domingo, 31 de octubre de 2021

EN LA MENTE DE UN NAZI, DEUTSCHES REQUIEM

Podemos condenarlos, podemos fusilarlos, podemos ahorcarlos tras sumarísimos juicios, podemos crear una enredadera de memoria y arte que dibuje sobre sus rostros la cara de la infamia, podemos resumir su evangelio en una obtusa comprensión del bien y del mal; pero de lo que no cabe duda es de que lograron su fin principal: «vencieron».

Vencieron, porque el mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.

Fue necesario sacrificar a Alemania; pero, gracias a ella, Europa alejó, con la connivencia de todos los vencedores, ese judaísmo que la devoraba. Eichmann en aquel remedo de juicio en Jerusalén, después de ser cazado en Argentina, invocó a aquella primera idea de llevar a ese pueblo, mal llamado elegido, a Madagascar. Sin embargo, se impuso la tesis de un tal Norbert Splenger, familiar por línea materna del filósofo Oswald Splenger, en el que recomendaba encerrarlos a todos entre su propia memoria allá en Oriente Medio entre muros que ellos mismos construyesen, dentro de su propia tierra, junto al complejo del Monte del Templo, al santuario de la Cúpula de la Roca y el histórico Muro de los Lamentos y la iglesia del Santo Sepulcro. Encerrados por su propia mano. Sí, nosotros les enseñamos lo que era la violencia y la fe de la espada; y lo aprendieron rápido.

Para todo ello tuvimos que olvidar toda forma de piedad, porque nadie ignora que la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Incluso nos dimos a destrozar almas de poetas, que esos son los peores. Pongo de ejemplo a David Jerusalem.

Lo fácil y hasta lo lógico por parte de los vencedores de la Guerra hubiese sido devolverles a esos judíos supervivientes del Holocausto todas sus haciendas reparando en lo posible todos sus daños en sus propios países; pero lo que hacen es justo lo contrario: al pueblo que vivía en todos los pueblos, diseminados, diluidos, enriquecidos por la diáspora y enriquecedores con su visión externa de sus propios países, la mismísima solución final logró encerrarlo en un Estado aparente, con fronteras, con muros, con alambradas; para convertirlo en uno de nosotros.

Ahora ellos, los elegidos, son como nosotros. Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Llenas de muros y alambradas, ellos dentro y nosotros fuera, o al contrario. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la justicia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

¡Carajo!, lo que es leer a Borges. Por un momento me creí Otto Dietrich zur Linde. Me voy a dormir, son las dos de la mañana y está lloviendo. Y desgraciadamente, el mundo es como lo pensamos; y, a veces, como lo soñamos. No sé qué es peor.





















domingo, 17 de octubre de 2021

EL NIÑO PERDIDO Y TODOS, THOMAS WOLFE EN NUESTRO LABERINTO

Regresad, si queréis; pero no digáis que no os he avisado. Eso sí, antes de continuar, mirad atrás por si el Tiempo sigue ahí.

Todos, alguna vez, hemos soñado, con volver a la casa de nuestra infancia; a aquella primera casa donde sólo te miraban como seguramente te ve Dios, aquella casa donde tocamos el origen del mundo en el suave pelo de un perro dormido, donde olimos a dulces por primera vez, donde fuimos conscientes del abrigo de una manta, del calor de un beso; donde supimos lo indefenso que es un pequeño pájaro con boqueras y apenas sin plumas, como nosotros.

Todos soñamos con volver a ese sitio donde los veranos y los inviernos tenían una lectura propia, adueñándose de nosotros el calor o el frío con cada roce. Y aunque ya se fueron casi todos, yo sigo queriendo regresar a esa casa. Por eso, de vez en cuando agarro una de las mejores novelas que se han escrito sobre esa vuelta y sobre las pérdidas, y regreso a aquella casa de la calle del Teatro donde en la azotea había una pajarera inmensa, dos perros apenas sin nombre y un gato con ojos de media luna; y mil vidas de marinos; y mujeres bravas.

Y seguí caminando hasta que encontré el sitio. Y de nuevo, de nuevo, volví a entrar en aquella calle y hallé el lugar donde las dos esquinas se encontraban, la manzana compacta, la torrecilla y los escalones. Me detuve un instante, mirando hacia atrás, como si la calle fuera el Tiempo.
Por un momento esperé que surgiera una palabra, que una puerta se abriera, que se acercara un niño. Esperé, pero no hubo palabras y nadie apareció.

Y como si nada hubiera cambiado, quise tocar la campana dorada de a bordo que ya no existía, y me detuve en un zaguán que ya no olía igual y en la puerta cancel ya no ponía, a hierro, el año 1917; y no se veían pájaros aletear, llamados por sus hermanos de la pajarera de la azotea; ni divisé aquel águila que echaban mis mayores a volar cada mañana y revolucionaba el aire antes de que se le quitara la caperuza. Nos nombra el tiempo y nos relatan las circunstancias. En la calle del Teatro no queda el tiempo y se han borrado las circunstancias. Y eso que todo parecía tan fuerte, tan sólido, tan duradero; y de ahí a apenas nada en unos suspiros.

Pero ahora, ese hombre que soy, se siente como se siente uno cuando regresa y sabe que no debería haber viajado hasta allí, cuando se da cuenta de que, después de todo, la calle es sólo una calle como cualquier otra, y que esta ciudad —ese nombre encantado— es sólo una ciudad grande y calurosa junto al río, una ciudad tan al sur que se ahoga en medio de un calor húmedo y tedioso, y que no hay nada que pueda hacerla mejor. Antes no era así. Cuando yo era niño, no era así; nada importaba.

Yo me sentaba y escuchaba. Podía oír a la chica de la casa vecina en medio de sus lecciones de piano, podía oír el tranvía que pasaba entre las cercas de los patios, a media manzana de distancia, y podía oler el aroma seco y vulgar de las cercas, el olor agrio del pasto caliente junto a las vías, el olor de la brea, de las traviesas, el olor de las brillantes y gastadas bridas del tranvía. Podía sentir la soledad de los patios en la tarde y la sensación de ausencia cuando el tranvía había pasado.

Por Dios, leed a Thomas Wolfe y veréis cómo duelen las ausencias, cómo es volver a aquella casa donde fuimos niños, cómo es el rostro del regreso y las manos de la memoria cuando las paredes que creíste murallas indomables se han convertido en polvo, o que aquella amistad que iba a durar siempre porque nació de una guerra en la barranca se evaporó en un accidente de coche hace más de cuarenta años.

Volved si queréis, pero no digáis que no os he avisado. Aunque, antes de continuar, mirad atrás y  aseguraos de que el Tiempo sigue ahí.





















domingo, 3 de octubre de 2021

EL SECRETO ES LA PALABRA

Este artículo fue publicado en la revista Ayer & Hoy el 3 de septiembre de 2021. Léanlo y viajarán desde Troya a Afganistán:

Hasta finales del siglo XIX, Troya no era más que una ficción producto de la mente de un aedo ciego; pero en el otoño de 1871 en la colina de Hisarlik y el tercer día de trabajo, al primer golpe de piqueta, el soñador Heinrich Schliemann encontró una moneda con la inscripción “Héctor de Troya”. Troya había dejado de ser una invención literaria de un poeta para convertirse en lo que realmente fue en la mente de Homero: “Historia”.

Durante las excavaciones en las cercanías del soñado Escamandro, Schliemann descubrió que había nueve capas, nueve ciudades. Nueve Troyas que habían sido destruidas; pero una sola, una, ha llegado hasta nosotros de forma inmortal, haciendo suya la sentencia de Hölderlin: “lo eterno lo fundan los poetas”.

Casi cuatro mil años después de los Aquiles, Agamenón, Helena. Héctor, Andrómaca, Paris, Casandra y Odiseo, ahora en nuestro tiempo también estamos viviendo historias que merecen ser escritas; historias de gente con la que podemos cruzarnos por la calle y que han hecho acciones merecedoras de ser recordadas. Yo conocí a esas personas que se la jugaron en lugares donde sólo los acompañó el viento. Ese fue el principal motivo por el que me decidí a escribir esas historias de “Soldados: de Mostar a la Ruta Lithium”.

Como director del Periódico Tierra del Ejército, y por estar destinado en su Departamento de Comunicación, tenía conocimiento de hechos de valor que iban más allá de una situación de peligro; Bosnia, Irak, Afganistán, Mali, Líbano o República Centroafricana han sido testigos de acciones heroicas en las que nuestros soldados demostraron que tenían el valor acreditado y que el juramento que un día hicieron nunca lo olvidaron.

Pero, al igual que de las nueve Troyas que descubrió Schliemann sólo una sobrevive y otros mil hechos de valor, de defensa de los inocentes y acciones heroicas realizadas en las otras ocho destrucciones cayeron en el olvido; lo mismo pudiera ocurrir, si no lo escribimos, con todos aquellos hechos que han protagonizado nuestros contemporáneos que viven y sufren con nosotros cada día, pero que la circunstancia y la sustancia de la que habla María Zambrano confluyeron para que sus acciones se salieran de la normalidad.

Porque todos tenemos un puente Tito que cruzar, superando el Neretvay los disparos de las partes enfrentadas, con el humanitario objetivo de llevar plasma sanguíneo al hospital bosniaco de Mostar donde muchos heridos lo necesitaban perentoriamente. Porque todos tenemos un paso de Sabzak que defender con las armas, cuando el sol se pone o cuando la luna se va, para enfrentarnos al señor de la guerra que quiere controlar las almas y los cuerpos de los habitantes de un lugar que sólo quiere vivir en paz. Porque a todos nos ha faltado, alguna vez, diez minutos para que den las cuatro de la tarde en el valle de Zirku, cuando nuestros ojos divisan esa agreste zona antes de pasar reconocimiento médico a los niños, mujeres y hombres de la zona. Porque no hay lugar que no tenga un enemigo a las puertas trayéndonos buena o mala fortuna, sabiendo que hay dos maneras de ser un héroe; o haciendo lo que se debe hacer o no haciendo lo que no se debe hacer; cuando no son las horas las que tardan en llegar, sino el alma quien se demora en acercarse.

Todos tenemos historias que contar, historias que merecen ser recordadas; y por eso, para que no sean como esas ocho Troyas completamente olvidadas, debemos ponerlas en manos del arma más grande jamás creada: la palabra. Y en esa palabra, en esa imagen, en ese Arte deben vivir para siempre, ya sea el joven teniente Jesús Aguilar que tuvo el valor de ir a cruzar el puente Tito para ayudar a los heridos del hospital musulmán de Mostar o el joven Joaquín Echeverría que fue en auxilio de una mujer para enfrentarse a tres terroristas con su monopatín y dejar allí su vida, una vida inmensa justificada por un hecho inmenso.

Nunca los olvidéis, que la desmemoria también es muerte. El libro “Soldados: de Mostar a la Ruta Lithium” intenta no olvidar a muchos de ellos porque aunque el tiempo ata y desata a su antojo los hechos, sin embargo, no puede con la palabra, ya sea impresa o en la nube, porque bien sabemos que lo perdurable lo fundan los poetas.