jueves, 28 de agosto de 2014

ERNST JÜNGER, UN ENCUENTRO PELIGROSO



En París he seguido muchas pistas literarias. Antes del Fin, Ernesto Sábato me reconvino en que uno de los rastros que debía de seguir era el del surrealismo, al que él llegó de la mano de una beca que anualmente otorgaba la Asociación para el Progreso de las Ciencias, y que lo envió a trabajar en el Laboratorio Curie. Nada más y nada menos que con Marie Curie.

Pero París puede convertirse en una maldición que arrastra cuanto toca, sobre todo si el espíritu es poco piadoso con los sentidos. El período del Laboratorio coincidió con esa mitad de camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dôme y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.


En París se podía, en el periodo de entreguerras, encontrar pintores capaces de dibujar la cuarta dimensión. En París, se podía ver a Bretón, cabeza, manos y pies del surrealismo, y medio dueño del dictado del pensar con ausencia de todo control ejercido por la razón, acompañado por Óscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara, tomando café y salvando al mundo, al margen de toda preocupación estética y moral.

París debe ser vivida, pero sin olvidar que los excesos se pagan. Y bien es verdad que se pagan, no sólo en París, sino en cualquier parte; que se lo pregunten al pintor Óscar Domínguez, amigo de Sábato, aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre su caballete.

Yo he llegado hoy a París buscando a un alemán que ya conocía porque habíamos vivido juntos Sobre los acantilados de mármol, esquivando a los nazis.

En una biblioteca, que he vuelto frecuentar ocho años después, encontré un pequeño libro titulado Un Encuentro Difícil de este autor al que persigo con ese vínculo de amor-odio propiciado por el pasado siglo XX.  Escritor, ensayista, viajero, entomólogo y soldado, qué más se puede pedir. ¿Con sombras? Con sombras y luces, como todos, como Tempestades de Acero. Aunque, quede claro que si alguien quiere venir al mundo como turista ya puede volverse por donde llegó, al mundo se viene a luchar como un guerrero.

La memoria de Jünger, poco a poco, va siendo rehabilitada, nada debe importarle ya eso. He llegado a París buscándolo porque ahora a sus ¡95 años! anda envuelto en un crimen. Me escribió en alemán, y nada más ver la carta fui a comprar un billete para el expreso. Ha vuelto a París después de la II Guerra Mundial, cuando llegó allí con el uniforme nazi. ¡Tengo que verlo! Va a ser un encuentro difícil.

Cuando hay una mujer hermosa por medio, el crimen y el relato suelen abandonar, sin querer, el espíritu policiaco que los envuelven para tomar retazos de relato galante, porque es una tentación que, con Irene Kagarné almorzando en la mesa de enfrente, no puede evitarse: Un gesto de inquietud turbaba aquella hermosura. Siempre es una desgracia heredar la fuerza sin la facultad de controlarla. Si una gran fortuna sólo causa desgracias cuando va a manos de un derrochador, también la hermosura puede ser un don peligroso tanto para quien lo recibe como para los que le rodean.

Ya conocemos a Irene, sólo falta conocer a su marido para saber cómo de previsible va a avanzar la novela, sobre todo sabiendo que la sola hermosura no basta para sujetar a un hombre como Kagarné, por eso las cosas nunca fueron bien, ya que él se entregaba libremente a sus aficiones, como un filibustero, y hacía lo que le venía en gana.

Para estos lugares tan incómodos la figura geométrica por excelencia es el triángulo y, claro, en una novela policiaca, aun con tintes galantes, hay que dibujar ese triángulo con un tercer vértice: un joven tímido, yo lo encuentro excesivamente infantil para sus casi veinticinco años. Deberías ocuparte un poco más de él. Siempre está fantaseando.

¿Alguien puede no sospechar que el joven Gerhard no acabará en brazos de la mujer madura y bella, agotada en la convivencia con un marido rudo, dado a otras mujeres y a sus aventuras de cazador y marinero? Gerhard es un muchacho muy bien educado, respetuoso y caballero. Yo le quiero mucho y cuando lo comparo con esa sociedad tan fría y superficial me siento reconfortado. La trampa está servida; ¿previsible?, sí, esa sociedad fría se comerá al joven tímido; aunque lo más importante del juego de Jünger es la descripción de sus personajes. Yo también hubiera caído en manos de Irene Kagarné, si llego a estar en París en aquellos momentos en los que andaban construyendo la Torre Eiffel.  

Para entonces, yo ya conocía a los inspectores que iban a encargarse del caso, el inspector Dubrowsky, frío, atento, con una cartera de clientes, amigos de la delincuencia, que le hacía adivinar en cada delito el nombre del delincuente sólo por su forma de actuación; y el capitán Etienne, militar prusiano que ha terminado en la policía, casi sin saber cómo y que sirve de apoyo a Dubrowsky igual que el doctor Watson a Holmes.

Voy a seguir andando con estos policías por París siguiendo las pistas del crimen de la joven bailarina en La Campana de Oro, donde pasé una noche con Irene Kagarné jugando a las sombras: Cruzaron la plaza Voltaire, atentos a los coches que se deslizaban sobre los húmedos adoquines entre la niebla. Etienne volvió a asombrarse de los giros que su amigo sabía imprimir a los temas. Era como el compañero de viaje que desembarca en una isla y al que ves cada vez más lejos . La corriente era la opinión, la tierra firme, el hecho.



Por cierto, Ernst Jünger que yo te vi en Segovia en El Alcázar en el año 1995. Causas del azar, que suele hacer muy bien las cosas.

jueves, 21 de agosto de 2014

AKHENATÓN, EN MANOS DE NAGUIB MAHFUZ


Llegué a El Cairo con Naguib Mahfuz para pasar dos semanas en El Callejón de los Milagros y, sin saber cómo, acabamos descendiendo por el Nilo, primero hasta Tebas, y luego hasta Amarna. “No”, me dijo, “no vamos a Amarna; vamos a Akhetatón”. Menos mal que antes de salir me leí su libro, en el cual relataba la historia del Hereje y de aquella maravillosa ciudad, horizonte de Atón, que éste mando construir para que la pena se comiera a Tebas y a sus dioses. La divisamos desde el barco. Agazapada entre el Nilo a Poniente y la colina a Oriente, desnuda de árboles, sus calles vacías, sus puertas y ventanas cerradas como párpados caídos.

Encontramos al Hereje solo, declarando que su dios, su único dios, no lo abandonaría. Lo sabíamos condenado, pero él insistía que nunca traicionaría a su dios, que sólo el amor lo puede todo y que sólo con amor se puede cambiar el mundo. En ese momento supe que el sacerdote de Amón, que siempre echaba espuma por la boca cuando hablaba de él, no nos había contado la verdad:
El Hereje es de padre desconocido. Su hombría es dudosa, afeminado… Como su padre se casó con una mujer del pueblo que reunía en su persona como madre, una ambición desmesurada y cierto libertinaje. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y afeminado, padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor.

Que el hijo del Faraón Amenhotep III, que debía reinar con el nombre de Amenhotep IV, fuese quien iniciara la revolución en el Egipto del Imperio Nuevo era impensable. ¿Una nueva religión basada en el amor? Todos los resortes de poder en el país del Nilo, en la nación que gobernaba el mundo desde el Mar Muerto a las montañas de la Luna, temblaron al verse reconocidos en los ojos de aquel nuevo Faraón.

Como escuché decir al sacerdote de Amón: aquel cuerpo enfermizo tenía poderosas inclinaciones secretas y ardientes obsesiones que hacían presagiar las peores consecuencias. Corren rumores sobre un nuevo dios, hasta ahora desconocido, que se ha aparecido al espíritu del heredero y le ha exigido que lo adorara como al único dios verdadero de la creación, a él y sólo a él; y cualquier otro dios es falso.

Desde ese momento el sacerdote de Amón no vivió más que para acabar con el Faraón y con esa loca idea acerca de cambiar el mundo sólo con amor: “No había visto nunca un sabio que despreciara la sabiduría como tú, sacerdote de Amón”. El adorador de Amón contestó: “No desprecio la sabiduría pero la considero inútil si no se apoya en la fuerza”. En ese momento supe que el Faraón, el hereje, estaba perdido.

Pero Amenhotep IV no cejó en su empeño de renovar el alma de Egipto. ¿Una religión basada sólo en el amor? Cambió su nombre por el de Akhenatón, abandonando Tebas acompañado de un grupo de jóvenes pertenecientes a la flor y nata de la sociedad. Era un grupo sorprendente llenos de deseos revolucionarios. Se dirigían a sus propios esclavos, en las plazas o en los campos, con palabras afables y amistosas que los dejaban perplejos. Sin duda esperaban tener que rendir cuentas ante un dios poderoso que los miraría de arriba abajo, o quizá no los miraría en absoluto. Por donde pasaban acusaban a los hombres de religión, se burlaban de sus prácticas y despreciaban sus rituales, que incluían sacrificios humanos, y ellos anunciaban al dios único, la energía existente en lo más íntimo de la creación, la energía creadora de todo por igual, que no distinguía entre siervos y señores en Egipto. Y todo eso de la mano de un Faraón. Al que amenazaron porque estaba arrancando el imperio de cuajo para esparcir sus restos al viento. Desde entonces le prometí fidelidad a Akhenaton y pensé como él que sólo con bondad se puede arreglar el mundo. Por eso ahora estamos los tres solos (el Faraón, Naguib Mahfuz que fue quien me ha traído y yo) en este palacio de la ciudad, ahora abandonada por todos, que mandó construir para ofrecérsela al nuevo dios. Todos lo han desamparado, hasta su esposa, la reina Nefertiti, que siempre estuvo a su lado y sobre la que se han vertido mil infamias para horadar el espíritu del Faraón. No lo han conseguido, el espíritu de Akhenaton permanece inalterable: ¿Por qué la gente inteligente cree tan firmemente en el mal?

Pronto corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios y, en los mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos. Sin castigos ante los delitos, porque el Faraón no creía en esa forma de arreglar la sociedad; las leyes y el orden se convirtieron en papiro mojado sin valor alguno. Luego, se supo que los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que los enemigos acechaban en las fronteras del imperio. Su consejero Ay insistía: Debes limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a defender el imperio. A lo que él contestó: Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y espera.

“Señor, este mundo es un valle por donde no sólo transitan almas buenas, todos lo sabemos”, le dijo el general Horemheb, que veía cómo se deshacían, igual que la arena en el Nilo, todas las fronteras de Egipto. “Estás llenando de viento el Imperio y lo estás dejando desarmado”. A lo que él contestó: “el amor lo puede todo y dios no nos desamparará”.

Espera sentado en tu trono y no hagas nada; Verás lo que ocurre. ¿Sabes qué quieren hacer contigo? Yo te lo diré, lo escuché de labios del consejero Tutu, que hervían de odio: estoy convencido que un crimen que escapa a su merecido castigo no hace más que cimentar el pecado, debilitar la fe en la justicia divina y sentar la base de otros crímenes. Hace falta sangre para contentar a Amón. Ese crimen era el tuyo.

Están buscando tu muerte y tu desaparición; y tú, mientras tanto, anuncias, primero, que no crees en los falsos dioses, más tarde, haces suprimir el culto y distribuyes sus riquezas entre los pobres; sin preocuparte de las tretas de la política, mientras te tachaban de loco y de embaucador: “yo voy a ofrecer las fuerzas del mal como sacrificio a los dioses, rompiendo las cadenas que atenazan a los que no tienen poder”. Cómo podía hablar así un Faraón del nuevo Imperio de Egipto. ¡Es un loco!, gritaban. ¡Es un loco! Acabará con los bienes que nos legaron los tiempos y marchitará la sociedad egipcia hasta su extinción. ¡Es un loco!

Quiero quedarme con él hasta el final, se ha quedado solo, todos le han abandonado, hasta Nefertiti, por miedo, y como una bandada de hipócritas, igual que antes lo adulaban ahora lo repudian. ¡Es el faraón de Egipto! No lo olviden, que bien lo seguían babeando cuando recorría las calles de Akhetatón en compañía de la reina, sin la guardia, hablando con la gente, rompiendo las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo, llamando siempre a la devoción y al amor, todos desde los ministros hasta los empleados de la limpieza cantaban los himnos en honor del dios único.

Quiero quedarme con él hasta el final, pero me han obligado a marcharme de Akhetatón, la maravillosa ciudad, horizonte de Atón. Van a matarlo pronto, porque lo han dejado solo, solo, solo. Y sin testigos es más fácil el crimen.

Posteriormente nos dirán que la enfermedad terminó con él. La verdad es que lo dudo mucho, más bien creo que manos pecadoras se cernieron sobre él en su soledad y separaron su cuerpo de su espíritu puro y eterno. Murió sin saber que me obligaron a abandonarlo, y estoy seguro de que ése fue el caso de Nefertiti.
















miércoles, 6 de agosto de 2014

CROMWELL, ¿TE ATREVES A SER REY?




Llegué a Cromwell buscando la igualdad y la justicia y resulta que tropecé con la llama de la ambición. Fui pregonando las bondades que se avecinaban tras la caída de la monarquía absoluta del rey Carlos para que llegaran los tiempos de una nueva República a Inglaterra y me encontré con que esa nueva República en nada tenía que envidiar al absolutismo. Todos tus crímenes, que cubría la diadema, pesarán en la balanza de la justicia de un modo terrible en tu última hora. Poderoso te aborrecía y abatido te compadezco.  

Salí buscando al Cromwell que acabó con la monarquía inglesa en nombre de la libertad y terminé en la taberna de Las Tres Grullas:
Merecí la cólera del Parlamento largo, y hace siete años que me tienen encerrado en la Torre, llorando por nuestras libertades, que Cromwell hizo desaparecer. Esta madrugada entró el carcelero en mi calabozo y me dijo: «Os esperan en la taberna de las Tres Grullas. Israel convoca allí sus tribus para destruir a Cromwell; acude allí.» Salí de la prisión y vine aquí, como en los tiempos antiguos Jacob llegó a Mesopotamia. Mi alma espera vuestras palabras de miel, como la tierra seca espera el rocío del cielo; la maldición me mancha y me envuelve; purificadme, pues, hermanos, con el hisopo.

No era pequeño pecado querer ceñir sobre sus sienes la corona que él mismo había derribado cortando la cabeza que la sostenía, y ahora él, sin ningún derecho dinástico, pretende convertirse en rey; pues entonces yo, ahora, abogo por la Restauración  monárquica  y tengo toda la intención de acabar con Cromwell y sus falsos puritanos. Al principio no creí cuanto contaban de él, hasta que lo oí de su propia voz. ¡Pero si ya lo tienes todo, Cromwell! Acabaste con la monarquía absoluta, vuelve a tu casa, a tu trabajo, a tu vida humilde:
No, no; poseo la autoridad, pero me falta el nombre. ¡Te sonríes, Thurloe! No sabes qué vacío abre en el corazón la avidez de la ambición; no sabes cómo ella desafía al dolor, al trabajo, al peligro, a todo, por conseguir un objeto que parece pueril. Es triste poseer la fortuna incompleta; además, no sé qué brillo, en el que el cielo se refleja, rodea a los reyes desde los tiempos antiguos. Son palabras mágicas las palabras rey y majestad. Ser árbitro del mundo sin ser rey, poseer el poder sin el título, es faltar algo; el imperio y el rango deben ser una misma cosa. No sabes qué sentimiento da cuando se ha salido de la muchedumbre y se palpa el acontecimiento, no sentir algo encima de la cabeza; no será más que una palabra, pero entonces esa palabra lo es todo.

¡Rey, Majestad!; pues yo, Cromwell abogo por la Restauración y por los derechos dinásticos de la Monarquía inglesa, porque he visto que a cualquier otro régimen termina comiéndoselo la corrupción y el desorden en mayor medida por culpa, sobre todo, de las codicias personales, que terminan vistiéndose de los más raros ropajes, algunos humildes. Extraño oximorón. Y eso que Fletwood a punto estuvo de convencerme:
Milord, voto por la República, ya que nos impulsáis a que hablemos con franqueza. La República levantó el cadalso de Stuardo, y por ella nos hemos batido; ella debe ser nuestra bandera. Dejemos a Dios que lleve únicamente corona. No quiero que haya Oliverio I ni Carlos II; no quiero ningún rey. Pero rápido me espabiló Cromwell con su respuesta: ¡Sois un niño! Hablad, Carlisle. Y las palabras de Carlisle: Milord, vuestra frente triunfante está pidiendo la corona.
Nada, que no tenemos remedio, que la especie humana no tiene remedio, por eso yo y algunos como yo, entre ellos su propio hijo, impedimos que la corona de Inglaterra adornara las sienes de Cromwell.

Menos mal que Milton, el poeta ciego, pero no mudo consigue alzar su voz y con sus ojos apagados consigue que brillen los nuestros con sus palabras, estás perdido Cromwell:
Mírame, Cromwell. Veo que tus ojos se inflaman y que vas a decirme por qué me atrevo a hablarte sin obtener tu venia. Pero mi sitio es extraño en tu Consejo de sabios. Si alguno me buscara entre ellos, diría: «Ese mudo es Milton.» Ese es el papel que aquí desempeño. De este modo, yo, que haré aprender al mundo mis versos, en el Consejo de Cromwell soy el único que no tengo voz.
Pero ser ciego y mudo es para mi demasiado. Te va a perder el sueño de la fatal diadema, hermano, y me quedo a pleitear por ti contra ti mismo. Quieres ser rey, Cromwell, y te dices: «Sólo por mí ha vencido el pueblo; yo he sido el que le ha llevado a los combates, por mí dirige sus súplicas, por mí vierte su sangre, por mí encuentra alivios: debo reinar, así será dichoso, porque después de tanto sufrir, ha cambiado de rey y ha renovado sus cadenas.»
Este pensamiento me hace ruborizar. Desde hace quince años, revuelto el pueblo, goza en provecho tuyo de la libertad; sus grandes intereses sólo han sido para ti un negocio y la muerte del rey una herencia. Aunque te digo esto, no creas que trato de rebajarte, no; nadie puede eclipsarte: poderoso por el pensamiento y poderoso por la espada, fuiste tan grande, que en ti yo creí encontrar el ideal del héroe que soñé; y en todo Israel nadie te ha querido tanto y nadie te ha colocado a tanta altura. ¡Y por un vano título, por una palabra tan vacía como sonora, el apóstol, el héroe, el santo quiere deshonrarse!

Cromwell ha visto demasiadas espadas contra él, entre ellas la mía, seguro que cambiará de opinión si quiere seguir teniendo la cabeza sobre los hombros.
Acuérdate de Carlos I y no te atrevas a recoger en su sangre la corona ni a edificarte con su cadalso un trono. ¿Te atreves a ser rey? ¿No piensas, no temes que llegue un día en que, enlutado con el crespón, este mismo White-Hall, donde brilla tu grandeza, abra otra vez su ventana fatal? ¿Te sonríes? Mucha fe tienes en tu estrella. Acuérdate de Carlos Stuardo. Cuando iba a morir, cuando el hacha estaba preparada, un verdugo encubierto hizo caer su cabeza; y a pesar de ser rey, delante de su pueblo murió sin que nadie lo socorriera, sin saber siquiera quién puso fin a sus días.

A mi lado está el hombre que me llevó a Inglaterra, un francés que se cree inmortal, el tiempo puede que lo ponga en su lugar. Se llama Víctor Hugo. Es extraño que me haya traído a Londres un gabacho, pero es buena compañía. Se ha empeñado en prologar la obra con un prefacio que es una auténtica teoría literaria, una joya; así tenemos dos obras maestras en una. Yo le aconsejé que cada una fuera por separado, pero el espíritu romántico es así, y al menor descuido termina llenándose de justificaciones, coartadas, alegatos y descargos en nombre de la libertad. También he de decir que yo he acatado sus palabras a rajatabla porque el aire nuevo siempre es bienvenido, sabiendo que desde el principio de los tiempos todos los libros están ya escritos porque, todos, están llenos de pasado.
El drama que damos a luz no lleva en sí nada que lo recomiende a la atención y a la benevolencia del público; no tiene, para atraer sobre él el interés de los hombres, políticos, la ventaja del veto de la censura administrativa, ni para inspirar simpatía literaria a los hombres de buen gusto, el honor de que lo haya rechazado oficialmente el infalible comité de la lectura. Se presenta ante el público solo, pobre y desnudo, como el enfermo del Evangelio, solus pauper nudus.
Lo dicho, solo un gigante puede escribir algo como esto, aunque él lo que de verdad se cree es inmortal.