No hay antigüedad que no crea que la civilización acabará con la naturaleza, esa naturaleza que está en la frontera de la barbarie.
El único motivo por el que yo quería volar al país de los cedros era para rendir mi duelo por el gigante Humbaba, el guardián de los bosques, el guardián de la naturaleza que vivió entre el Hasbani y el Jordán en una tierra que para siempre fue santa y esa ha sido su perdición.
En Uruk me contaron que su rey Gilgamesh, por su fortaleza y poder, había terminado convertido en un tirano asfixiando a su propio pueblo. Dos tercios de él son dios. La forma de su cuerpo, como la de un buey salvaje altivo. El empuje de sus armas, no tiene par. Mediante el tambor se reúnen sus compañeros. Los nobles de Uruk están sombríos en sus cámaras:
«Gilgamesh no deja el hijo a su padre; día y noche es desenfrenada su arrogancia. ¿Es éste Gilgamesh, el pastor de la amurallada Uruk? ¿Es éste nuestro pastor, osado, majestuoso, sabio? Gilgamesh no deja la doncella a su madre, ¡La hija de guerrero, la esposa del noble! Los dioses escucharon sus quejas. Los dioses del cielo del señor de Uruk, ellos...
Por regla general, eso bien lo sabemos, los pueblos no suelen ser oídos por los dioses cuando necesitan desembarazarse de un tirano o de la violencia, pero esa vez lo hicieron; y el dios Anu ordena a la diosa Aruru que de barro y agua insufle vida a un igual a Gilgamesh para que pueda hacerle frente; y la diosa Aruru (una diosa femenina, no puede olvidarse eso) es quien moldea a Enkidu y lo envía a la Tierra para que contrarreste el poder desmesurado de Gilgamesh contra su pueblo. El equilibrio imposible.
La diosa Aruru libera en la naturaleza a Enkidu que vive como un animal salvaje, un hombre que corre con las bestias, que bebe en las charcas, que come los restos del suelo, que no tiene el don del habla, ni del pensamiento, que su corazón es frío.
¿Y saben quién es el encargado de civilizar al hombre? Ni más ni menos que una mujer, una de las servidoras de la diosa Isthar.
¿A que es muy diferente esa creación del hombre a la que nos han inculcado otras tradiciones?:
Una diosa (femenina) crea de barro y agua a un hombre y una mujer lo civiliza, le enseña a hablar, lo hace más humano. ¡Mujeres!, ¡lógico!, pensé, si son ellas las que dan la vida, las que paren los hijos, las que te dicen al oído tus primeras palabras… ¡lógico! (A ver si aquello de que la mujer fue creada a partir de la costilla de un hombre, no era la primera idea que se reflejó en una tabla de arcilla en escritura cuneiforme).
Pero, miren, miren cómo civiliza Samsat, la servidora de la diosa Isthar, al salvaje Enkidu. Desde luego que no hay mejor manera de ser civilizado:
«Ella se despojó de su túnica y se tumbó allí desnuda. La vio Enkidu y se acercó con cautela, olisqueó el aire, contempló su cuerpo. Se acercó Samsat; y entonces le tocó el muslo. Empleó sus artes amatorias, se apoderó de su aliento con los besos y no se reprimió en absoluto; le enseñó lo que es una mujer. Durante siete días Enkidu permaneció a su lado y yació con ella hasta que estuvo saciado.
Al cabo se levantó y caminó hacia la charca para reunirse con sus animales, pero entonces las gacelas lo vieron y se dispersaron. El venado y el antílope se alejaron brincando. Trató de alcanzarlos, pero su cuerpo estaba exhausto, temblaban sus rodillas; y ya no podía correr como un animal tal como había hecho hasta entonces. Regresó hasta donde estaba la mujer; y mientras caminaba supo que su mente había crecido, supo cosas que los animales no pueden saber».
Gracias a una mujer, Samsat, Enkidu, un hombre salvaje, supo que su mente había crecido y supo cosas que los animales no pueden saber.
Una vez civilizado, Enkidu decide ir a Uruk a ayudar al pueblo y a ajustar cuentas con el tirano Gilgamesh. En Uruk se enfrenta con Gilgamesh. Un enfrentamiento de dos fuerzas de la naturaleza, dos semidioses. Gilgamesh vence a Enkidu, pero está a punto de ser derrotado por primera vez.
Y, por primera vez siente miedo, por primera vez sabe que hay un igual a él que puede vencerlo y cuando le da la mano para levantarlo se establece entre los dos un vínculo que los llevará a iniciar una gran aventura en los remotos bosques de los cedros donde vive Huwawa (en asirio Humbaba). Un ser que simboliza el pasado, pero que es el guardián de la naturaleza.
Con la ayuda del dios del viento, Gilgamesh mata al gigante y los bosques se quedan sin guardián, se quedan sin futuro porque dos hombres civilizados que vienen de la ciudad más grande y adelantada del mundo han hundido sus hachas en su garganta y han cortado su cabeza. El mito del progreso contra la naturaleza, creo yo.
Hace tres mil años quien escribió La Epopeya de Gilgamesh ya sabía cuál sería el resultado de la lucha entre el desarrollo y el progreso contra la naturaleza. Asesinarán a sus guardianes. La naturaleza se quedará sola y se quemarán bosques y fronteras en manos de un mortal que se cree inmortal.
Cuando llegué al Líbano, país que recorrí de arriba abajo, con un cedro como bandera, atravesando fuertes y fronteras, entristecí, porque apenas vi cedros, sólo guerra y una naturaleza quemada cuyo fuego se inició en el Libro más Antiguo del Mundo. Pensé en Humbaba y recordé cómo los dos héroes de Uruk acabaron con él y tras su muerte, ¿sabéis quién lloró?: La Naturaleza que, perdido su guardián. Desde hace cuatro mil años, sabe que no le espera más futuro que la desaparición.
Así cuenta el Poema cómo murió Humbaba, el guardián del Bosque de los Cedros, el guardián de la Naturaleza, y eso leí sentado junto a un bosque de cedros en Líbano e imagine tan desigual pelea, sobre todo porque el autor del poema pintó a Gigalmesh, el asesino, como un héroe y a Humbaba, el guardián de la naturaleza como un villano:
«Al escuchar a su amigo que lo animaba, volvió en sí Gilgamesh; entonces lanzó un alarido, alzó su enorme hacha, la blandió y la hundió en el cuello de Humbaba. Manó la sangre de nuevo, otra vez el hacha golpeó la carne y el hueso, el monstruo se tambaleó quedaron sus ojos en blanco; y al tercer golpe del hacha se desmoronó como un cedro y se derrumbó en el suelo. Su último estertor conmovió las montañas del Líbano, inundó los valles con su sangre, retumbó el bosque hasta el límite de sus árboles. Entonces los dos amigos lo abrieron, extrajeron sus intestinos, cortaron su cabeza de dientes afilados como dagas y de horribles ojos rojos de fija mirada; y entonces cayó una suave lluvia sobre las montañas, cayó una suave lluvia sobre las montañas».
Las montañas del Líbano empezaron a llorar porque ya el bosque de los cedros se había quedado sin guardián, sin su monstruo. Yo hubiese deseado que Humbaba hubiera vencido, porque ahora, igual que hace tres mil años, sabemos que la civilización también significa la destrucción de la Naturaleza y la pérdida de todo equilibrio.
Desde el Bosque de los Cedros los héroes vuelven a Uruk con la cabeza de Humbaba, mi guardián de la naturaleza, en un saco y yo me siento en los bosques de cedros de a llorar y a leer el poema de Gilgamesh.
Al menos, me queda el consuelo que Enkido fue muerto por la mano de la diosa Isthar, una mujer; si alguien nos salva será una mujer que no quiera ser como un hombre, pensé. Y me queda el consuelo de que el héroe Gilgamesh lloró, como lloré yo, con una tristeza hasta el infinito cuando toma conciencia de que la muerte existía también para él.
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