sábado, 12 de junio de 2021

CAMINO DE ASTÁPOVO, DONDE TERMINAREMOS TODOS

No sé si estoy demorando demasiado mi fuga; porque aprendí de Tolstoi que hay que entrar en la última estación a gran velocidad. Así la muerte, sin tiempo de avisarnos con señales agitando un farol desde las vías, de un golpe seco cambia las agujas.

Mi única duda es saber cuándo debo de ir a coger ese tren que va al Sur de ningún sitio. Al Sur, siempre al Sur. Yo no tengo secretario personal; y si bien no he andado luchando por la península de Crimea; sí he estado en algunos lugares parecidos; pero, ahora que el tiempo se acerca, creo que veo a demasiada gente camino de Astápovo. Uno siempre fía en que su viaje será más largo, pero no importa la longevidad que tenga su carne que siempre terminará su viaje en la estación intermedia de Astápovo.

Ahora que se me ha muerto Joan Margarit en su estación de Astápovo, y como siempre me pasa cuando voy incorporando a mi club de los poetas muertos algún nuevo miembro, que entra sin avisar, he querido escuchar su voz y retomarlo de madrugada, cuando sólo se oyen relojes en lo oscuro, me lo imagino a sus ochenta años huyendo en un tren ruso que iba al sur de ningún sitio, adonde los viejos quieren ir.

Y voy entendiendo que todo lector es también artífice del poema y que puede construirlo según lo lee. Y que la poesía no es democrática, como equivocadamente creímos en aquellos años ochenta, porque todo poema termina viviendo en una única alma; y sufre y ama y sueña siempre en lo individual; para poder correr más rápido que el frío, aunque nuestro tren sin remedio siempre quede cubierto de nieve en la estación de Astápovo.  

Y con Joan Margarit he recordado cómo llegué a Rusia. Y he recordado cómo llegue a Tolstoi, a quien todavía le debo muchas lecturas. Y, posiblemente, cuando le enseñe al revisor el billete de mi asiento en el tren de Astápovo, de los cuatro o cinco libros que lleve en mi maleta, uno será suyo. Y he vuelto a abrir la vieja enciclopedia que arramblé, sin pudor, de casa de mis padres y que todavía guardo como oro; porque sus tres volúmenes me hicieron vivir de niño demasiadas aventuras y conviene volver a ellas de vez en cuando; para ver jugar de nuevo a Tolstoi en su finca de Yasnaina-Poliana, mientras el conde, ya anciano, con Rilke a su lado, me examina con intención y me bendice involuntariamente con alguna bendición indecible. También me siento a leer sobre su sencilla tumba en medio del bosque; y aprendo con él que los objetivos del Arte son inconmensurables; que el artista no pretende resolver una cuestión irrefutablemente, sino obligarnos a amar la vida en todas sus manifestaciones que son inagotables. Si me dijeran que podría escribir una novela en que estableciera indiscutiblemente como verdadera mi opinión en todas las cuestiones sociales, no dedicaría ni dos horas a tal trabajo; pero si me dijeran que lo que escribiera sería leído dentro de veinte años por los que hoy son niños, y que llorarían y reirían y se enamorarían de la vida que hubiera en ella, le dedicaría toda mi vida y mis fuerzas.

Bueno, al final, al reescribir mi lista de poetas muertos he terminado en la estación de Astápovo con Joan Margarit y Tolstoi. ¡Qué envidia esa estación de tren como un lecho de muerte ferroviario!

Siempre he pensado que el catalán, de entre las lenguas románicas, es la más poética de todas. Tal vez influya que un anochecer en Lleida hace muchísimos años, alguien me susurró al oído: "Ros me un petó a poc a poc".







sábado, 5 de junio de 2021

MISIÓN: MATAR AL HOMBRE EN EL CASTILLO. LUCHANDO CONTRA PHILIP K. DICK

Hubo un tiempo donde el mundo que yo conocía era el que conformaban las páginas de la Enciclopedia Larousse, edición del año 1967, impresa por Planeta en 1976. Todavía sigue haciéndolo cuando vuelvo cada verano a La Milagrosa. Y siento de nuevo que todo lo allí escrito es la compleja realidad.

Ahora, con el paso de los años, soy mucho más escéptico, toda vez que en el momento en que salí al mundo me di cuenta de que apenas se parecía a como yo lo había leído, porque me cansé de ver la forma en que los narradores omiten o desfiguran los hechos; traicionando, sin pudor, el mismo origen etimológico de la palabra Historia; aquel que cuenta las cosas porque las ha visto

Puedo poner infinitos ejemplos de lo que les digo desde tiempos de Polibio; o incluso remontarme a un más lejano pasado. Pero hay tres hechos que, sin duda, confirman que estamos viviendo en la irrealidad que nos cuentan quienes manejan los hilos que nos llevan y los poderes que conducen nuestro devenir, mientras permanecemos ciegos a las más cercanas realidades que hombres escondidos, ya sea en un castillo, en el apartamento 6º B de la calle Maipú o en una casa de piedra de la calle Zapaterías nos lanzan en volúmenes aulladores para abrirnos los ojos.

Pues sí, de corazón lo siento, pero tengo que contarles la verdad: el mundo no es como nos han dicho que es.

Cuando leí a Borges asegurando la existencia de Uqbar con una descripción tan plena que admitía pocas tribulaciones, lo primero que hice fue acudir a mi enciclopedia Larousse, en su tomo X y vi que nada se hablaba de esa tierra, cuando debía aparecer reflejada entre las entradas Uqba Ibn Nafi y la antigua ciudad mesopotámica de Ur, donde se cantó por primera vez la epopeya de Gilgamesh. Si para la Gran Enciclopedia esta tierra no existe, para nadie existe, me dije. En vano fatigué atlas y catálogos.

¿Qué interés podía haber en borrar de los mapas las ciudad de Tlön y la tierra de Uqbar? Pues fueron borradas, como borraron Troya, que apareció casi cuatro mil años después por la tozudez de Heinrich Schliemann. Creímos cuanto nos contaron, creímos las victorias de Agamenón, Alejandro, César o Carlomagno; que ordenaron a sus artistas modificar la Historia a su imagen y beneficio.

He viajado cuanto he podido y allá donde voy pregunto por Tlön y Uqbar. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo he reconocido tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis, el mago, invocado más bien como una metáfora.

Pero si fatigo la búsqeda de Uqbar, no menos ardua es mi búsqueda del hombre del castillo, que pretende hacernos creer que los aliados ganaron la Segunda Guerra Mundial; y así lo hemos creído hasta ahora, llenando de vanas esperanzas nuestro futuro.

El hombre del castillo, con una obra inmortal, intentará fijar para la Historia la gran falsedad de que los nazis y los japoneses perdieron la guerra. No pararé hasta encontrarlo y destruir todas sus obras. Yo puedo demostrar que Troya no perdió su guerra, que Aníbal superó en Zama a Escipión, el Africano; y que Roma no es como la pintan los pergaminos y papiros; o que Alejandro jamás llegó al Indo ni acabó con Darío.

Acaso no es claro que en el siglo XX, según las últimas investigaciones, los alemanes ganaron la guerra y, por otra parte, habían tenido éxito con los judíos, los gitanos y los evangelistas. Y habían empujado a los eslavos dos mil años atrás al corazón de Asia. Para eliminar a los aborígenes norteamericanos, los británicos precisaron doscientos años; mientras que los alemanes habían necesitado menos de quince años en África. 

Parece mentira que los libros y las investigaciones sean incapaces de vivir por sí solas; y siempre la mano del hombre, de un hombre solo, por medio de la escritura y el arte termine fijando la verdad o la mentira a su manera. Con un solo libro, ¿vosotros lo habéis leído?: La Langosta se ha posado.

Seguramente hayan oído hablar de él. Casi todo el mundo está leyéndolo. ¿Qué hubiera pasado si los aliados no hubieran ganado la guerra? ¿Piensas que debían haber hecho con Inglaterra lo mismo que ella había hecho con África?

La langosta se ha posado. Ese hombre, Abdensen, quiere cambiar la Historia y `puede que lo consiga si no tomamos medidas. Si su libro triunfa, dentro de quinientos años, todos creerán que los aliados ganaron la guerra a los nazis y japoneses. Bien, es verdad que estos últimos habían matado a todos los cómicos en Nueva York, casi todos ellos judíos, en realidad habían matado casi todas las formas de entretenimiento. Entraron allí como un elefante en una cacharrería y el oro volvió a Europa, a Berlín, si allí hay tanto dinero ahora es porque se lo robaron a los judíos cuando los echaron de Nueva York con esa maldita ley de Nuremberg. Nunca pensé que las leyes raciales de los nazis se aplicarían aquí, en Estados Unidos, aunque perdiéramos la guerra. 

Ese hombre, a quien busco, Abdensen vive cerca de Cheyenne, en un sitio seguro, escribe dentro de una fortaleza rodeado de armas. Los jerarcas nazis pusieron el grito en el cielo cuando leyeron el libro. Saben que la Historia, si ese libro tiene éxito, no será grata con ellos; porque el mal que lleva Abdensen en las venas es un elemento consustanciado con el mundo, se derrama sobre nuestra cabeza, entra en nuestro cuerpo, nuestro cordón, nuestra mente, hasta en las piedras de la calle.

Por eso, los perseguimos. Por eso, fui detrás de Borges, de Abdensen, de Torbado; porque ellos pretenden cambiar con relatos la Historia que vivimos. Y lo peor es que lo están consiguiendo. Qué distinto sería todo si los norteamericanos hubieran ganado la guerra. Ahora, el poder deslumbrante de los Estados Unidos estaría extendiéndose por todo el mundo.

Si norteamericanos e ingleses hubiesen ganado la guerra, no habrían tenido más preocupación que ganar mucho dinero en un capitalismo feroz. Abdensen está muy equivocado. No hubiera habido ninguna reforma social ni planes de bienestar común. Los plutócratas anglosajones no lo hubieran permitido.

"Habla como un fascista devoto", pensamos Juliana y yo de Joe, mientras nos dirigíamos a Cheyenne a matar al Hombre del Castillo. Es un gran problema que siempre haya gente de letras escondidos en sus castillos, no saben el daño que hacen con un papel en blanco y un lápiz.