Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira.
Nunca creí en el magnicidio como una forma de resolver los problemas de un país, más bien justo lo contrario, pero como todo el mundo sabe, y enseñan en cualquier escuela de guerrilleros, la violencia define y con una justa dosificación de violencia unos pocos aventureros son capaces de hacer que todos los demás empuñen un arma. Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal.
El pueblo celebra
con gran entusiasmo
la fiesta del chivo
el treinta de mayo.
A la República Dominicana llegué con una mujer, no voy a negarlo. Decidí irme allí después de estar casi un año en un lugar donde la violencia definía de verdad, tan de verdad que me contaron que hasta los pianistas, quién podía imaginarlo, andaban combatiendo. Allí, en la ciudad donde habían convivido, sin fisuras, las tres culturas del Libro, hasta los pianistas mataban con sus propias manos, algo increíble. "Vámonos a Santo Domingo", me dijo la mujer que me había esperado casi un año y me recogió en el aeropuerto de Madrid. No pregunté por qué a Santo Domingo, nunca pregunto esas cosas, y menos cuando se tienen ganas de huir de todas partes. Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal.
Nada más llegar me enteré que Santo Domingo llegó a llamarse Ciudad Trujillo, hace tal vez treinta y cinco o cuarenta años. Siempre he pensado que no es buena idea cambiar los nombres con que forjó la historia a las ciudades y menos con las señas de un tirano, llámense Estambul, Alejandría, Jerusalén o Sevilla.
Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad se llenó de haitianos. Entonces no ocurría. Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. El jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos.
Ya me había dolido mucho que José Vasconcelos se dedicase a prologar esas Meditaciones Morales de la mujer de Trujillo, que se las daba de literata, aunque lo achaqué a esa necesidad del mecenazgo que siempre tienen los poetas. Y me dolió también que Henríquez Ureña, eminente filólogo, trabajara como secretario de Educación para el tirano; aunque, afortunadamente, el acoso e intento de derribo al que sometía Trujillo a la mujer de Ureña lo hiciera largarse a Méjico donde la lengua española ganó un gran gramático y escritor.
- Ha venido a visitarla el Presidente, señora.
- Dígale que la mujer de Pedro Henríquez Ureña no recibe visitas cuando su marido no está en casa.
Después de esa contestación no cabe más remedio que largarse de la República Dominicana, no sea que les pasase lo que al Barajita y al Valeriano, a quien Trujillo primero condenó y luego los perdonó: Bueno, Johnny Abbes, los locos, sólo son locos, suéltalos. Al jefe del Servicio de Inteligencia se le agestó la cara: "tarde, excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo". Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal. Me paro junto al teniente amado García, que acaba de salir del coche, me presento y le pregunto tratando de averiguar por qué en esos treinta y un años cristalizó todo lo malo que arrastrábamos desde la conquista. No sabe qué decir. Yo sé que él está ahí porque Trujillo hizo que matara al hermano de su novia, y él apretó el gatillo. Tarde, aquella bala salió hace tiempo.
Yo tengo claro que ando por aquí, porque la violencia define, y nadie se salva de ella.
Has llegado a comprender que tantos millones de personas , machacados por la propaganda, por la falta de información, embrutecidos por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojados del libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. Y eso puede ocurrirle a cualquier nación, cuando ante situaciones que parecen difíciles surgen los proclamados nuevos salvadores. "¿No estáis vosotros ahora así?", me pregunta a mí el teniente Amado García. No hago mucho caso a esa pregunta porque yo ahora estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal y es treinta de mayo de 1961 y son casi las 9:45.
Para la pregunta que me ha hecho el teniente Amado García y que yo no contesto, afortunadamente, nos quedan gigantes como Vargas Llosa, que sólo con la pluma es capaz de contestarla y sacarnos de toda duda. Don Mario Vargas Llosa, seguramente, tiene la respuesta a su pregunta, ya que yo estoy aquí simplemente porque la violencia define.
El dictador latinoamericano es un personaje extraño. Como es cruel y ridículo a partes iguales, acaba siendo el verdugo y el payaso del pueblo. Sigue conversando con la gente, querido, y verás que sobre Trujillo te van a contar muchas historias ante las que no sabrás si reír o llorar.
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