domingo, 25 de septiembre de 2016

SHELLEY Y EL ETERNO OZYMANDIAS


El Gran Ramsés II, tercer Faraón de la XIX Dinastía, ante cuyos pies todo el orbe se postra, ha ordenado a sus escribas que sobre piedra o sobre papiro den cumplida fe de su poder y que en el lenguaje jeroglífico reflejen su esencia inmortal y lo infinito de su reinado. También ha encomendado a sus escultores, tallistas y grabadores que cincelen colosales estatuas que hagan temblar las arenas del desierto para que, ante su grandeza, los reyes se sientan esclavos.

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,

(Conocí a un viajero de una antigua tierra
que dijo: dos vastas piernas de piedra sin tronco
se alzan en el desierto. Junto a él, en la arena,
medio enterrada yace un rostro destrozado cuyo ceño,...)

El Gran Faraón todavía no sabe que su nombre, alterado por el tiempo y la lengua griega, se ha convertido en polvo y lo ha salvado de las arenas un poeta inglés, hijo de nobles y hermano de la subversión, al que yo perseguí por el lago Lemán, el lago Serpentine y el mar de Liguria, cerca del Golfo de los Poetas.

 Shelley, que anda tramando liberar a Prometeo, como un ensueño de la libertad final que debe ser conquistada por el ser humano, sabe desde hace unos días que viene en camino la estatua de un rey egipcio que ha sido encontrada semienterrada y partida en dos pedazos: piernas y alma por un lado; pecho, cabeza, corazón y vida por otro. Ha oído que Ramsés, al que Diodoro Sículo llamó equivocadamente Ozymandias, fue el hombre más poderoso de su tiempo y de su mundo y se imagina esa estatua enterrada en las arenas del desierto, completamente olvidada.

And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.

(y el labio arrugado, y el desdén frío del poder,
cuentan que su escultor labró fiel aquellas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en estas cosas muertas,
a las manos que las labraron y el corazón que las alimentó.)

Ya llega al Museo Británico el medio cuerpo mutilado de Ozymandias y Shelley deja caer sobre un papel 14 versos que traerán al Gran Faraón de nuevo a la vida, pero simplemente para enseñarle que no hay hombre ni mujer que haya pasado por esta tierra cuyo destino no sea la decadencia y el olvido; pasó con Ramsés, el dueño del orbe, pasó con Shelley, y pasará conmigo y contigo. Tú, Ozymandias, que orgulloso rendías a reyes y a esclavos.

Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away

(Nada más permanece. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden a lo lejos las solitarias y llanas arenas)

Shelley ha embarcado en el Don Juan rumbo a Pisa. Como es un poeta romántico sabe que morirá joven; y una tormenta en la mar es una oportunidad que él no va a desaprovechar. No busca la inmortalidad porque sabe que el futuro es decadencia y olvido y para que lo sepamos nosotros también escribe un soneto. No sería mala idea aprovechar esos versos y aprender a vivir, a poder ser felices; que la inmortalidad, el poder y la infinitud no son características de este mundo.

Escribe Hölderlin que todo lo que permanece lo fundan los poetas; y lo desmiente Borges en versos de un poeta menor, sabiendo que la meta es el olvido, y que nadie podrá a la larga evitarlo; ni los poderosos, ni los sabios, ni los fuertes, ni los bravos, ni los taimados, ni los ricos, ni los pobres, ni los buenos ni los malos.

And on the pedestal these words appear:
"My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!"

(Y sobre ese pedestal aparecen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
Mirad mis obras, vosotros los poderosos y desesperad")

Desesperad, como desespero yo, el gran Faraón Ozymandias, en el olvido.

domingo, 18 de septiembre de 2016

ANTONIO COLINAS Y MI VIEJO PERRO MESTIZO BLANCO


Las bibliotecas, a veces, guardan nuestros recuerdos entre los viejos anaqueles de sus estanterías. Sin buscarlo, aparece de pronto el viejo ciego que me llevó, tiempo atrás, a la ciudad de los inmortales; dos baldas más arriba, un tipo pálido pretende enseñarme dónde están los siete pilares de la sabiduría; bajo llave, me llama en silencio aquél que fue tachado injustamente de traidor y me dice que atraviese el Estrecho y sepa cuánto sufrió don Julián; o me engañan para que me pierda sin rencor en el bosque de la noche... Esta semana de entre los 30.000 volúmenes que tengo a mi disposición en una tercera planta secreta, que poca gente conoce, se presentó el pasado.

De pronto, debajo de una mesa se me apareció mi perro, un perro que fue mi sombra allá por los años 90. Nada más verlo adiviné el peligro que corría aquella biblioteca. Ninguno de los dos funcionarios que custodiaban la biblioteca se había percatado de su presencia. El viejo Coco volvía a ser, como el Cid después de muerto, la perdición de los libros encuadernados, el horror de las cubiertas que protegen los tesoros escritos, la ruina de los forros hábilmente manipulados por artistas encuadernadores, la consternación de cualquier amante de los libros.

De todos los perros que he tenido, el mestizo blanco, que acabé acogiendo en mi pequeña habitación de un cuartel perdido, fue de todos el que más relación tuvo con los libros; por eso, de vez en cuando se me aparece por entre las mesas de las bibliotecas y me obliga a elegir aquellos volúmenes que él y yo, de diferente manera, degustamos.

El primer día que lo llevé conmigo a esa pequeña habitación del cuartel donde vivía se comió las pastas de cuatro volúmenes:
Primero, La Ilíada, editada en 1966 por Ediciones Alonso. Homero apenas le puso resistencia, y de todos los héroes armados que poblaban su páginas ninguno de ellos salió escudo en guardia y broncínea lanza al brazo a pararle los dientes al imposible lector.
Después arrambló con el tomo IV de Las Vidas Paralelas de Plutarco en edición de Iberia J. Gil del año 1944 y que compré en una feria de Libro Antiguo.
A continuación tomó por banda una edición del año 1972 del Oliver Twist y el David Copperfield de Dickens, editado por Nauta.
Para finalizar con el Tratado de Armonía de Antonio Colinas, editado por Tusquets en el año 1991: El perro se pasa las horas obsesiva y sutilísimamente atento a cuanto sucede en el valle. Un rumor, un silbido, un ramaje que cruje, bastan para inquietarlo. su sensibilidad debe de ser enorme. confío en que esa sensibilidad le sirva de goce y no de dolor. Pocas cosas hay tan amargas como el sufrir por un exceso de sensibilidad.

Este último era el único libro que no tenía pastas de cuero, sino de cartón doradas. El hecho de que Antonio Colinas fuera elegido para esa efímera gloria selectiva junto a tan grandes clásicos hizo que a partir de entonces siguiera su poesía con razón o sin ella, y me apoyara en él y en su Simiente Enterrada en el mayor viaje de mi vida, cuando fui a  China, a buscar a esa persona que fue unida para siempre a mí con un hilo rojo que pasa por la luna:
Lao Tse reconoce que el Cielo y la Tierra tratan a los seres como a "perros de paja"; esos perros que se quemaban en las antiguas ceremonias de purificación. El Tao no cree en la misericordia de lo superior; por eso el hombre tiene que crecerse ante la adversidad y, en las peores circunstancias, resistir y hacer buena con su propia bondad a la misma divinidad.

Así que, esta semana, cuando he visto a mi viejo perro mestizo blanco, por entre las mesas de mi biblioteca secreta, pensé que debía de arrastrarlo a la salida con el señuelo de un libro de Antonio Colinas, y como sabía que la Larga Carta a Francesca estaba en la estantería BQ-IV-8, lo cogí y vi como el mestizo, fiel, acudía como siempre al reclamo.

Esta vez, la Larga Carta a Francesca decidí leerla en el campo, pues el viejo Coco ya no es capaz de vivir entre paredes; y yo lo entiendo, seguramente a mí me pase lo mismo. Así que he estado muchas horas nuevamente con él, sentado a mis pies, como siempre, leyendo la Larga Carta a Francesca. Desde aquel primer día que tuve al mestizo en casa hace ya casi veinte años guardo mis volúmenes a una altura prudencial porque unas buenas pastas de cuero son un deseo incontenible para un perro que ama los libros.

Todavía se acordaba mi perro mestizo que Francesca perdió la razón, que el sueño es hijo de la noche y hermano gemelo de Tántalo, se acordaba de quién era por fin la destinataria de la carta, continuaba preguntándose si no habría un punto intermedio entre el amor y la muerte, y se acordaba que cuando cada noche las sombras devoraban el paraíso exterior, jugábamos a engañarnos con las lecturas, a olvidar con los versos y los relatos.










domingo, 11 de septiembre de 2016

ESQUILO Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ALMA HUMANA: JUSTICIA O VENGANZA


En verano siempre conviene volver a los clásicos. Su lectura, cerca del mar o la montaña, o después de pasar una mañana en kayak subiendo el gran río de la Argónida, alejados de esa wifi con forma de serpiente que cada vez nos ata más a la nada, nos vuelve a recordar que sólo somos seres humanos cuyo alma fue pintado por increíbles artistas con la fidelidad de un fotógrafo hace más de dos mil años.

Este verano he pasado unas horas con Esquilo, veterano soldado que luchó contra los persas en las batallas de Maratón, Platea y Salamina; testigo del nacimiento de la democracia ateniense y del poder del pueblo sobre los tiranos. Por gente como él, como Conrad, London, o Cervantes quise yo hacerme soldado o marino; pensé que era la manera más corta de tener un destino literario; como siempre me equivoqué, era el camino más largo.

Este verano me he ido con Esquilo a las playas de Bajo Guía, de las Piletas, de la Ballena y de Faro Blanco. Me he sentado en el Areópago con los ilustres atenienses, y he dictado justicia:

He decidido declarar inocente a Clitemnestra del asesinato del rey Agamenón, su marido, recién llegado de la ciudad de las altas torres; y de su amante la adivina Casandra, hija de Príamo, convertida en su esclava después de todos los crímenes atreidas acaecidos en Troya, que han quedado sin redención, sin justicia y sin venganza. Y he decidido perseguir a Orestes, de la mano de Álvaro Cunqueiro, o sin él, y que se cumpla la condena ha muerte que he dictado sobre él. Poco me importa que el mismo dios Apolo, haya declarado justo el perverso crimen de Orestes cometido contra su propia madre.

Primero, escuché a Clitemnestra: ¿Y tú quieres oír la sagrada ley de mis juramentos? Por Justicia que ha vengado a mi hija; por Ate y por Erinis, a quienes he sacrificado a este hombre, no se me ocurre ni pensarlo que el temor pise este palacio mientras encienda el fuego de mi hogar Egisto, leal a mí como hasta ahora. Ése es para mí escudo no pequeño de valor. Yace en tierra el que ha injuriado a esta mujer, felicidad de las Criseidas bajo Ilión; y también esa esclava y adivina, la profetisa que compartió su lecho, fiel concubina, que ha desgastado junto a él los bancos de la nave. Ambos han tenido lo que merecían. Pues él, así, sin más, y ella después de cantar el último lamento de la muerte, yace, su amante, y me la ha traído el propio marido para condimento de mi gozo.

- ¿Mataste a tu marido?

- Por justicia vengué la muerte de mi hija.

- ¿Qué justicia, Clitemnestra, la tuya?

- Sí, la mía. ¿Cómo crees que he podido soportar la muerte de mi querida, de mi amada hija Ifigenia, cuando era sólo una niña? Un sacrificio inútil, realizado tan sólo para que los vientos fueran favorables y la flota pudiera partir hacia Troya en una guerra de venganza, por recuperar a Helena, que tan sólo quería ser libre lejos del criminal Menelao.
Mi pequeña Ifigenia, muerta a manos de su propio padre. No, innoble no creo que haya sido la muerte de Agamenón. Pues ¿no es éste quien ha traído una dolosa calamidad a la casa? Sufrió merecidamente por lo que hizo sufrir a mi retoño nacido de él, mi Ifigenia tan llorada. Que no se jacte demasiado en el Hades: con su muerte a filo de espada ha pagado todo cuanto hizo.

- El coro no piensa como tú, Clitemnestra, el coro, todo Micenas, no para de llorar la muerte de su rey Agamenón. Cree que sin el tirano la sociedad sufrirá males interminables. Acaba de cantar: ¿Qué destino podría venir en breve, sin excesivo sufrimiento, sin prolongada enfermedad, trayéndome el eterno sueño interminable, después que ha sucumbido el más bondadoso guardián y que tanto sufrió por obra de una mujer? Y ahora a manos de una mujer ha fallecido.

- El coro está pagado por el rey y escribirá para él, para el predominio del hombre sobre la mujer, de la aristocracia sobre el pueblo, del fuerte sobre el débil.
Sí, yo fui esa mujer que mató al tirano, homicida de su propia hija. No me arrepiento, y luego he amado a otros hombres; y no me arrepiento; y nunca me he sentido más libre y más feliz. ¿Tiene el coro, Micenas, Esparta o Atenas, acaso potestad para llamar loca a Helena, por huir de las manos de un marido violento, nefasto, que embarcó con su sed de venganza a tantos hombres hacia la muerte, y fue uno de los causantes del asesinato de la luz de mis ojos, mi pequeña Ifigenia. Que se vayan al Hades cuantos cantan la locura de Helena: ¡Ay, ay, la loca Helena, que tú sola has destruido tantas, tantísimas vidas bajo Troya! Te has adornado tú misma con una suprema, inolvidable corona, a causa de una sangre indeleble. En verdad, había entonces en el palacio una Discordia, establecida allí para desgracia de un hombre.
Tú, como yo, no tienes la culpa de nada, Helena, hiciste bien marchando a Troya para ser más libre y  más amada.

- Pero lo mataste, Clitemnestra por tu propia mano, fue una acto de venganza, no de justicia. La justicia es otra cosa.

- ¿Fue acaso justicia la muerte de mi hija, en un sacrificio inútil para llamar a los vientos a empujar la flota hacia Troya? ¿Fue acaso justicia asesinar a miles de hombres, mujeres y niños en Troya, sólo por recuperar a una esposa que huyó de su marido? Eso era venganza, y lo llamaron justicia. Mi acto contra Agamenón ha sido pura justicia y lo llaman venganza.

- Miré los pies de Clitemnestra y los vi muy blancos y muy desnudos y recordé una frase de un escritor uruguayo que anda volando por ahí: la justicia es como las serpientes, sólo muerden a los que van descalzos.

Cuando llegábamos a uno de los caños que entran por la segunda salina, decidí declararla inocente:

- Yo te declaro inocente; pero sabes que los tribunales y los dioses te declararán culpable para que nada cambie; esa es la misión de las leyes y las revoluciones. Cambiarlo todo para que nada cambie.

Vete en paz, pero cuídate Clitemnestra, porque me han dicho que al pueblo ha llegado un hombre que se parece a Orestes, tu hijo; pero a Orestes sólo se le parece Orestes; luego ha llegado a Orestes;  y viene contra ti, pidiendo venganza o justicia, que para eso están los clásicos para movernos el alma en un verano tranquilo a orillas de La Argónida.