sábado, 29 de abril de 2017

EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS, EN LA HABANA CON LEONARDO PADURA


Viajé a Cuba antes de conocer a Leonardo Padura; así que perdí en aquella ocasión la oportunidad de visitar La Vieja Habana acompañado por un cicerone excepcional.

Para leer durante esos días decidí meter en la mochila los Versos Sencillos de José Martí, El Viejo y el Mar de Hemingway, El Siglo de las Luces de Carpentier y Paradiso de José Lezama Lima; pero como la Literatura la carga el diablo, justo el día antes de salir, una amiga, de las que te aconsejan libros para dejarte en la más grande de las incertidumbres, me dijo que antes de ir a La Habana convendría haber leído al Padura y sus novelas de Mario Conde; ya que es la mejor manera de conocer el barrio de la Víbora y de Mantilla revenido en metáfora, alumbramiento y literatura de toda la Habana.

En el aeropuerto no dejé pasar la ocasión de ir a la tienda de revistas y libros que los despistados de última hora visitan antes de coger el avión; y con las prisas, pensando que la fortuna literaria me había tocado con su dedo, agarré el primer libro de Padura que vi y que ocupaba un lugar de excepción sobre la estantería que abría la tienda. Traté de localizar otro libro de Padura que no fuera ése, porque el que tenía en las manos, editado por Tusquets, era un volumen de más de 600 páginas y yo no tenía más que diez horas de vuelo antes de pisar a La Habana. Ni me fijé que ese libro no formaba parte de la famosa serie Mario Conde. Como no encontré otro me llevé el grueso volumen.

Así que embarqué, rumbo a Cuba, para buscar sin saberlo al Hombre que Amaba a los Perros, que no era un sólo hombre, ni dos, sino tres; tres historias, tres voces, tres novelas que se van urdiendo por la mano maestra del hombre de La Habana que vive en el barrio de Mantilla:

1.- La primera, la del joven cubano Iván Cárdenas, aspirante a escritor, que cuenta cómo asediados por el hambre, los apagones, la devaluación de los salarios y la paralización del transporte -entre otros muchos males-, Ana y yo vivimos un periodo de éxtasis. Nuestras respectivas delgadeces, potenciadas por los largos desplazamientos en las bicicletas chinas que nos habían vendido en nuestros centros de trabajo, nos convirtieron en seres casi etéreos, una nueva especie de mutantes, capaces no obstante, de dedicar nuestras últimas energías a hacer el amor, a conversar por horas y a leer como condenados -Ana poesía, yo después de mucho tiempo sin hacerlo, otra vez novelas. Fueron años como irreales, vividos en un país oscuro y lento.

2.- La segunda novela, la del líder socialista ruso Leon Trosky, perseguido por la misma maquinaria asesina stalinista que él también ayudó a su manera a construir, y que en vez de llevarme a Cuba, me hizo viajar de Rusia a Turquía, de Turquía a Francia, de Francia a Noruega y de Noruega a México donde le esperaba un piolet o un zapapico, que lo mismo da, que da lo mismo, para ser incrustado en el cráneo. Natalia Sedova, las manos sobre la mesa de madera basta, lo miraba, petrificada por el peso de la decisión que los condenaba no ya a morir de frío en un rincón del país, sino a tomar el camino de un exilio que se presentaba como una nube oscura. ¿Desterrado el líder que movió las conciencias del país en 1905, el que había hecho triunfar el levantamiento de octubre de 1917 y había creado un ejército en medio del caos y salvado la Revolución en los años de las invasiones imperialistas y la guerra civil?

3.- Y la tercera historia, la de Ramón Mercader del Río, convertido en un súbdito criminal de una causa que se ha ido evaporando a la vez que se evapora el tiempo; un tiempo que terminó creando un paraíso apoyándose en todo lo humanamente vil. Ese Ramón Mercader que el Padura nos presenta desde sus inicios en la Guerra Civil Española en el frente de Guadarrama, cuando su madre, la indómita y desquiciada Caridad del Río y los soldados de Stalin, lo enredan en la misión que cambiará la historia del mundo y de la clase trabajadora, el asesinato de Lev Davídovich Bronstein, Trosky; el hombre que creyó alguna vez que podía frenar la burocracia comunista que convirtió la mitad del mundo en una cárcel. Ramón había ido puro y lleno de fervor (Leonid dixit) al altar de los sacrficios, para descubrir o ratificar que, entre los muchos estafados, él tenía cierto derecho de prioridad, como en las colas de los comercios: su acción lo distinguía en la pista infinita de aquel circo donde tanto habían resonado los látigos y tantas veces habían bailado los payasos, con sus sonrisas congeladas.

Leonardo Padura me llevó, con mano maestra, por Cuba, la Unión Soviética, España, Francia, Turquía y México, de la mano de un par de Borzois; y me alegro de haber cogido en la tienda del aeropuerto ese libro que en vez de por las calles de La Vieja Habana me ha arrastrado por la psicología y las experiencias, trágicas como el siglo XX, de los personajes de la novela

Los grandes escritores, y Padura lo es, nos llenan la conciencia de preguntas en la realidad o la ficción que nadie es capaz de responder y continuaran en el aire para siempre, al igual que volaban en una conversación entre asesinos en una oscura casa del barrio moscovita de Goliánovo:

- Stalin mandó construir Goliánovo después de la guerra. Como siempre dio un plazo para terminar los edificios, sin que importara mucho cómo quedaran -dijo Eitingon. Pero si los departamentos son pequeños y feos, la culpa claro, es del imperialismo, que también es responsable de que los zapatos soviéticos sean tan duros y la pasta de dientes irrite las encías.

- Y al futuro llegaste....-dijo Eitingon- Occidente es el pasado decadente. Y lo más jodido es que es cierto. El capitalismo ya dio todo lo que podía dar de sí. Pero también es cierto que si el futuro es como Goliánovo, la gente va a preferir por mucho tiempo la decadencia con desodorante y automóviles de verdad. El mundo está en el fondo de una trampa y lo terrible es que nosotros perdimos la oportunidad de salvarlo. ¿Sabes cuál es la única solución?
  
Jodido Padura, y ahora, ¿qué hacemos?, sabiendo que entre las pocas cosas que repartidas siempre tocan a más, están el dolor y la miseria.




sábado, 8 de abril de 2017

¡QUÉ RARO QUE ME LLAME FEDERICO!



Nada más lejano a los sentidos que la memoria, ni nada más cercano al espíritu que los recuerdos. La memoria te trae alguna voz, alguna borrosa imagen que desaparece rápido en el aire, y muchas lagunas que suelen ser confundidas con el olvido. Los recuerdos, sin embargo, tienen una forma definida que nuestra razón terminará por dominar, engañándose a sí misma para que el alma pueda sobrellevar los errores, que nos persiguen a veces con fiereza, y todo el daño ajeno o propio que hemos provocado.

Esta mañana recibí unas fotos de Bosnia, que le pedí a un amigo que anduvo conmigo aquellos años por allí, ya que estoy metido en una engorrosa faena literaria sobre aquella guerra. Venían acompañadas con unas escuetas letras que decían: Te mando las fotos de Bosnia; rebuscando he encontrado otras que son para ti.

Nada más ver la primera me he sorprendido, porque no recordaba el momento en que se tomó la fotografía. Debía ser cuando las rosas huían por los filos de las últimas curvas del aire. Nada de ese tiempo conseguía venirme a la memoria; ni un pequeñísimo recuerdo. Sin embargo, puedo acotar razones y circunstancias en función de lo que veo. En ella, en una nave de literas estamos Arcadio, pocos nombres tan literarios como éste; el Trosky, que sigue siendo un hombre que ama a los perros en los libros de Padura; y yo, que sujeto con mi mano izquierda un libro de poemas de la editorial austral, y que posiblemente me acompañara en mis días por la montaña. Ya no recordaba lo que leía en aquellos tiempos. Me ha parecido una foto muy literaria porque me escoltan esos nombres de libro y yo, que para no desentonar, llevo uno en las manos. La fotografía debió tomarse hace treinta y un años por los uniformes que vestimos; y el lugar debe de ser Candanchú en el Pirineo aragonés donde andábamos realizando unas prácticas en montaña.

He intentado adivinar qué libro era el que me acompañaba en aquel momento y me he acercado a mi pequeña biblioteca buscando volúmenes de aquellos tiempos; y he encontrado dos, uno de los cuales puede ser el que sostengo en la mano izquierda.

Aquel año, 1986, aparte de bucear medio asfixiado en el álgebra, de la que sólo me atraía su pasado árabe, el cálculo, alejado de mí en los volúmenes y en las formas, la física, que me atraía porque me acercaba a la concepción del mundo, la electrónica, que nunca entendí, la informática que andaba brotando de la nada, o los motores, tan alejados de la sonoridad de los versos, sé que lo dediqué a leer a los poetas de la generación del 27. Tuve la suerte de que en la biblioteca que había en la Academia de Zaragoza, donde se daba un continuo intercambio de volúmenes con aires de trapicheo, y que estaba muy cerquita de mi camareta, tenían prácticamente la obra completa de casi todos ellos. Allí leí a Emilio Prados, a Altolaguirre, me acogí a la realidad y el deseo de Cernuda como el que se acoge a asilo en sagrado, releí el canto de siempre de Alberti, recuperé la voz, a ti debida, de Salinas y me encontré con un Miguel Hernández, cabrero, por todos los montes por los que andaba, que se juntó con los del 27 por pura cercanía de estanterías bibliófilas. 

Yo había empezado, hacía mucho tiempo, como no podía ser de otra manera con Federico García Lorca, leyendo los poemas en los que ejerce de andaluz profesional, como alguna vez con retintineo lo llamó Borges. 

Durante mis días de oposiciones me había aprendido casi de memoria el Libro de Poemas, el Romancero Gitano y el Poema del Cante Jondo. Pero ese año en la Academia, descubrí al Lorca de Poeta en Nueva York, del Llanto y del Diván del Tamarit; y de su teatro redondo como sortijas; y abandoné, no sin desconsuelo, al andaluz profesional, para embarcarme en esa generación del 27 que sin abandonar la tradición, volteaba la poesía y sus formas para entregarnos ese otro don sin el cual no se entendería toda la obra poética del siglo XX. Una pena que yo llegara tarde a la celebración del centenario de Góngora en el Alfonso XIII.

Aquel tiempo fue el tiempo de mi gran enemistad con los Rosales; pero yo estaba muy equivocado y me sacó de mi error el enorme poeta que fue Félix Grande. ¿Sabes, Luis, que murió hace tiempo Ramón Ruiz Alonso?; y Luis Rosales le contesta: "Pobrecito".

Ramón Ruiz Alonso, Juan Trescastro y Federico Martín Lagos y, aparte, ese Juan Valdés Guzmán se dirigen a casa de los Rosales en Granada, a la casa encendida, donde puedo decir que no nos equivocamos en nada salvo en lo que más quería; sacan de ella al poeta y lo que ocurre luego es una historia conocida. Asesinado por el cielo, entre las formas que van hacia la sierpe y las formas que buscan el cristal.

Años después, los libros de ese poeta los encuentra un cadete en la biblioteca de la Academia donde estudia y se hace una foto con uno de ellos durante unas prácticas en montaña.

Una foto que no recuerda que se hizo y que le envía, pasados mil años, un amigo, de esos que son para siempre, aunque nunca se vean; y  treinta y un años más tarde, mira esa fotografía con agrado y se inventa todo cuanto sentía en ese momento.

Busca otras fotos de entonces y sigue inventando su pasado: ¡Qué raro que yo me llame Federico!; aunque aquello fue en un tiempo en que como Hemingway éramos muy jóvenes, muy pobres y muy felices.























sábado, 1 de abril de 2017

EL DÍA QUE QUISE SER LEONARD COHEN EN EL HOTEL CHELSEA


You told me again you preferred handsome men
but for me you would make an exception.

Volviste a decirme que preferías hombres guapos,
pero que conmigo harías una excepción.

Hay veces que creo, con algo de escepticismo porque también ordenan el mundo las circunstancias, que todas las personas vivimos las mismas experiencias, atravesamos por las mismas emociones y nos enfrentamos a parecidas peripecias. Voy a contar el día que quise ser Leonard Cohen. Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel. I remember you well in the Chelsea Hotel.

Hará unos mil años, cuando yo era un joven que empezaba a trabajar, pongamos que tenía 25 años, me enviaron a Canarias. Me alojé en un hotel en Santa Cruz de Tenerife, cerca del puerto y de la Plaza de España. Solía volver del trabajo sobre las seis o las siete de la tarde, con el tiempo justo para cambiarme y dar un paseo, embocando la Avenida Marítima hasta el puerto; y allí me pasaba un par de horas oliendo a muelle y recordando otros momentos parecidos, donde siendo niño el olor a gasoil de los barcos impregnaba mi existencia. Esas cosas, entre otras, trae tener un padre marino mercante. A veces, me acompañaba Joseph Conrad, mientras me sentaba en un noray, al que me ataba sin maroma, a ver maniobras de atraque o desatraque o a los pescadores que fondeaban el plomo junto a la pared del muelle o a las señales de estiba.

Y tras esta peripecia marina, regresaba cada noche al hotel para volver la espalda a la multitud, you just turned your back on the crowd. Cenaba algo rápido y subía a la habitación a descansar.

Cierta noche justo cuando las farolas de la calle recibieron la eléctrica orden de encendido, llamaron a mi puerta con dos toques suaves que figuraban unos finos nudillos. En un primer momento decidí no abrir la puerta, pues una visita yo no podría tener allí más que por equivocación. Pero aquellos sonoros y suaves nudillos repitieron los dos pequeños golpes y no me quedó más remedio que abrir la puerta de la habitación. Al abrirla, una joven rubia, llena de pecas, ojos azules y muy bella se apareció ante mí, hablando un auténtico inglés de Inglaterra.

Efectivamente había llegado hasta mi puerta por equivocación. Sorry, I´m looking for Chris, dijo sorprendida al verme. En ese momento supuse que aquel hotel canario se había transfigurado en el Chelsea Hotel y no tuve más remedio que decirle: Little lady, you´re in luck, I´m Kris Kristofferson.

Nuestra conversación no fue más allá de unas entrecortadas palabras de cortesía. Me pidió perdón por haberme molestado, y por su error, y continuó andando dándome la espalda, por el pasillo de la segunda planta buscando la habitación de Chris. "Es evidente que esta chica no es Janis Joplin. Ni éste es el Chelsea Hotel". No importa, me dije, no somos guapos, pero nos queda la música. Well never mind, we are ugly but we have the music.

Si ella hubiese sido Janis Joplin y aquel hotel canario el Chelsea, sin duda, se hubiera quedado conmigo. También es verdad que yo no era Leonard Cohen. Así que, como aquella no era forma de ir a dormir, decidí cambiarme de ropa y acercarme a tomar una copa a un bar cercano a la bocana del puerto, donde ponían buena música.

And that´s was the reason and that was New York. Y ésa fue la razón, por la que un día quise ser Leonard Cohen, haciéndome pasar por Kris Kristofferson, pero la bella joven que se equivocó de habitación no quiso ser Janis Joplin, y hacer conmigo una excepción, supongo que no tendría alma de artista. Ni siquiera sabía quiénes era Leonard Cohen y Janis Joplin; y, posiblemente, lo único que le quedaba era la belleza; me consolé pensando que yo no puedo cuidar de todos los petirrojos caídos. I don´t keep track of each fallen robin.