domingo, 28 de octubre de 2018

LA BANDERA DE VALENCIA, BUSCÁNDOLA CON AUSÍAS MARCH

Nadie ignora que nunca voy a hacer un trabajo sin que me acompañe esa gente que tanto me soporta y sin un libro. Esta última misión, mi voluntad es ésta y sin sossiego, me llevó a Valencia; al convento de Santo Domingo, que no hay claustro sin magia ni libro sin arte, y a un paraje cerca de Lliria que llenamos de soldados, mariscales, cañones, caballos, corazas y corazones buscando una bandera: la bandera de Valencia.

Yo ya sabía que esa bandera estaba prisionera en París como botín de guerra, puesto que viví, muchos años antes cuando era un joven cadete, los combates de Zaragoza, defendiendo la plaza de Santa Engracia, y cuya historia escribí en un relato, que nunca vio la luz y que todavía conservo escondido en una carpeta de cartón azul custodiada por dos viejas gomas.

Si hay que ir a Valencia, me dije, no puedo dejar de ir a visitar a Ausías March, ese hombre con mano de hierro en el poder feudal y la vida; y con dedos suaves y alma serena para los versos; pues firme está su entendimiento, en cosa en que ninguno lo ha affirmado. No ignorábamos que los días de Valencia iban a ser duros y las batallas sangrientas, así que antes de comenzar el rodaje, vi de obligado cumplimiento visitar la catedral de Valencia y a Ausías March, en traducción de Jorge de Montemayor de la lengua lemosina, porque yo sabía que, con él, lo porvenir no miro, ni el passado.

Después de visitar la tumba del poeta, llegaba la verdadera misión que nos había llevado hasta allí: "Busquen la bandera de Valencia y tráiganla aquí, al Palacio de Buenavista, cueste lo que cueste".

Lo primero que hubo que indagar era dónde estaba la bandera; esa primera bandera roja, amarilla y roja que, en tierra, entró por primera vez en combate, guiando a las tropas españolas contra Napoleón. No fue difícil encontrar la réplica en el museo militar de Valencia, de manos un tal Planells, que comandaba un grupo de veteranos curtidos en más de cien batallas y tiempos. Pintada con trazos gruesos, me la enseñó: "Aquí está, ¿ves?, la cabeza del león parece la de un perro; debajo pintados los escudos del reino y de la ciudad de Valencia y más abajo el nombre del Regimiento que la portó como enseña durante la guerra de la independencia".

Yo busco la original, le dije, la que arramblada por las prisas de una nave del puerto y elegida por un pueblo levantado en armas, acudió en auxilio de Zaragoza, a combatir en Calparroso a los refuerzos que envió Napoleón, donde el Regimiento de Cazadores de Fernando VII fue casi aniquilado, refugiándose los pocos supervivientes de aquella batalla en Zaragoza para fajarse en su segundo sitio. Donde cayeron todos y también la enseña, esa bandera roja, amarilla y roja que el pueblo de Valencia hizo suya para luchar por su libertad frente al invasor, cayó en manos enemigas. Esa es la que busco.


Para la batalla, un viernes de madrugada comenzó el reclutamiento. Los combates tuvieron lugar el sábado y el domingo, sin descanso, arrastrando cañones, con lances a bayoneta y con cargas de caballería sin fin; pues tuve la suerte de encontrar a un tal José Antonio Esteban y ese escuadrón de centauros capaces de enfrentarse a una sólida formación de infantería en cuadro en la que los soldados de la primera fila aguzan sus bayonetas mientras que los soldados del resto de las filas disparan sobre las tropas que les atacan. Ninguno de ellos cedió en su empeño; ni atacantes ni defensores.

La lluvia no cejó tampoco; ni las tropas frenaron su empuje, hombres y mujeres que venciendo al tiempo volvieron a 1808, cuando los idiomas español y francés se hablaban con otros tonos y vocablos, y la tierra estaba pendiente de otra forma y otros sentidos.

El Regimiento de Cazadores, a veces llevaban las mismas caras que los franceses del mariscal Lannes, y los mismos corazones; empeñados en volver doscientos años atrás para buscar sin descanso esa bandera, lo de menos era si por la mañana llevábamos un uniforme de húsar francés o un cachirulo español y alpargatas con duende para manejar la pólvora y la bayoneta.

El libro de Ausías March, colección de autores hispánicos, que llevaba escondido en la parte trasera del pantalón me guardó de algún plomo que se escapó de veras. Agujereado lo llevo. Cuando había mucho cansancio acudía a él y no pude menos que garabatearle el guion a Luis Pelayo con unos versos del señor feudal de Valencia: "Lee el canto XIV y verás por qué no podemos cansarnos". Cansarse no podrá mi buen deseo pues nasce donde no hay jamás cansarse. No cesará lo meu egual talent puix móu de part que no 's cansa, n' esfarta. Pero no entiendo esta frase, esto no es Valenciano, me dicen los combatientes de Valencia. Claro que es Valenciano, les contesto, es Ausias March, en un lemosino puro, limado de artificios, es vuestro Valenciano de hace mucho tiempo. ¡Qué dificil era para ellos aprenderse de memoria estos versos! Para el coronel Cerveró fue imposible. ¡Venga mi coronel, que no conozco un oficial que no ande con un libro de de Manrique, Ausias o la  misma Iliada en la mesa de su despacho!

Aunque he de decir que Cerveró combatió como nadie y habló a las tropas con soltura cuando ya se oían los cañones franceses por la amura. Luis Pelayo fue el alma del rodaje; Ángel Manrique nuestro apoyo continuo; Manolo Lorenzo, un asesor infatigable; Dani, nuestros ojos en el cielo y Lidia en la tierra, junto con Ángel, María y la gente de Inteligencia. Y, ¡qué decir!, de esa asociación de recreación histórica del museo militar de Valencia que lucharon como nadie, a la bayoneta, en cuadro, en guerrilla; a muerte, por la bandera de Valencia; y la cuadra de los hermanos Esteban, ese tal José Antonio, que me volvió a recordar el viento que acerca un galope y las manos levantadas al aire de corceles que aprietan el trote a tu señal y el bufido en la última cabezada antes de sentir el acero en los ijares. Él sabe que todavía me debe un galope en Valencia, y sin duda iré a cobrármelo.

Lucharon como valientes y como valientes murieron; pero esa bandera cayó en manos enemigas y sabemos porque lo vivimos en los parajes de Lliria que las marchas fueron duras y los combates sangrientos. Bien sabemos ahora que la bandera está en París y puede que el próximo año sea esa nuestra misión porque jo sóc aquest que en la mort delit prenc, Puix que no tolc la causa per què em ve. Cierto, yo soy este que en la muerte encuentra placer, porque no rehuyo la causa por la que me viene.






domingo, 7 de octubre de 2018

LA FUENTE MUDA, LA HISTORIA QUE ME PERSEGUÍA


Hay historias que nos persiguen con la paciencia de una estrella y con la tenacidad de una gota de agua, capaz de persistir en su lucha contra una montaña hasta horadarla formando valles y cañones. Yo vivía cerca de la fábrica de hielo, justo en la boca del río, frente al cuartel de la Guardia Civil del Coto. Espere a la barcaza en el muelle. En una hora está aquí. El cuartelillo es aquella casa que se ve justo enfrente, entre las dunas y los pinos. ¿No hay nada alrededor? Sí, señor, está el Coto. Dunas, pinares, la vera, la anegada, las marismas, la laguna…

Desde que nací en una casa de marinos llena de mujeres, que contaban historias a todas horas, sin haber leído una novela; mi mundo imaginario ha sido cuanto las rodeaba a ellas; y esas vidas que mi abuela y tías abuelas contaban o se inventaban conformaban un universo lleno de personajes que tenían forma y palabra en la realidad, pero que la imaginación los dibujaba con pinceles de gloria para el futuro. Y hete aquí que nací en Sanlúcar en la casa que mi bisabuelo, el práctico de la Barra del río don Pascual Pareja, construyó en la calle del Teatro en 1917, aunque lenguas ladinas dijeron siempre que fue un regalo, a un fiel, del rey don Alfonso XIII.

Un destructor republicano y un mercante andan maniobrando en la barra del río. Han hecho fuego sobre los fortines y por ahí rolan todavía. El práctico fija sus ojos en el mercante. Ya ha vivido tres guerras civiles, ha cazado piratas y cree haber muerto, mereciéndolo, un par de veces. Se imagina que los barcos republicanos van cerrar la barra del río, hundiendo en ella un navío. Lleva dos días nombrado práctico de la barra, desde el 19 de julio de 1936. ¿De qué parte están los que siempre mandaron, Sebastián? Con el Alzamiento, capitán, le responde el contramaestre Sebastián Pantoja. El destructor dispara contra el mercante que previamente han llenado con hormigón y lo hunde. El mercante se llama Landford.  Cuando acaba el ataque, el práctico llega en su lancha con su segundo hasta la zona del hundimiento, se pasa todo el día lanzando sondas y cabos, y al poco dice para sí: “Son una auténtica calamidad. Han hundido el barco a un lado del canal, la barra sigue libre. No hay problema para que los navíos suban río arriba hasta Sevilla y abastezcan al ejército del sur". Y hete aquí que, desde niño, me persigue una historia de un bisabuelo, cazador de piratas y práctico mayor de la Barra del río. En estos parajes nunca se pide rescate; se solicita venganza o clemencia, esta última nunca concedida por la naturaleza, la ley ni por sus interpretaciones. 

Si yo te contara la historia de tu abuelo y de tu otro bisabuelo, me cuenta mi abuela Magdalena, la de Magdala. Informo a V.E. que Antonio Lima Bustamante, jefe de la estación de ferrocarriles de Sanlúcar-playa, es persona adscrita a los partidos del frente popular, figurando en el llamado Acción Republicana, fundido después en Izquierda Republicana, en las actas de cuyo partido aparece un vicepresidente con el nombre de Antonio Lima, sin segundo apellido, no pudiendo determinar si se trata de él o de su hijo llamado igual. No consta aunque se sospecha que pertenece a la masonería, y desde luego se dedicaba a la propaganda  de su política ensalzando la figura del Presidente Azaña, de quien era entusiasta. Y luego llegó la guerra, dice Magdala, y tu tío abuelo Diego de carabinero en Sanlúcar; y en medio un alzamiento en Marruecos. Y lo que pasó en el castillo de Santiago; y el río, el inconmesurable río del inagotable Sur. Y unos por un lado y otros por otro, y la guerra. Y hete aquí que me persigue otra historia.

Y luego, llega la tata Maruja con aquella historia del tonelero, que anduvo escondido después de la guerra no sé cuánto tiempo, que agarraron en Doñana bajo la tierra dentro de un tonel, y la de aquel médico que llegó de no se sabe dónde y acabó trinchando cuanto cadáver aparecía flotando por la desembocadura; incluso aquellos trozos informes de carne humana que aparecieron al albur de las olas en el coto, en la varenada y en el segundo meandro, y con urgencia los llevaron a la fábrica de hielo. El doctor Vaussell pasa toda la noche en la fábrica de hielo. Ha cogido mucho frío y lo lleva dentro del cuerpo, pegado al abrigo. El abrigo tiene un remiendo que hace mucho ruido porque le cruza la espalda, y que le ha cosido doña Pura. Si cobrara a todo el mundo, no estaría así, dice con gesto de enojo doña Pura; Andaría como un señor. El doctor no para de toser. El frío se le ha calado por la ropa hasta los pulmones. Doña Pura le pone una taza de caldo caliente con poca chicha.

Terminaré el informe en casa. Venga a verme personalmente antes de hablar con nadie, le dice el teniente. El doctor asiente con esa disciplina que les sale del cuerpo a los indefensos ante los poderosos y sale pensando que este mundo no está hecho para gente como él, que anda poco capacitado para eso que llaman la lucha por la vida. Don Melquíades lo aborda fuera de la fábrica y le dice lo mismo; No hable con nadie de sus conclusiones sin haber hablado antes conmigo. Y voy yo y lo cuento todo; ¡si es que no sé estar callado!

Y qué puedo hacer yo si todas esas historias, por culpa de cuantas mujeres vivían en la casa de mi bisabuelo, el práctico de la Barra del río, don Pascual Pareja, me persiguen con la paciencia de las estrellas y la tenacidad de una gota inacabable de agua.