Podemos condenarlos, podemos fusilarlos, podemos ahorcarlos tras sumarísimos juicios, podemos crear una enredadera de memoria y arte que dibuje sobre sus rostros la cara de la infamia, podemos resumir su evangelio en una obtusa comprensión del bien y del mal; pero de lo que no cabe duda es de que lograron su fin principal: «vencieron».
Fue necesario sacrificar a Alemania; pero, gracias a ella, Europa alejó, con la connivencia de todos los vencedores, ese judaísmo que la devoraba. Eichmann en aquel remedo de juicio en Jerusalén, después de ser cazado en Argentina, invocó a aquella primera idea de llevar a ese pueblo, mal llamado elegido, a Madagascar. Sin embargo, se impuso la tesis de un tal Norbert Splenger, familiar por línea materna del filósofo Oswald Splenger, en el que recomendaba encerrarlos a todos entre su propia memoria allá en Oriente Medio entre muros que ellos mismos construyesen, dentro de su propia tierra, junto al complejo del Monte del Templo, al santuario de la Cúpula de la Roca y el histórico Muro de los Lamentos y la iglesia del Santo Sepulcro. Encerrados por su propia mano. Sí, nosotros les enseñamos lo que era la violencia y la fe de la espada; y lo aprendieron rápido.
Lo fácil y hasta lo lógico por parte de los vencedores de la Guerra hubiese sido devolverles a esos judíos supervivientes del Holocausto todas sus haciendas reparando en lo posible todos sus daños en sus propios países; pero lo que hacen es justo lo contrario: al pueblo que vivía en todos los pueblos, diseminados, diluidos, enriquecidos por la diáspora y enriquecedores con su visión externa de sus propios países, la mismísima solución final logró encerrarlo en un Estado aparente, con fronteras, con muros, con alambradas; para convertirlo en uno de nosotros.
Ahora ellos, los elegidos, son como nosotros. Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Llenas de muros y alambradas, ellos dentro y nosotros fuera, o al contrario. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la justicia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
¡Carajo!, lo que es leer a Borges. Por un momento me creí Otto Dietrich zur Linde. Me voy a dormir, son las dos de la mañana y está lloviendo. Y desgraciadamente, el mundo es como lo pensamos; y, a veces, como lo soñamos. No sé qué es peor.
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