domingo, 3 de noviembre de 2019

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR, SEPÚLVEDA A LA LUZ DE FUEGO



Volver a casa en vacaciones en Navidades tenía muchas recompensas. Desde luego, las largas conversaciones a la luz de la chimenea, con Steersman y Charo, sobre esa familia infinita llena de aventuras que nos había precedido; o salir buscando la noche con alguna de mis hermanas a beber poesía; o dormir con esos amigos, que después de andar vagabundos, se quedaron a vivir en casa hasta su muerte y que, sin una noticia mía durante tanto tiempo, recordaban con alegría infinita quién era yo sin ningún tipo de reproche; y, también, la lectura de ese libro que alguna de mis hermanas había guardado tantos meses para mí, para esos pocos días, porque sabían del placer que me daría su lectura.

Uno de esos libros, sería el de las Navidades del año 1993, me llevó a la tierra de los indios shuar, en el alto Nangaritza, a un mundo totalmente verde, lleno de vida y dolor, para perseguir a una tigrilla que andaba rasgando piel humana, porque no hay machetes de cuatro hojas que hagan que un cadáver apeste a meados de gato. La Amazonia, me dije, es el mejor lugar para pasar mi Navidad. No conocía a Luis Sepúlveda, pero el ser sudamericano ya es para mí un signo de prestidigitación con la palabra, y tratándose de la selva, no iba a dejarlo pasar. Leí la primera frase: El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista.

Me quedo, decidí. Esta noche me quedo en La Milagrosa, no salgo. Así que me proveí de buena leña, encendí la chimenea y en una de esas alfombras, que llegó de Persia en un barco sueco muchos años antes, me tumbé para leer la historia de ese tal Antonio José Bolivar que rastreaba huellas, calores y humedades como un shuar; que era capaz de vivir en la selva haciéndose pasar por uno de sus habitantes, que tenía la sana costumbre de pasar sus horas leyendo novelas de amor; y que era el único capaz de desentrañar la muerte de un gringo río arriba y perseguir a su asesina hasta la última página si fuera necesario: el gringo hijo de puta mató a los cinco cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Ahora la hembra anda enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre.

Y yo andaba a la caza de una forma de escribir que me resultaba muy familiar, una manera de contar en español que me deslumbró desde la primera línea y que en ese momento me llevaba a leer cuanto se había escrito en el centro y sur de ese nuevo continente, con larga variedad de oraciones subordinadas, metáforas encadenadas, epítetos  sonoros y un vocabulario común: Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.

Fue una buena noche de caza, en la que leí tres veces seguidas, alimentando con paciencia la chimenea de La Milagrosa, la historia de ese viejo que vivía en las selvas de Ecuador; y decidí que también yo leería novelas de amor, como ese cazador de la jungla amazónica que esperaba una vez al mes que atracara el Sucre con el dentista a bordo para que lo proveyera de esas novelas donde los protagonistas se besaban de esa manera tan impetuosa y que él desconocía; que no todo iba a ser pasar mis días en La Jara, rodeado de camaleones, topos, lagartos, mirlos, gorriones, verdones, jamases, serpientes, perros y gatos: Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.


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