domingo, 21 de junio de 2015

LA FERIA DEL LIBRO DE MADRID, CUANDO LOS EDITORES LUCHABAN CONTRA FUERZAS OCULTAS


He entrado a la Feria del Libro por la Puerta de Alcalá. No tiene pérdida, atraviesas el parque dirección noreste y continúas por ese camino guiado por la gente que regresa con libros entre las manos, firmados por sus autores, con una leve dedicatoria a ese desconocido que sólo y en casa se dará a su lectura.

Conforme entro me llevo una alegría porque en la primera caseta andan firmando dos poetas franceses, mal vestidos y mal lavados, con pintas de ser protagonistas de una huida hacia ninguna parte y que, sin que nadie lo sepa, llevan en sus bolsillos parte de la más grande poesía contemporánea. Detrás de ellos, sirviéndoles de traductor, anda un poeta sevillano, cuya vida privada también les gusta airear a los vociferadores de los medios y que tildan sin ambages, de “maricón perdido”, y que también tuvo que huir de todas partes, como los dos anteriores. Le inquiero a Luis, el solitario poeta sevillano, que me hable de ellos:

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
en ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.

Para no seguir recitando, me remite a los Pájaros en la Noche, Birds in the Night, me dice él, que para eso fue lector de español en varias universidades inglesas y norteamericanas.
Le pregunto por qué no hay nadie pidiéndole unas firmas a esos dos poetas. “Porque la buena poesía siempre ha estado muda, como ahora, y rara vez hay Ferias para ella”, me responde. Yo me he hecho con un ejemplar de Una Estación en el Infierno, firmado por Rimbaud, el golfo, y otro de Paisajes Tristes de Verlaine, el borracho.
Miro hacia atrás y no veo a nadie pendiente de querer una firma suya. Aunque sé que ahora le van a poner una placa por su visita:

Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y
alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y
Rimbaud cuando vivían.

Continúo andando y veo que en la caseta número 2 anuncian la firma de 19:00 a 21:00 horas de un poeta portugués, tampoco hay nadie comprando o solicitándole una firma. ¡Nadie! Bien es verdad que desde que envió sus perfectos sonetos a los editores ingleses y estos no quisieron publicárselos se fía poco de los editores; piensa que fuerzas ocultas y el poder mismo los anda sustituyendo por gente oscura para que cada vez los hombres sean menos libres.

Le conté que estuve con Saramago El Año de la muerte de Ricardo Reis, y me dijo que el maestro fresador, sabe de Literatura más de lo que aparenta. Le compro un ejemplar de El Libro del Desasosiego y le pregunto, por qué hay tantas frases inconclusas. “Termínalas, tú”, me dice, “puede que mejores el original”. Antes de despedirme le comento que yo también soy contable en una gran compañía. Me despido con un: nos vemos en Pessoa, esa ciudad portuguesa que tanto he visitado y que cambió de nombre por culpa de un genial poeta.
Nada es premio: sucede lo que pasa.
Nada, Lidia, debemos
al hado, salvo tenerlo.

Sigo andando por la Feria del Libro y empiezo a ver largas colas, ¿quién andará ahí, si las dos casetas anteriores donde fluía la mejor poesía estaban vacías?, me pregunto.
Me acerco y veo que están firmando afamados cocineros. Cientos de personas miran con curiosidad. Me alegra saber que la cocina tiene un hueco en la literatura.

En otra caseta hay una larga hilera de gente ansiosa, con guardias de seguridad. Pregunto y me indican que es una afamada presentadora de televisión, casada con un deportista que ha escrito un libro.

Me acuerdo de un amigo, que incapaz de que algún editor le publicara nada, anda ahora prestando servicios de negro a afamados deportistas, y vende como nadie. Desde luego sin escribir lo que él desea.
Ante otra cola multitudinaria me encuentro a un político firmando libros; y, en otra, a dos presentadores y humoristas de la televisión. Me alegro por ellos de su efímero éxito.

Decido pasar de largo de esas casetas, porque las largas colas me ponen nervioso. Debe ser una enfermedad. Emily Dickinson, padecía agorafobia, yo debo tener colafobia. Pregunté por ella, por la poeta inglesa, y me comentaron que no iba a venir porque nunca salía de casa. Siempre envidié a Thomas Higginson porque durante ocho años fue la única persona que leyó los poemas de Emily, aunque sin hacerle mucho caso en un principio.

Sigo andando y vuelvo a encontrarme con un poeta solitario, apenas hay nadie pidiéndole una firma o unas palabras. Le conozco desde hace mucho tiempo. Javier Lostalé ha llevado la poesía a todos los lugares del mundo y lo sigue haciendo y como Pessoa, Verlaine o Rimbaud anda en una caseta de la Feria del Libro viendo pasar la gente y midiendo El Pulso de las Nubes.

En la vida todo lo abriste
con una llave de niebla,
por eso leerla hoy no puedes
borrado en su latido de humo.

Javier no me reconoce, que soy el mismo del año pasado, y después de charlar un rato con esa voz que lleva la poesía por el aire desde hace cincuenta años, me dice:
Por hablar conmigo, no tienes por qué comprar el libro.

Le enseño los libros que llevo comprados y me dice con una sonrisa: ¡Ah, entonces, sí!
Me despido de Javier, pensando que al menos hay un editor que no ha sido sustituido por las fuerzas ocultas de Pessoa, para que los hombres sean menos libres, sabiendo que yo:
Soy un súbdito,
quien está dispuesto a morir
por un reino que ya no existe.

Continúo andando porque he quedado con José Calvo Poyato, porque como él dice, hemos hecho alguna travesura juntos, siguiendo las huellas de El Gran Capitán por las tierras de Montilla.

Antes me cruzo con otra cola interminable de jovenzuelas, persiguiendo una firma en una caseta. Me alegra saber que la gente joven lee, espero que no sea en la dirección de las fuerzas ocultas que tanto asfixiaban al gigante Pessoa.

Yo, que no soy nadie, por si acaso, no quiero tentar a esas fuerzas ocultas que parece que son muy poderosas y que están sustituyendo a los editores por hombres de negocios para que la gente sea menos libre; así que he evitado todas esas casetas de largas colas, gritos y guardias de seguridad y me he ido con Pepe a hablar sobre El Sueño de Hypatía y sobre El Gran Capitán, que, casi siempre, los viajes en el tiempo son más enriquecedores que la actualidad.



















jueves, 4 de junio de 2015

LA METAMORFOSIS DE FRANK KAFKA


CUANDO ME CONVERTÍ EN ESCARABAJO


Hoy he decidido ir a coger escarabajos con Jorge, que es mi experto en coleópteros, porque ayer me convertí en Gregorio Samsa y he pensado que sería una buena forma de que transcurra la mañana. “¿Qué me ha pasado?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, un auténtico habitáculo humano, estaba tranquila entre las cuatro paredes bien conocidas.

Agradezco a mis profesores que nunca me explicaran por qué Gregorio Samsa se había convertido en un escarabajo. En arte y sobre todo en Literatura no todo conviene ser declarado, pues hay ventanas que tiene que abrirlas uno mismo con sus propias manos; y tampoco pasa nada si alguien que ve la ventana cerrada no quiere abrirla. La ventana seguirá siempre ahí.

Ayer, durante una reunión, me convertí en Gregorio Samsa, porque me transformé de pronto en un escarabajo; y por más que intentaba explicarme nadie conseguía entenderme ni oírme. Un raro silbido se mezclaba con la voz y la terminaba aligerando tanto que apenas era audible para el resto, no me entienden, me dije. Era sin duda su voz de siempre, pero parecía que desde abajo se le mezclaba un pitido irreprimible y doloroso que deformaba extrañamente las palabras. Gregorio hubiera querido explicarse, pero, en esas condiciones…

Ya está, pensé para mí, ya sé por qué Gregorio Samsa se convirtió en un escarabajo: porque nadie podía entenderlo, porque la incomunicación se había apoderado de él, y porque la puerta de su habitación que nadie quería traspasar para verlo o preguntarle qué le pasaba, se convirtió en un muro infranqueable, aunque estuviese abierta: La gran incomunicación del padre y la madre con su hijo.

Cuando traté de levantarme de la silla, viendo que nadie podía oírme, presentí que me había convertido en Gregorio Samsa, porque intenté primero mover la parte inferior del cuerpo, pero esta parte que aún ni había visto y de la que no lograba hacerse una imagen clara, resultó muy difícil de mover; y cuando por fin, casi enloquecido pero con toda su fuerza y sin consideración, se dio un impulso hacia delante, resultó que se había equivocado de dirección y se golpeó violentamente contra la madera de los pies…

Lo mejor sería esperar a que todos salieran, con una amable sonrisa, y luego apañármelas como pudiera para alcanzar mi coche, llegar a casa y esperar a que acabase el día. Todos salieron con un saludo fugaz, casi sin mirar cómo era el bicho en que me había convertido.

Solo, me sentí mejor, pude empezar a moverme, las patitas ya estaban en suelo firme y obedecían perfectamente. Incluso se empeñaron en llevarlo directamente donde él quería, pero no había nadie que pudiera abrirme la puerta y me pregunté otra vez por qué el padre de Gregorio Samsa no le abrió la otra hoja de la puerta para que saliera de la habitación y pudieran hablar de sus problemas, ahora lo sé: Al padre no se le ocurrió abrir la otra hoja de la puerta, para que Gregorio pudiera pasar. Estaba obsesionado con la idea de que Gregorio tenía que meterse en la habitación lo antes posible. Jamás el padre le habría concedido el tiempo necesario para efectuar los complicados preparativos que le permitieran incorporarse y pasar sin daño.

Tengo que reconocer que esa incomunicación no está sólo motivada por el padre, algo de culpa tendrá Gregorio, pero una vez llegado hasta ahí, el significado de la palabra comprensión debe venir más del exterior del problema que del interior, cuyos recursos son siempre menores. Gregorio Samsa y yo ya nos hemos convertido en escarabajo: “Queridos padres”, dijo la hermana dando un manotazo en la mesa, “las cosas no pueden seguir así. Si vosotros no lo queréis comprender, yo sí lo comprendo. Delante de este monstruo, no quiero pronunciar el nombre de mi hermano,  y por esto lo digo: nos lo tenemos que quitar de encima”.

No era ese tipo de comprensión lo que Gregorio buscaba, ni yo.

Ahora me fijo más en las cosas, y creo que todos somos un poco Gregorio Samsa; no hace falta que os explique por qué, el arte deja siempre ventanas cerradas. Todos somos o hemos sido un poco Gregorio Samsa, incomprendidos e incomunicados.

Jorge, mientras andamos por el campo, con la cerviz agachada, buscando coleópteros, sin hacer ascos a cualquier otro tipo de bichos, me cuenta que hay más de 375.000 tipos de escarabajos.

Mientras él habla sin parar sobre los que vuelan y los que no, yo pienso que a esas 375.000 especies hay que sumarle una más que cuenta con aproximadamente 7 mil millones de individuos que andan sobre dos piernas y que viven en una incomunicación e incomprensión permanente como Gregorio Samsa, porque la incomprensión es la principal de sus características.

Yo, sin más, ayer me convertí en escarabajo, y me acordé de Kafka; de todas formas voy a hacer caso a uno de los aforismos kafkianos que dice: Entre el mundo y tú, ponte de parte del mundo. Así que voy a echarle valor, voy a vestirme de gran capitán y me pondré de parte del mundo.

No sé por qué ayer me acordé de Kafka, pero tampoco es necesario que ni ustedes ni yo lo entendamos todo.