He entrado a la Feria del Libro por la Puerta de Alcalá. No tiene pérdida, atraviesas el parque dirección noreste y continúas por ese camino guiado por la gente que regresa con libros entre las manos, firmados por sus autores, con una leve dedicatoria a ese desconocido que sólo y en casa se dará a su lectura.
Conforme
entro me llevo una alegría porque en la primera caseta andan firmando dos
poetas franceses, mal vestidos y mal lavados, con pintas de ser protagonistas
de una huida hacia ninguna parte y que, sin que nadie lo sepa, llevan en sus
bolsillos parte de la más grande poesía contemporánea. Detrás de ellos,
sirviéndoles de traductor, anda un poeta sevillano, cuya vida privada también
les gusta airear a los vociferadores de los medios y que tildan sin ambages, de
“maricón perdido”, y que también tuvo que huir de todas partes, como los dos
anteriores. Le inquiero a Luis, el solitario poeta sevillano, que me hable de
ellos:
Corta
fue la amistad singular de Verlaine el borracho
y
de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas
podemos pensar que acaso un buen instante
hubo
para los dos, al menos si recordaba cada uno
que
dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
esposa.
Pero
la libertad no es de este mundo, y los libertos,
en
ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.
Para
no seguir recitando, me remite a los Pájaros en la Noche, Birds in the
Night, me dice él, que para eso fue lector de español en varias universidades
inglesas y norteamericanas.
Le
pregunto por qué no hay nadie pidiéndole unas firmas a esos dos poetas. “Porque
la buena poesía siempre ha estado muda, como ahora, y rara vez hay Ferias para
ella”, me responde. Yo me he hecho con un ejemplar de Una Estación en el
Infierno, firmado por Rimbaud, el golfo, y otro de Paisajes Tristes
de Verlaine, el borracho.
Miro
hacia atrás y no veo a nadie pendiente de querer una firma suya. Aunque sé que
ahora le van a poner una placa por su visita:
Al
acto inaugural asistieron sin duda embajador y
alcalde,
Todos
aquellos que fueran enemigos de Verlaine y
Rimbaud
cuando vivían.
Continúo
andando y veo que en la caseta número 2 anuncian la firma de 19:00 a 21:00
horas de un poeta portugués, tampoco hay nadie comprando o solicitándole una
firma. ¡Nadie! Bien es verdad que desde que envió sus perfectos sonetos a los
editores ingleses y estos no quisieron publicárselos se fía poco de los editores;
piensa que fuerzas ocultas y el poder mismo los anda sustituyendo por gente
oscura para que cada vez los hombres sean menos libres.
Le
conté que estuve con Saramago El Año de la muerte de Ricardo Reis, y me
dijo que el maestro fresador, sabe de Literatura más de lo que aparenta. Le
compro un ejemplar de El Libro del Desasosiego y le pregunto, por qué
hay tantas frases inconclusas. “Termínalas, tú”, me dice, “puede que mejores el
original”. Antes de despedirme le comento que yo también soy contable en una
gran compañía. Me despido con un: nos vemos en Pessoa, esa ciudad portuguesa
que tanto he visitado y que cambió de nombre por culpa de un genial poeta.
Nada
es premio: sucede lo que pasa.
Nada,
Lidia, debemos
al
hado, salvo tenerlo.
Me
acerco y veo que están firmando afamados cocineros. Cientos de personas miran
con curiosidad. Me alegra saber que la cocina tiene un hueco en la literatura.
En
otra caseta hay una larga hilera de gente ansiosa, con guardias de seguridad.
Pregunto y me indican que es una afamada presentadora de televisión, casada con
un deportista que ha escrito un libro.
Ante otra cola multitudinaria me encuentro a un político firmando libros; y, en otra, a dos presentadores y humoristas de la televisión. Me alegro por ellos de su efímero éxito.
Decido
pasar de largo de esas casetas, porque las largas colas me ponen nervioso. Debe
ser una enfermedad. Emily Dickinson, padecía agorafobia, yo debo tener
colafobia. Pregunté por ella, por la poeta inglesa, y me comentaron que no iba a venir porque nunca
salía de casa. Siempre envidié a Thomas Higginson porque durante ocho años fue
la única persona que leyó los poemas de Emily, aunque sin hacerle mucho caso en
un principio.
Sigo
andando y vuelvo a encontrarme con un poeta solitario, apenas hay nadie
pidiéndole una firma o unas palabras. Le conozco desde hace mucho tiempo.
Javier Lostalé ha llevado la poesía a todos los lugares del mundo y lo sigue
haciendo y como Pessoa, Verlaine o Rimbaud anda en una caseta de la Feria del
Libro viendo pasar la gente y midiendo El Pulso de las Nubes.
En
la vida todo lo abriste
con
una llave de niebla,
por
eso leerla hoy no puedes
borrado
en su latido de humo.
Javier
no me reconoce, que soy el mismo del año pasado, y después de charlar un rato
con esa voz que lleva la poesía por el aire desde hace cincuenta años, me dice:
Por
hablar conmigo, no tienes por qué comprar el libro.
Me
despido de Javier, pensando que al menos hay un editor que no ha sido
sustituido por las fuerzas ocultas de Pessoa, para que los hombres sean menos
libres, sabiendo que yo:
Soy
un súbdito,
quien
está dispuesto a morir
por
un reino que ya no existe.
Continúo
andando porque he quedado con José Calvo Poyato, porque como él dice, hemos
hecho alguna travesura juntos, siguiendo las huellas de El Gran Capitán por las
tierras de Montilla.
Antes
me cruzo con otra cola interminable de jovenzuelas, persiguiendo una firma en
una caseta. Me alegra saber que la gente joven lee, espero que no sea en la
dirección de las fuerzas ocultas que tanto asfixiaban al gigante Pessoa.
Yo,
que no soy nadie, por si acaso, no quiero tentar a esas fuerzas ocultas que
parece que son muy poderosas y que están sustituyendo a los editores por
hombres de negocios para que la gente sea menos libre; así que he evitado todas
esas casetas de largas colas, gritos y guardias de seguridad y me he ido con
Pepe a hablar sobre El Sueño de Hypatía y sobre El Gran Capitán,
que, casi siempre, los viajes en el tiempo son más enriquecedores que la
actualidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario