domingo, 1 de diciembre de 2019

PETER HANDKE, ENTRE EL VIAJE EN INVIERNO, EN VERANO Y LOS AVISPONES


No hay clásico que no lleve una pesada carga. No hay clásico que no siga haciendo las mismas preguntas desde el principio de la palabra escrita. No hay clásico que incluso siendo alimentado por el propio sistema no termine chocando con él. No hay clásico que no necesite ser leído constantemente para poder entender con cada lectura una migaja más, como si de infinitas ruinas circulares se tratara. No hay clásico que no termine alguna vez exiliado de su propia conciencia. Un Nobel no hace a un clásico; pero sí un clásico hace a un Nobel. ¿Por qué no viajar entonces desde Bajna Bâsta a Visêgrad en la República Srpaska de Bosnia?

Ya hace años lo hice de la mano de hoy ya viejos soldados; pero sí, me he decidido a acompañar a este escritor austriaco, que me deslumbró con la difícil novela de Los Avispones, escrita para lectores de los años 60, ardua para lectores de los 80 como yo; e imposible para esos lectores del nuevo milenio. Qué se le va a hacer, aunque los clásicos duren siempre; sin embargo, no están los tiempos para clásicos. Aunque me sorprendió no encontrar ni el esperado retrato de Radovan Karadzic ni el de Ratko Mladic en las paredes. Sólo un paisaje y un prado bosnio. Íbamos a su región, si no con esa expresa buena voluntad; por lo menos, no era una fría mala voluntad como ha ocurrido con casi todos los que han viajado allí en estos últimos años.

Cuando yo andaba por allí, en Drâcevo, Môstar, Jablanica; convivímos a la manera que se convive, pasando por un frente ardiendo, con la Armija, con el HVO; y con todos aquellos ciudadanos de a pie que andaban sufriendo la locura nacionalista de los Milosevics, Tudjmans, Karadzics, Bobans e Itzetbegovićs de turno.  Vimos a los bosnio-musulmanes que huían de los bosnio-croatas, a los bosnio-croatas de los serbobosnios; los serbobosnios de los bosnio-croatas y bosnio-musulmanes. Dependiendo del lugar en que habitaban, todos huían de todos. Al final, por reducción al absurdo, que eso es la guerra porque la propia violencia la define, eligieron la guerra que, sin medida, termina siendo la única opción entregada en bandeja de plata por la locura nacionalista  de los Milosevics, Tudjmans, Karadzics, Bobans e Itzetbegovićs de turno. Como bien sabemos aquí, Chaves Nogales es buen testigo, nunca hay una tercera vía más que el exilio. Nadie puede engañarse.

¡Ajá, ya vuelven con su locura serbobosnia!, decían en la República Srpaska, cuando nos veían entrar en los pueblos. Yo, antes de que nada existiera, ya amaba Visegrad; pues recorrí ese puente, Mehmed Paša Sokolović sobre el Drina, con turcos, católicos, ortodoxos y judíos; yendo y viniendo; cada tienda, cada garita de guardia, cada arco que son como la media luna, cada piedra que se arrancaba en una revolución y que otra diferente volvía a colocar con las palabras de Ivo Ândric, que ahora dicen que fue serbobosnio, aunque yo nunca lo supe.

En el imaginario común de la guerra de Bosnia, ya hay buenos y malos como en todas las guerras, no hay tercera vía para la gente común, para los que sufrieron el hambre y la violencia; hay buenos y malos; muy buenos y muy malos; no hay tercera vía, ni cuarta, ni quinta, ni sexta: están los buenos de Occidente y los malos de Oriente, en una generalización que ha llevado a demonizar a todo un pueblo o a dos. ¿Procesos?, ¡Sí!, pero contra gente que procedan a la vez de los tres pueblos que han estado en guerra y no en primer lugar contra un serbio. Más de una vez en mi vida he escapado de los fusilamientos, de los nazis, de los Ustachas; pronto voy a cumplir 80 años y me mataré yo mismo.

Desde luego, que en la corte Penal Internacional han faltado nombres por detener; aquellos líderes; los Milosevics, Tudjmans, Karadzics, Bobans e Itzetbegovićs de turno, que embarcaron en la locura nacionalista al común del pueblo, a esos ciudadanos que sólo querían vivir en paz y algunos de los cuales se convirtieron en bestias y otros, pocos, conservaron sus valores. Más de tres años de guerra universal, allí en el extremo del valle. ¡El mundo entero ardiendo en el angosto extremo del valle!

El año pasado volví a visitar Sarajevo, y su biblioteca, puesta en pie de nuevo sobre sus escombros, y sentí dolor cuando en su fachada vi dos placas en inglés y croata que decían:

"En este lugar criminales serbios la noche del 25 al 26 de agosto de 1992 incendiaron la biblioteca Nacional de la universidad, más de dos millones de libros, periódicos y documentos se perdieron en las llamas. No lo olvides, recuerda y vigila"

Esta generalización que criminaliza a todos los serbios está hecha desde la mala fe y me dolió leerla; porque las sociedades que escriben sobre mármol ese tipo palabras están condenadas a no tener futuro, porque están condenadas a no entenderse. Me vienen tantos recuerdos, que si yo tuviera que generalizar.

Vosotros, serbios de Bosnia, ¿qué hacíais allí, precisamente vosotros? ¿Por qué os quedáis en Srbrenica? 

Ya nadie volverá a cantar esa vieja canción en la que un serbio está esperando toda la noche a que lleguen de la orilla contraria del Drina dos amigos amigos musulmanes para disfrutar juntos de esa noche de luna; no hay otra definición de dolor infinito para el Drina que esa, ya nunca volverá a cantarse esa canción.

¿Y por qué no sale el sol sobre el Drina?
Porque ya nadie espera nada.





















sábado, 9 de noviembre de 2019

MI VIDA CON ANNA AJMÁTOVA, RÉQUIEM Y CASTIGO


Antes de que todo se destruyera pasé muchas horas en El Perro Errante, un local de artistas de todas las clases en San Petersburgo, y allí en una de las mesas laterales vistiendo una falda ajustada, un chal sobre los hombros y un negro collar, acompañada siempre de su belleza fría con la marca de Dios en la frente estaba sentada Anna; no era hermosa, era algo más que hermosa.

Como el verbo nació para el amor..., y para el dolor; su marido Nikolái Gumiliov, poeta y de siempre enamorado de su belleza de tigre, como yo, fue acusado de traición y fusilado. Y ella no se rindió. Su hijo Lev fue enviado a una Siberia de nieve dos veces, la segunda por diez años. Y ella no se rindió. Cuando vivía en casa de los Mandelstan, vinieron a por Ossip, una fría noche, para llevárselo a un campo de concentración del régimen bolchevique. Y ella no se rindió. Y ante mí se abrió el camino, / que tantos habían emprendido ya, / por el que se llevaron a mi hijo, / y era larga esa marcha fúnebre / en medio del solemne y cristalino / silencio / de las tierras siberianas. / Aterrada en el pasmo mortal / de todo lo que se había convertido en polvo / y reconociendo la hora de la venganza, / secos los ojos y bajos, / retorciendo sus manos, Rusia, / delante de mí, marchaba hacia el este. A su gran amor Nikolái Punin, con el que tuvo una intimidad inhumana, consiguió sacarlo, la primera vez, de las garras del patriota Stalin con una carta en la que se arrastraba ante él accediendo al perdón por el camino de la humillación. Pero no se rindió. La segunda vez, Punin fue detenido y como la mitad de los rusos enviado a un campo de concentración; y Anna, declarada representante del pantano literario reaccionario apolítico. Y no se rindió. 

Decidió quedarse con su pueblo para compartir su desgracia, y la compartió desde el primer momento, y escribió una maravilla literaria que se llama Réquiem. Diecisiete meses pasó haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Y ahí nació su poema, en esa cola con un frío atroz con el número 300 y un paquete bajo el brazo, ahí nació su respuesta: Puedo.

Aquello fue cuando las estrellas de la muerte se levantaban, y la inocente Rusia se retorcía de dolores bajo las botas salpicadas de sangre y las ruedas de negros camiones, mientras la llevaban al alba y caminaba yo tras ella como en un entierro. Cuántas veces he leído el Réquiem desde entonces.

No sé si volveré alguna vez a El Perro Errante, allí todos éramos bebedores, todos nos acostábamos / con todos. Juntos, formamos una pandilla / de desesperados. Incluso las flores y los pájaros / pintados en las paredes parecían ansiar las nubes. Eso fue antes de que acabara todo. Maldita juventud en la que pasé tantas noches leyendo, en aquel tejado rodeado de gatos, poemas de sufrimiento y misterio en aquella URSS que en vez de ser de acero, Miguel, era  de terror contra la carne y contra el espíritu, fue cuando dejé de discernir quién era la bestia y quién el hombre; pero lo peor de todo era que yo sabía que Anna y yo éramos como una montaña, y que jamás volveríamos a vernos en este mundo.

Afortunado Brodsky, de quien me declaré seguidor perpetuo y amigo desde mi juventud después de leer Del Dolor y La Razón, que podía tomar Vodka con ella en su pobre dacha de Komarovo. Yo no he vuelto, desde entonces, a El Perro Errante, ni volveré, porque ya no estará allí esa mujer con mirada de tigre y versos eternos.

domingo, 3 de noviembre de 2019

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR, SEPÚLVEDA A LA LUZ DE FUEGO



Volver a casa en vacaciones en Navidades tenía muchas recompensas. Desde luego, las largas conversaciones a la luz de la chimenea, con Steersman y Charo, sobre esa familia infinita llena de aventuras que nos había precedido; o salir buscando la noche con alguna de mis hermanas a beber poesía; o dormir con esos amigos, que después de andar vagabundos, se quedaron a vivir en casa hasta su muerte y que, sin una noticia mía durante tanto tiempo, recordaban con alegría infinita quién era yo sin ningún tipo de reproche; y, también, la lectura de ese libro que alguna de mis hermanas había guardado tantos meses para mí, para esos pocos días, porque sabían del placer que me daría su lectura.

Uno de esos libros, sería el de las Navidades del año 1993, me llevó a la tierra de los indios shuar, en el alto Nangaritza, a un mundo totalmente verde, lleno de vida y dolor, para perseguir a una tigrilla que andaba rasgando piel humana, porque no hay machetes de cuatro hojas que hagan que un cadáver apeste a meados de gato. La Amazonia, me dije, es el mejor lugar para pasar mi Navidad. No conocía a Luis Sepúlveda, pero el ser sudamericano ya es para mí un signo de prestidigitación con la palabra, y tratándose de la selva, no iba a dejarlo pasar. Leí la primera frase: El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista.

Me quedo, decidí. Esta noche me quedo en La Milagrosa, no salgo. Así que me proveí de buena leña, encendí la chimenea y en una de esas alfombras, que llegó de Persia en un barco sueco muchos años antes, me tumbé para leer la historia de ese tal Antonio José Bolivar que rastreaba huellas, calores y humedades como un shuar; que era capaz de vivir en la selva haciéndose pasar por uno de sus habitantes, que tenía la sana costumbre de pasar sus horas leyendo novelas de amor; y que era el único capaz de desentrañar la muerte de un gringo río arriba y perseguir a su asesina hasta la última página si fuera necesario: el gringo hijo de puta mató a los cinco cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Ahora la hembra anda enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre.

Y yo andaba a la caza de una forma de escribir que me resultaba muy familiar, una manera de contar en español que me deslumbró desde la primera línea y que en ese momento me llevaba a leer cuanto se había escrito en el centro y sur de ese nuevo continente, con larga variedad de oraciones subordinadas, metáforas encadenadas, epítetos  sonoros y un vocabulario común: Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.

Fue una buena noche de caza, en la que leí tres veces seguidas, alimentando con paciencia la chimenea de La Milagrosa, la historia de ese viejo que vivía en las selvas de Ecuador; y decidí que también yo leería novelas de amor, como ese cazador de la jungla amazónica que esperaba una vez al mes que atracara el Sucre con el dentista a bordo para que lo proveyera de esas novelas donde los protagonistas se besaban de esa manera tan impetuosa y que él desconocía; que no todo iba a ser pasar mis días en La Jara, rodeado de camaleones, topos, lagartos, mirlos, gorriones, verdones, jamases, serpientes, perros y gatos: Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.


domingo, 27 de octubre de 2019

EL GATOPARDO, HISTORIA DE UNA SUPERVIVENCIA, CON LAMPEDUSA


Posiblemente, no ha habido revolución, ni la habrá, capaz de remover de verdad los cimientos de una sociedad y el básico fundamento económico que la sostiene. Podrá haber pérdidas puntuales que toda violencia conlleva, pero ni los nuevos tiempos ni los viejos conseguirán la tan deseada igualdad. El príncipe Fabrizio de Salina lo entendió rápido nada más ver a Garibaldi desembarcar en las playas de Sicilia. "He comprendido perfectamente. Queréis solo ocupar nuestro puesto. ¿Verdad que es esto? tu nieto querido Russo, creerá sinceramente que es barón. Y tú te convertirás, ¡yo qué sé!, en descendiente de un gran duque moscovita, gracias a tu nombre en lugar de ser el hijo de un paleto rojo, justamente como tu apellido indica. Y tu hija previamente se habrá casado con uno de nosotros una vez que haya aprendido a lavarse. Para que todo quede tal cual. "Tal cual en el fondo: tan solo una imperceptible sustitución de castas."

Esas últimas generaciones de familias aristocráticas, como los Salina, cuya decadencia parece que se lleva las revoluciones y el advenimiento de un nuevo estado, consiguen la mimetización con el nuevo orden mediante esos matrimonios que quienes vienen de abajo también desean. "Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad". En eso se equivocaba el duque de Salina, ese paliativo no era más que la fase de necesario mimetismo donde todo cambia para que todo pueda seguir igual.

Tancredi, su sobrino, lo vio claro. Él tiene el apellido Salina, es uno de los Falconeri; pero entiende que debe unirse a la revolución; nada más romántico que un joven, guapo, noble y elegante, del siglo XIX que lucha junto a las huestes revolucionarias de Garibaldi, defendiendo el advenimiento de un nuevo orden y un nuevo rey. ¡Cómo vamos a tratar a Tancredi cuando lo veamos que ha ido a unirse con los forajidos y tiene soliviantada a toda Sicilia!

El príncipe sabe lo que hace, porque es consciente que pertenece a una generación desgraciada a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, sintiéndose el último de los Salina; pero sabiendo que si tuviera que desaparecer la clase noble a la que pertenece, se constituiría en seguida otra equivalente, con los mismos méritos y los mismos defectos. acaso no se basara ya en la sangre, sino, ¡qué sé yo!, en la antigüedad en cuanto a la presencia en un lugar, o su pretendido mejor conocimiento de cualquier texto sagrado.

Por eso no debe preocuparse el Príncipe, porque su sobrino Tancredi ha enamorado a la bellísima Angélica, la hija de un porquero a quien el comercio y los nuevos tiempos y vientos económicos y revoluciones han convertido en el hombre más rico de toda Sicilia y la tierra hermosa e infiel que los Falconeri, los Salina, habían poseído durante siglos, ahora después de una inútil revuelta volvía a él, como siempre, a los suyos.

He ahí el resumen de cualquier revolución: Vamos a cambiarlo todo para que todo siga igual, pero con nosotros.


domingo, 22 de septiembre de 2019

CON MARCO POLO, BUSCANDO EL MILLÓN DE MARAVILLAS


A Constantinopla he viajado muchas veces con las historias de Steersman, pues era lugar común de atraque del Gothia antes de abocar el canal de Suez rumbo a la tierra de las especias.

A Constantinopla he viajado camino de Adana, ciudad al sur de Turquía y tierra de frontera con una Irak en llamas.

Pero a Constantinopla yo hubiera querido ir con Nicolás y Mateo de Pol que la tuvieron como su hogar, pues decidieron,  como buenos mercaderes venecianos, ampliar sus relaciones comerciales más allá de la tierra de los cruzados, hasta el mismo confín oriental de Asia.

Ese era mi viaje, el viaje de los caravaneros para buscar el hilo de la seda durante tres años, y atravesar andando o a caballo toda la ruta que Marco Polo holló con su pie veneciano. Pero yo hijo de la modernidad encontré la ruta de la seda embarcando en un avión de AirFrance en Amsterdam rumbo a Pekín y Chengdu  buscando el hilo rojo que me prometieron los dioses cuando era un joven incrédulo ante esas historias mágicas.

Con Marco Polo y su caravana de mercaderes, yo hubiera llegado a conocer a la reina Bolgana, mujer de Argón, rey de Levante, quien tras su muerte puso en su testamento que ninguna dama pudiera ser de Argón ni sentarse en el trono, que no fuera de su linaje. Con Marco Polo, enviado por el gran Khan, hubiera conocido a la joven Cogacín, la mujer más agraciada y bella del mundo y del linaje de la reina Bolgana. 

Con Marco Polo, en verdad, hubiera puesto mis pies en mi querida y destrozada tierra de Armenia, que había dos Armenias, la Menor y la Mayor, bella y rica donde se encuentra el arca de Noé en una alta montaña que se llama Ararat. Y sabría que en Georgia hay un rey que se llama David Melie también sometido al tártaro. Y conocería el reino de Mosul y a los Kurdos que habitan en sus montañas. Y habría visto con mis propios ojos que las mejores palmeras del mundo se crían de Basora. Y habría aprendido que Tanvis es una gran ciudad en una provincia llamada Irac y su población es una mezcla de mil razas; hay armenios, nestorianos, jacobitas, georgios y persas, y hombres que adoran a Mahoma que llaman taorizines.

Con Marco Polo habría visto con mis propios ojos cómo los tártaros destruyeron y diezmaron la noble e inmensa Persia, y sabría que en Persia se halla la ciudad de Sava, de donde partieron los tres Reyes Magos; un Rey Mago era de Sava, otro era de Ava y el tercero de Cashan.

Y con Marco Polo visitaría la provincia de Tonocain, lugar donde se celebró el encuentro entre Alejandro Magno y el rey Darío. Y conocería de primera mano al viejo de la montaña que prepara a sus asesinos haciéndoles creer que su fortaleza es el paraíso, a base de drogarlos con hachís, conviertiéndolos en hachisínos.

Y viajaría con Marco Polo a la ciudad de Balc, donde Alejandro tomó por esposa a la hija de Darío; y la montaña de sal y el país Dogana. Y atravesaría Cachemira en la provincia de Kesimur donde todavía vivían idólatras y se entregaban a todo especie de encantamientos; y desde este país podría llegar al mar de Indias, hasta llegar donde nace el sol al palacio del gran Khan para servirle hasta la muerte; porque sé, Marco Polo me lo ha contado, que cuando un Khan muere es sepultado en la montaña Altai; y cuando el cuerpo del gran Khan es llevado a la montaña, todos los hombres que encuentra el cortejo fúnebre son pasados por las armas y atravesados por una espada por los que conducen el cadáver, que les dicen: "Id a servir a vuestro señor al otro mundo".

Yo me quedaría allí para siempre sirviendo en la muerte al Khan, y él volvería en barco a Génova, donde sería encarcelado, ¡qué tendrán las cárceles para las grandes obras!, en el año 1298 para escribir el Libro de Viajes, el Libro de la División del Mundo, el Libro de las Maravillas o El Millón que cualquiera de ellos puede ser su título, y leyéndolo sabríamos que nunca es tan hermoso el sol como el día en que uno se pone en camino.







sábado, 21 de septiembre de 2019

TE ESCOGIÓ UN POEMA DE CERNUDA, STEERSMAN



Uno no escoge los poemas que llevará siempre con él. Ni escoge los amores que le atacan como rayos. Ni escoge padre y madre. Creemos que elegimos nuestra vida, pero no es así.

Estaba junto a él, serían las 5 de la tarde del 11 de septiembre. Decidí escuchar un podcast del programa Versos Encendidos de mi poeta de referencia Luis Cernuda. Ese podcast dura 29 minutos y 14 segundos. Llevaba 22 minutos y 42 segundos escuchando los versos de Cernuda cuando sucedió todo, el corazón se le paró, y ese poema me eligió para siempre:

"Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo 
como una nube en la luz; 
si como muros que se derrumban, 
para saludar la verdad erguida en medio, 
pudiera derrumbar su cuerpo, 
dejando sólo la verdad de su amor, 
la verdad de sí mismo, 
que no se llama gloria, fortuna o ambición, 
sino amor o deseo, 
yo sería aquel que imaginaba; 
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos 
proclama ante los hombres la verdad ignorada, 
la verdad de su amor verdadero. 

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien 
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; 
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina 
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, 
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu 
como leños perdidos que el mar anega o levanta 
libremente, con la libertad del amor, 
la única libertad que me exalta, 
la única libertad por que muero. 

Tú justificas mi existencia: 
si no te conozco, no he vivido; 
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido."


Ese poema me eligió para siempre. Y Steersman, Norberto Ruiz Rodríguez, no sabía entonces que un poema de Cernuda se oía en aquella habitación blanca. Eran un poco más de las cinco de la tarde, pero igualmente tardará mucho tiempo en nacer si es que nace...


viernes, 13 de septiembre de 2019

STEERSMAN, MI PADRE, NORBERTO RUIZ RODRÍGUEZ



Ayer, por el hospital, se pasó el descanso eterno a recogerlo.

Mi padre me dijo: "Escucha cómo suena a crujir de aparejos porque la tormenta tensa los paños que jalan de los mástiles". Rápidamente recordé: ese es el sonido del Cielo. Me lo enseñó él, Steersman, Norberto Ruiz Rodríguez,  mi padre.

Por eso, ahora, tengo que lanzar los cabos a las estachas de la memoria, y evocar tu vida.

Qué  no daríamos en casa por volver a oírte hablar de aquel Atleti en el que jugaste con quince años cuando te quiso fichar el Sevilla.

Qué no daríamos en casa por volver a oírte hablar de tus años de estudio en la Escuela de Naútica de San Telmo.

Qué  no daríamos por escuchar de tu boca esa historia de tu Servicio Militar como piloto en el minador Marte cuando le cambiaste el puesto al piloto titular con el deseo de viajar por Europa para terminar haciendo un desembarco en la guerra de Ifni.

Qué no daríamos por oír de tu boca otra vez la llegada a Haifa durante la guerra israelí de los seis días en un petrolero, donde empezaron a llamarte Steersman.

Qué no daríamos por atravesar contigo en aquel mercante sueco el canal de Suez en llamas rumbo al mar de China para sufrir un abordaje pirata en las costas de Camboya o atracar en Hanoi con material para el gobierno vietnamita...

Después de navegar por mil mares, volviste con nosotros a tierra; y aquí te esperaba la Caja de Ahorros de Jerez y el colegio El Picacho del Instituto Social de la Marina.

Y para que no te faltara de nada, tu sucursal bancaria sufrió un atraco. Y con una pistola en la sien te negaste a darle a los atracadores la llave de la caja fuerte , aunque la tenías en el bolsillo.

Qué no daríamos Charo, Lola, Tai, Estefa y yo por tu alegría, por volver a pasear los seis por La Calzada cuando nuestras manos no conseguían abarcar más que uno de tus dedos, y por todos los buenos momentos que vivimos juntos.

Dese luego, "si la muerte vino a buscar una verdad entre tus manos", no las encontró vacías, sino completamente llenas de vida.

Gracias, mi capitán, por tanta vida. Charo, Lola, Estefa, Tai y todos los que te conocíamos te damos las gracias por tanta, tanta, tanta vida.