
El romántico por excelencia, el creador de su propia leyenda, el Byron español, el joven que con 15 años fundó la sociedad secreta Los Numantinos para luchar por la causa liberal en compañía de los adalides libertarios de la época, el admirador de Riego, el versificador del general Torrijos fusilado por la libertad en las playas de Málaga.
Espronceda, el cadete de la Academia de Artillería de Segovia que, rápido, abandonó para ser el joven lector de versos de la Academia del Mirto bajo la mirada atenta de Alberto Lista; el exiliado en Lisboa, vía Gibraltar, llevado de sus instintos de ver mundo, el exiliado en Londres, donde volvió loca al amor de su vida, la bellísima Teresa Mancha, casada con un hombre de negocios de origen vasco que hacía dinero en las islas de la pérfida Albión; el poeta que secuestró a su amada Teresa en París, como si fuera una moderna Helena, consiguiendo con versos, carne y besos que abandonara a su marido e hijos para fugarse con él; el joven que luchó en las barricadas en la ciudad del Sena en 1830 por la Libertad; su vuelta a España, terminando como diputado en Cortes y muriendo, como buen romántico, a la increíble edad de 34 años.
Así que yo, miraba al señor que me preguntaba que qué quería ser de mayor y pensaba: "Ahí lo tienes, José de Espronceda, no digo que lo superes, iguálamelo". A ver si eres capaz de llegar donde yo estoy: ¿Dónde estoy? Tal vez bajé a la mansión del espanto, tal vez yo mismo creé tanta visión, sueño tanto, que donde estoy ya no sé.
Por eso lo perseguí como un lobo, sobre todo por las noches, por la sacramental de San Justo; por la calle de la Cruz, tomando copas los jueves, donde vivió Espronceda, siempre exiliado en esa Europa del Norte que los escritores españoles convirtieron en liberal mientras pintaban de un falso negro el cielo en España, siempre pagados por la mano extranjera, que todavía nos dura.

¡Espronceda! Tú, tu pirata con cien cañones por banda, tu estudiante perverso, el mismo diablo mundo y todos los mármoles antiguos, ya podéis bajaros de ese pedestal; que voy a poner a Teresa Mancha mientras tú te quedas eternamente mirando a través de la verja de una vieja casa de la calle Santa Isabel, en una noche alumbrada con solo dos faroles amarillos como la muerte, cómo expira esa mujer símbolo del Romanticismo, joven cautiva, al rayo de la luna, lamentando su ausencia y su fortuna.

No lo contaste todo; incluso, para justificar tus traiciones al corazón la dibujas en ese Canto inmortal como una mujer perdida, una mujer arrastrada a lo más bajo de la calle, mísera, a perderte y era llorar tu único destino; roída de recuerdos de amargura, árido el corazón, sin ilusiones, la delicada flor de tu hermosura ajaron del dolor los aquilones; sola, y envilecida, y sin ventura, tu corazón secaron las pasiones; tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran, y hasta el nombre de madre te negaran.
¿Porqué escribes así de Teresa que lo abandonó todo por ti, que abandonó a esos hijos y a su marido en un hotel de París cuando te cruzaste en su camino? ¿Por qué al llegar a España con ella no rompiste con los convencionalismos sociales y la hipocresía, tú que eras tan romántico y rebelde, y te la llevaste a una mancebía cercana a la de tu madre, donde tú te quedaste a vivir, para tener a esa bella mujer a mano, pero sin enfrentarte a las tradiciones puritanas que tanto aborrecías?
El Canto a Teresa es una obra de Arte y fijará tu leyenda y la de Teresa, pero a partir de ahora en el pedestal del arte romántico español está la bellísima figura de Teresa Mancha; mientras que tocando sus pies, mientras gritan por su abandono, estaréis tú, José de Espronceda, tu pirata con cien cañones por banda, tu estudiante perverso, el mismo diablo mundo y todos los mármoles antiguos.

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡ah! ¿dónde estáis que no corréis a mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días,
no consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh! los que no sabéis las agonías
de un corazón que penas a millares
¡ah! desgarraron y que ya no llora,
¡piedad tened de mi tormento ahora!
Cuando ahora me preguntan quién hubiera querido ser, ya no digo José de Espronceda; ahora quiero ser el mayor exponente del Romanticismo español: Teresa Mancha.
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