A Luis García Montero lo conocí en La Otra Banda de la Argónida, solía veranear por allí; aunque ya tuve, sobre el papel, encuentros con él en El Jardín Extranjero, (hubo un tiempo en que el Adonáis llenaba buenas alforjas), y en Habitaciones Separadas, (quién no ha soñado con amores que nunca llegan).
Como
la luz de un sueño,
que
no raya en el mundo pero existe,
así
he vivido yo,
iluminando
esa
parte de ti que no conoces,
la
vida que has llevado junto a mis pensamientos.
Y
aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar
la puerta sin decir que no,
pedirme
un cenicero, curiosear los libros,
responder
al deseo de mis labios
con
tus labios de whisky,
seguir
mis pasos hasta el dormitorio…
Aunque
tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos
mil proyectos, paseamos
por
todas las ciudades que te gustan,
recordamos
canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo
los dos a convivir
entre
la realidad y el pensamiento.
Espiada
a la sombra de tu horario
o
en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así
he vivido yo,
Como
la luz del sueño
que
no recuerdas cuando te despiertas.
Leyendo estos versos, cada día
estoy más de acuerdo con Wittgestein y su Tractatus, porque, aunque tú
no lo sepas, la realidad es la suma de lo que existe y de lo que no, de lo que
somos y lo que soñamos; es la única manera de sobrevivir.
Ya sabemos que la totalidad
de los hechos existentes conforma el mundo,…y así está el mundo, no hay más
que leer Los periódicos; afortunadamente, la totalidad de los hechos
existentes junto a la totalidad de los hechos inexistentes conforman la
realidad.
Yo me quedo con la realidad
porque así he vivido yo, como la luz del sueño que no recuerdas cuando
despiertas.
A Luis García Montero he
vuelto a verlo hace poco. Andaba con un libro debajo del brazo y me contó al
oído las cuatro palabras del último conjuro: Alguien dice tu nombre. Le
pregunté que dónde había que ir y me contestó que a Granada. ¿Cuándo?, volví a
inquirir. Vete para allá en el año 1963.
Granada, año 1963 y tratándose de Luis, seguro que me meto en un lío. Así
que a Granada me fui. El calendario del bar está detenido en el tiempo y
en el espacio. Nada cambia, nadie puede escaparse de aquí. Marca el diecinueve
de abril. No han pasado por él ni los últimos once días de abril, ni mayo, ni
junio.
Tenía que contactar con un tipo oscuro con pinta de funcionario
y vida gris de nombre Vicente Fernández en las oficinas de la Editorial
Universo, iba a dedicarme a vender enciclopedias por Granada y su comarca. Mi
única relación con el negocio de las enciclopedias anteriormente fue el día que
un vendedor de Larousse pasó por casa para explicarle a mi padre lo importante
que era tenerla en un hogar para la educación de los hijos y su futuro, como un
resumen jerarquizado de toda la sabiduría antigua y moderna que contiene muchos
datos sobre don Juan de Austria, la capital de Noruega, las enfermedades de la
remolacha las técnicas de caza, la cría de jilgueros… Mi padre, por supuesto, compró
la Larousse y yo, aunque soñaba con la Enciclopedia Británica que Borges leía
de niño y que siempre asocié al Aleph, empecé a leerla cada día. Diez tomos y
una addenda que nos fue remitida a casa dos años después de la compra por aquello de que la geografía y las
fronteras son muy inestables.
Vicente Fernández no es
gordo, ni delgado, ni alto, ni bajo, ni joven, ni viejo. Da pena ver cómo dice
adiós al final de la tarde y se marcha hacia su casa, refugiado en sí mismo,
con pasos torpes, su cartera negra en la mano y todo el peso del calor de la
ciudad encima de los hombros. Es de ese tipo de personas a las que siempre le
hacen daño los zapatos, me explica Luis García Montero. ¿Y voy a pasar
todo el verano con un tipo así en Granada en el año 1963? También hay un joven, prosigue Luis, de
veinte años, se llama León Egea, quiere ser escritor y trabajará allí también
este verano. Luis me enseña las fotos y me fijo en Consuelo, la secretaria. Es
guapa y todo el que trabaja para la Universal la mira como si ella acabara de
llegar de París o de otra galaxia.
No te fíes de todo lo que ves,
me dice, los hombres prudentes no se llevan la vida por delante, son carne
de oficina, pobres funcionarios de la obediencia. Sabes que
siempre he estado alerta, le contesto; cuando anduve dando retazos por la
política aprendí, Luis, que las bellas palabras engañan, disfrazan las
mentiras, que detrás de las sílabas graves que forman conceptos como cultura,
pueblo, ideas, deber, compromiso, honor se esconde una humilde comisión para
los vendedores. Sí, una pena que siempre estemos en manos de
vendedores, ése es el gran mal de la palabra.
He pasado parte de este verano
en Granada, en el año 1963, por culpa de Luis García Montero, pero no me
arrepiento.
Hasta otro verano, Luis, que alguien
dice tu nombre.
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