En París he seguido muchas pistas literarias. Antes del Fin, Ernesto Sábato me reconvino en que uno de los rastros que debía de seguir era el del surrealismo, al que él llegó de la mano de una beca que anualmente otorgaba la Asociación para el Progreso de las Ciencias, y que lo envió a trabajar en el Laboratorio Curie. Nada más y nada menos que con Marie Curie.
Pero París puede convertirse en una maldición que arrastra cuanto
toca, sobre todo si el espíritu es poco piadoso con los sentidos. El
período del Laboratorio coincidió con esa mitad de camino de la vida en que,
según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia.
Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros
y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el
Dôme y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la
desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.
En París se podía, en el periodo de entreguerras, encontrar pintores
capaces de dibujar la cuarta dimensión. En París, se podía ver a Bretón, cabeza,
manos y pies del surrealismo, y medio dueño del dictado del pensar con ausencia
de todo control ejercido por la razón, acompañado por Óscar
Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara, tomando café y
salvando al mundo, al margen de toda preocupación estética y moral.
París debe ser vivida, pero sin olvidar que los excesos se pagan. Y bien
es verdad que se pagan, no sólo en París, sino en cualquier parte; que se lo
pregunten al pintor Óscar Domínguez, amigo de Sábato, aquel alocado, violento
Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en
su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida
entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche
cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre su
caballete.
Yo he llegado hoy a París buscando a un alemán que ya conocía porque
habíamos vivido juntos Sobre los acantilados de mármol,
esquivando a los nazis.
En una biblioteca, que he vuelto frecuentar ocho años después,
encontré un pequeño libro titulado Un Encuentro Difícil de este autor
al que persigo con ese vínculo de amor-odio propiciado por el pasado siglo XX. Escritor, ensayista, viajero, entomólogo y
soldado, qué más se puede pedir. ¿Con sombras? Con sombras y luces, como todos,
como Tempestades
de Acero. Aunque, quede claro que si alguien quiere venir al mundo como
turista ya puede volverse por donde llegó, al mundo se viene a luchar como un guerrero.
La memoria de Jünger, poco a poco, va siendo rehabilitada, nada debe
importarle ya eso. He llegado a París buscándolo porque ahora a sus ¡95 años!
anda envuelto en un crimen. Me escribió en alemán, y nada más ver la carta fui
a comprar un billete para el expreso. Ha vuelto a París después de la II Guerra
Mundial, cuando llegó allí con el uniforme nazi. ¡Tengo que verlo! Va a ser un
encuentro difícil.
Cuando hay una mujer hermosa por medio, el crimen y el relato suelen abandonar,
sin querer, el espíritu policiaco que los envuelven para tomar retazos de relato
galante, porque es una tentación que, con Irene Kagarné almorzando en la mesa
de enfrente, no puede evitarse: Un gesto de inquietud turbaba aquella
hermosura. Siempre es una desgracia heredar la fuerza sin la facultad de
controlarla. Si una gran fortuna sólo causa desgracias cuando va a manos de un
derrochador, también la hermosura puede ser un don peligroso tanto para quien
lo recibe como para los que le rodean.
Ya conocemos a Irene, sólo falta conocer a su marido para saber cómo
de previsible va a avanzar la novela, sobre todo sabiendo que la
sola hermosura no basta para sujetar a un hombre como Kagarné, por eso las
cosas nunca fueron bien, ya que él se entregaba libremente a sus aficiones,
como un filibustero, y hacía lo que le venía en gana.
Para estos lugares tan incómodos la figura geométrica por excelencia
es el triángulo y, claro, en una novela policiaca, aun con tintes galantes, hay
que dibujar ese triángulo con un tercer vértice: un joven tímido, yo lo
encuentro excesivamente infantil para sus casi veinticinco años. Deberías ocuparte
un poco más de él. Siempre está fantaseando.
¿Alguien puede no sospechar que el joven Gerhard no acabará en brazos
de la mujer madura y bella, agotada en la convivencia con un marido rudo, dado
a otras mujeres y a sus aventuras de cazador y marinero? Gerhard es un muchacho muy bien
educado, respetuoso y caballero. Yo le quiero mucho y cuando lo comparo con esa
sociedad tan fría y superficial me siento reconfortado. La trampa está
servida; ¿previsible?, sí, esa sociedad fría se comerá al joven tímido; aunque lo más importante del juego de Jünger es la
descripción de sus personajes. Yo también hubiera caído en manos de Irene
Kagarné, si llego a estar en París en aquellos momentos en los que andaban construyendo la Torre Eiffel.
Para entonces, yo ya conocía a los inspectores que iban a encargarse
del caso, el inspector Dubrowsky, frío, atento, con una cartera de clientes,
amigos de la delincuencia, que le hacía adivinar en cada delito el nombre del
delincuente sólo por su forma de actuación; y el capitán Etienne, militar
prusiano que ha terminado en la policía, casi sin saber cómo y que sirve de apoyo a Dubrowsky igual que el doctor Watson a Holmes.
Voy a seguir andando con estos policías por París siguiendo las pistas
del crimen de la joven bailarina en La Campana de Oro, donde pasé una noche con Irene
Kagarné jugando a las sombras: Cruzaron la plaza Voltaire, atentos a los
coches que se deslizaban sobre los húmedos adoquines entre la niebla. Etienne
volvió a asombrarse de los giros que su amigo sabía imprimir a los temas. Era como
el compañero de viaje que desembarca en una isla y al que ves cada vez más
lejos . La corriente era la opinión, la tierra firme, el hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario