martes, 30 de abril de 2019

BITNA BAJO EL CIELO DE SEÚL, CUANDO CONOCÍ A LE CLÉZIO

Seúl, como todos los sitios del mundo es un lugar donde nadie encuentra a nadie, si antes uno no se ha encontrado a sí mismo. Conocí a Le Clézio una tarde de lluvia en Madrid, y a Bitna una tarde de lluvia en Seúl, donde llegué buscando los cuentos de una Sherezade oriental que busca alimentar la vida de una enferma que no puede moverse más que con las palabras de los relatos que le cuenta, a cambio de dinero, una joven que ha llegado desde un pueblo pesquero, como el mío, a la gigantesca Seúl.

"Soy Bitna", me dice, "tengo diecinueve años y estoy sola en esta gran ciudad que es Seúl, bajo el cielo".  "Bitna, yo también te pagaré", le dije, "sé que cada noche le cuentas a Salomé una historia, sé que ella vive de ese aire vocalizado que sale de tu boca. Yo solo soy un buscador de cuentos". Bitna me miró y me dijo: "¿quién le ha dado mi nombre?, Sabe de sobra que no me estoy inventando nada. Nunca he sabido inventar, solo cambiar nombres e imaginar lugares". "Me lo dio Le Clezio", le contesté.

"¿Le Clézio?, ¿dónde lo viste?", me dijo. "En Madrid", le contesté, "pero ya sabes que ese hombre es de todas partes; descendiente de bretones emigrados a Isla Mauricio, él nació en Niza, luego vivió a África donde su padre servía en el ejército británico. Esa vida en Nigeria le trajeron a los labios su primeras novelas, Onitsha y El Africano, con un estilo tan propio como salvaje; allí siempre viví descalzo, me dijo; luego llegó Guayana, México, unos años con con los indios Embera-Wounaan de Panamá, Tailandia, y ahora Seúl; y para abundar más en esa tierra sin fronteras que lleva bajo los pies se casó con una mujer saharaui de la provincia española de Río del Oro. Para ser un creador lo tiene todo".

Vamos, le dije a Bitna, podemos llegar a un acuerdo, no me hacen falta relatos nuevos. Cuéntame la historia de la dura frontera entre las dos Coreas, la que solo salvan las aves, la que solo las palomas del señor Cho atraviesan por el aire con mensajes de amor y recuerdos. Yo siempre viví con un palomar en la azotea de la casa de mi abuela, donde iban de ida o venían de vuelta esas viajeras incansables, que traían mensajes vivos desde lejanos lugares. Recuerdo que el primer mensaje que me me enseñó mi tío Eduardo, venía de Lisboa. "Mira ese buchón", me dijo, "acaba de llegar, ¿quieres saber qué mensaje trae?" "Claro", le contesté. Entramos en el palomar, lo agarró con suavidad con las patas entre sus dedos lo volteó y cogió el mensaje de la anilla: Viajar assim é viagem. Mas faço-o sem ter de meu, mais que o sonho da passagem. O resto é só terra e céu. (Viajar así es viaje. Lo hago sin tener de mí más que el sueño del pasaje. El resto es sólo tierra y cielo). "En unos días el buchón estará de vuelta en Lisboa", me dijo mi tío Eduardo, "¿quieres ponerle tú algo?"

Yo entonces no sabía que el dueño del palomar lisboeta respiraba poemas de Pessoa; con doce años Pessoa no existía para mí, porque de otra forma le hubiera contestado con algún verso de Cernuda o Lorca, pero escribí solo: Donde te lleve el cielo, recuerda el palomar de Sanlúcar. La loca frontera entre las dos Coreas sigue en pie y la casa de mi abuela se la comió el tiempo; y a la pajarera y al palomar.   

"Bitna, sigue contando cuentos para mí, por favor, te pagaré; cuéntame la historia del aprendiz de asesino, la del señor Cho y los dragones,  la de Nabi, la cantante, y la historia del paso del puente del arco iris", le supliqué. 

Llovía, y me dijo que esos eran los cuentos de Salomé, pero que no me preocupara que posiblemente Le Clézio escribiría alguna vez cuentos para mí. Y además, el día menos pensado volveremos a vernos bajo el cielo de Seúl.

Ahora me toca a mí. Camino bajo el cielo de Seúl; las nubes van rodando despacio; en Gangnam está lloviendo; por donde cae incheon, el sol enciende una gloria y, al norte, la montaña Bukhan emerge de la lluvia como un gigante . Estoy sola y libre, voy a empezar a vivir.