra el debate. Tienes tres segundos para desaparecer. Cuento: uno...

No vean cómo corría el intendente. No le dio tiempo al César a contar el número dos. Cómo me alegré viéndolo con su sombrero de copa, su puro, su chaqueta y su corbata desordenadas por las palabras de Cayo César, correr desenfrenado para evitar que Calígula contara tres y una espada, justiciera o vengadora, que a veces es lo mismo aunque no debiera serlo, cortara su cuello.

El intendente desaparece.

Escipión, que era valiente y que, con Quereas, ya planeaba matar al César visionario se levantó y gritó: ¡No es posible, Cayo!
Y Calígula le contestó: ¡Justamente!
No te comprendo.
¡Justamente! Se trata de lo que no es posible, o más bien, de hacer posible lo que no lo es.
Pero ese juego no tiene límites. Es la diversión de un loco.
No, Escipión, es la virtud de un emperador.
¡Ah, hijos míos! Acabo de comprender por fin la utilidad del poder. Da oportunidades a lo imposible.
Hoy, y en los tiempos venideros, mi libertad no tendrá fronteras.
No sé si hay que alegrarse, Cayo.

Los patricios tiemblan, los nobles tiemblan, pero el pueblo está con Calígula y por eso no se atreven todavía a asesinarlo. Parecía que estaba perdiendo la razón; pero sólo lo parecía.

Calígula hace callar a todos y mira a Escipión y a Quereas sabiendo que sus espadas ya están afiladas y los comprende y les dice: ¿vosotros, también, que sois mis amigos? Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad. Y justamente, os odio porque no sois libres. En todo el Imperio romano soy el único libre. Regocijaos, por fin ha llegado un emperador que os enseñará la libertad. Vete, Quereas, y tú también, Escipión, pues, ¿qué es la amistad? Id a anunciar a Roma que le ha sido restituida la libertad y que con ella empieza una gran prueba.

Quiso convertirse en un dios en la tierra. Condenando a muerte o salvando. Entregando la esclavitud y la desdicha o la opulencia y la bendición del Estado. Pero sobre todo culpables, empezó a necesitar demasiados culpables.

Haced entrar a los culpables. Necesito culpables. Y todos lo son. Quiero que entren los condenados a muerte. ¡Público, quiero tener público! ¡Jueces, testigos, acusados, todos condenados de antemano! ¡Ah, Cesonia, les mostraré lo que nunca han visto, el único hombre libre de este imperio!


Al sonido del gong, el palacio se llena poco a poco de rumores; y la muerte de César ya se avecina. Quereas y Escipión me llaman en un aparte y yo acepto porque sé que lo que Calígula quiere es un imposible. Ha empezado por ser el único hombre libre de Roma y quiere terminar siendo Dios y eso no se consigue con la libertad absoluta, sino con la bondad y la caridad absoluta. He aceptado: ¡Hay que matar a Cayo César Calígula!

Después de usar la espada, y con ella todavía ensangrentada,  decido viajar desde Roma a Venecia. He quedado en la calle de la Muerte con un tipo que me va a entregar, a cambio de un buen dinero, un ejemplar de la edición princeps de El Millón de las Costeras de Oriente de Marco Polo. Quiero volver a la tierra del gran Kublai, y el veneciano no es un mal guía.












Camus, que sepas que cien años después de tu nacimiento seguimos leyendo tus textos, bastante más vivos que los de tus críticos. Ah, yo, también, entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre. Sabes de lo que hablo.




sábado, 2 de noviembre de 2013

ONETTI, ¿POR QUÉ NOS HACES ÉSTO?



Siempre me he preguntado qué atracción tiene hurgar en las vidas de las personas, descubrir lo que les está pasando, juzgarlos con el prisma de nuestra mirada, condenarlos o ensalzarlos, formar opinión y que la opinión ruede como un castigo o como una recompensa y colgarles pecados como cadenas con el simple uso de la lengua. Yo no me libro de ello y dudo que nadie se libre. Todos soñamos con tener una ventana indiscreta.

Yo no he visto mejor ventana indiscreta que la que me ofreció un tal Onetti cuando me llevó a un pueblo perdido de la sierra y donde había un sanatorio al que llegaban tuberculosos de todas partes; algunos desahuciados, otros hundidos y otros a medio salvar. Yo no he visto manera más desalmada de ofrecerte una historia que la que te obliga a entrar en ella, a participar y a juzgarla.
La culpa fue del hombre alto, espigado, el tuberculoso con ganas de morirse, que no nos contaba nada de su vida, que no nos contaba nada de las dos mujeres, que parecían enemigas, y que nos obligaba a suponer cada cosa, a conjeturar con cada detalle. ¿Qué íbamos a pensar nosotros, obligados a aventurarnos, a sacar conclusiones con cada abrazo, con cada beso, con el juego de sus manos?.

Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes. Me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.
En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.
El enfermero sabe que no me equivoco.
Tendría cerca de cuarenta años, y sus gestos, algunos abandonos que delataban la inmadurez. Cuando salió para tomar el ómnibus, el enfermero dejó de mirarme, alzó el vaso de vino y se volvió hacia la ventana.
— ¿Y éste? ¿Se vuelve caminando o con las patas para adelante? Si está enfermo y va al hotel, lo atenderá Gunz. Tengo que preguntarle.
Lo decía en broma o tal vez pensara asegurarse las posibles inyecciones.

Fue suya la culpa. ¿Cómo va a esperar que nosotros veamos llegar a un forastero y no imaginemos su vida? Un hombre que viene a este pueblo perdido de la sierra y decide no ir al sanatorio, sino al hotel. Y luego; aunque continúa viviendo en el hotel, alquila la casa de las portuguesas. ¿Para nada? ¡No! ¿Cómo va a esperar que nosotros que veíamos que recogía dos cartas semanales no conjeturáramos sobre ellas? Además, mi jefe, el dueño del almacén que era quien se las entregaba cuando el correo llegaba al pueblo sabía que estaban escritas por distintas manos de mujeres. Y ahí acertó. Y eso que el forastero hacía el viaje de cerca de una hora a la ciudad para no despachar sus cartas en el almacén, que también es estafeta de correos; y lo hacía por culpa o mérito de la misma yerta, obsesionada voluntad de no admitir, por fidelidad el juego candoroso de no estar aquí sino allá, el juego cuyas reglas establecen que los efectos son infinitamente más importantes que las causas y que éstas pueden ser sustituidas, perfeccionadas, olvidadas.

Luego cuando vimos llegar a la primera mujer, nos tranquilizamos; Guntz, el enfermero, dijo: “es lo que le hacía falta”. Guntz vivía en el garaje del almacén, no hacía otra cosa que repartir inyecciones y guardar dinero en un banco de la ciudad; estaba solo, y cuando la soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para asegurarnos compañía, oídos y ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, los demás, no de mí.
Siempre hablamos de ellos, los demás, no de nosotros. Y casi siempre nos equivocamos… ¿O no?

La mujer bajó del ómnibus, de espaldas, lenta, ancha sin llegar a la gordura, alargando una pierna fuerte y calmosa hasta tocar el suelo; se abrazaron y él se apartó para ayudar al guarda que removía valijas en el techo del coche. Se sonrieron y volvieron a besarse; entraron en el almacén y como ella no quiso sentarse pidieron refrescos en la parte clara del mostrador, buscándose los ojos.
El hombre conversaba con vertiginosa constancia, acariciando en las cortas pausas el antebrazo de la mujer, alzando párrafos entre ellos, creyendo que los montones de palabras modificaban la visión de su cara enflaquecida, que algo importante podía ser salvado mientras ella no hiciera las preguntas previsibles.
Bajo los anteojos de sol, la boca de la mujer se abría con facilidad, casi a cada frase del hombre, repitiendo siempre la misma forma de alegría. Me sonrió dos veces mientras los atendí, agradeciéndome favores inexistentes, exagerando el valor de mi amistad o mi simpatía.
—No —dijo él—, no es necesario, no hay ventajas en eso. No es por el dinero, aunque prefiero no usar ese dinero. En el hotel tengo también médico, todo lo necesario.
Ella insistió un rato, cuchicheando sin convicción; debía estar segura de poder desarmar cualquier proyecto del hombre, y de que le era imposible vencer sus negativas distantes, su desapego. El se apartó del mostrador y fue hasta la sombra del árbol para convencer a Leiva de que los llevara en su coche al hotel.
La mujer de los anteojos oscuros me dirigió sus cortas, exactas sonrisas.

Menos mal que, al final, siempre nos enteramos de todo, no importa cómo, ni quien gana o pierde esa batalla de los rumores.

Pensamos que era su mujer. Pasaron una semana en el hotel. Mientras estuvo la mujer de los anteojos de sol no llegaron los sobres escritos a mano ni los de papel madera. Vivían en el hotel, y el hombre no volvió al depósito de basuras ni a la casita de las portuguesas; paseaban tomados del brazo, alquilaban caballos y cochecitos, subían y bajaban la sierra, sonreían alternativamente, endurecidos, sobre fondos pintorescos, para fotografiarse con la "Leica" que se había traído ella colgada de un hombro.
—Es como una luna de miel —decía el enfermero, apaciguado—. Lo que le faltaba al tipo era la mujer, se ve que no soporta vivir separado. Ahora es otro hombre; me invitaron a tomar una copa con ellos en el hotel y el tipo me hizo preguntas sobre mil cosas del pueblo. La enfermedad no les preocupa; no pueden estar sin tocarse las manos, se besan aunque haya gente. Si ella pudiera quedarse (se va el fin de semana), entonces sí le apostaría cualquier cosa a que el tipo se cura. ¿No lo ve cuando vienen al mediodía a tomar el aperitivo?
El enfermero tenía razón y no me era posible decirle nada en contra; y, sin embargo, nadie entendía para qué alquiló la casa de las portuguesas, si en último término no la llevó allí; si no que se encerraba a beber el alcohol que yo le llevaba del almacén. Pasándose los días bebiendo solo.

No tardamos mucho en averiguar para qué quería la casa de las portuguesas. Lo adivinamos cuando llegó la otra, joven, mucho más joven que él, y que la anterior.

No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato, un costado de la valija introducidos en la luz de las lámparas.
Pero la recuerdo con seguridad, más tarde. Entonces sí la recuerdo, no verdaderamente a ella, no su pierna y su valija, sino a los hombres tambaleantes que salían, volviéndose uno tras otro, como si se hubieran pasado la palabra, como si se hubiera desvanecido el sexo de las mujeres que los acompañaban, para hacer preguntas e invitaciones insinceras a lo que estaba un poco más allá de la pollera, de la valija y el zapato iluminados.
Ahora ella estaba dentro del almacén, sentada cerca de la puerta, la valija entre los zapatos, un pequeño sombrero en la falda, la cabeza alzada para hablar con Levy chico que se moría de sueño. Tenía un traje sastre gris, guantes blancos puestos, una cartera oscura colgada del hombro; lo digo para terminar en seguida con todo lo que era de ella y no era su cara redonda, brillando por el calor, fluctuando detrás de las serpentinas suspendidas de la guirnalda y que empezaba a mover el aire de la madrugada.

Le dije a Levy chico que fuera cerrando y ordenara un poco.
— ¿Te pidió algo la señorita?
—No —dijo, parpadeando, dejando que lo invadieran el sueño y el cansancio, que la cara se le llenara de pecas—. Lo que hay es que dice que tenían que esperarla aquí, que mandó un telegrama, que el tren llegó atrasado.
— ¿Quién tenía que esperarla? —pregunté. Pensaba que ella era demasiado joven, que no estaba enferma, que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios.

— ¿Adivina? El tipo. Así es la cosa: una mujer en primavera, la chica esta para el verano. Y a lo mejor el tipo tiene el telegrama en el hotel y está festejando en el chalet de las portuguesas emborrachándose solo. Porque fui esta noche dos veces al hotel viejo, por la solterona del perro y el subcontador, y el tipo no apareció por ninguna parte. Borracho en el chalet, le apuesto.
Estuve moviendo la botella en el depósito de hielo para que se refrescara. "Es demasiado joven", volví a pensar, sin comprender el sentido de "demasiado" ni de qué cosa indeseable la estaba librando a ella, y no sólo a ella, a su juventud.

No podíamos dejar de mirar a la chica, no podíamos evitar pensar en el tipo aquel que la semana pasada anduvo con otra mujer, mayor que ésta que ronda la primavera, y ahora se trae a esta jovencita para meterla en la casa de las portuguesas. ¡Qué podíamos pensar!
¡Qué pensarían ustedes!... Además ese maldito Onetti, nos iba soltando todo lo que sabía en minúsculas dosis como gotas de veneno, porque él sabía que la otra mujer iba a venir y que coincidirían y que traería a un hijo, tal vez su hijo, para que también mediara en la lucha. ¿Qué lucha?
Si, al final estábamos todos equivocados, y cuando supimos la verdad, Onetti, ya era tarde. Maldito seas, porque yo sólo soy lector y me has convertido en protagonista de tu historia. Maldito seas Onetti, que tú bien sabes que es más fácil leer las historias planas, en las que el lector no se involucra, esas sencillas que tú nunca escribirías, ¿Por qué nos haces ésto? ¿Por qué nos has llevado hasta el pozo, a ese infierno tan temido, a saber que la vida es breve, a comerciar con Juntacadáveres, a los últimos adioses?

Cuando descubrí la última carta, Onetti, y me di cuenta que en aquel pueblo de tuberculosos éramos todos unos hipócritas, que sentíamos pura lascivia por meternos en la vida de las gentes, y supe que, de verdad, estábamos equivocados sentí vergüenza y rabia. Mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año —y ni siquiera eso: los guantes, la valija, su paciencia, su quietud— para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé trepar hasta el hotel y pasearme entre ellos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo. Pensé en visitar el sanatorio, llevarles un paquete de frutas y sentarme junto a la cama para ver crecer la barba del hombre con una sonrisa amistosa, para suspirar en secreto, aliviado, cada vez que ella lo acariciaba con timidez en mi presencia.

 Llegué tarde, como siempre hacemos, pero esta vez es tuya la culpa, Onetti.