domingo, 18 de octubre de 2020

MUERTE A ESPRONCEDA, UN CANTO A TERESA MANCHA

Cuando me preguntaban de adolescente que qué quería ser de mayor yo siempre pensaba que en su corazón nadie puede desear otra cosa que "ser José de Espronceda":

El romántico por excelencia, el creador de su propia leyenda, el Byron español, el joven que con 15 años fundó la sociedad secreta Los Numantinos para luchar por la causa liberal en compañía de los adalides libertarios de la época, el admirador de Riego, el versificador del general Torrijos fusilado por la libertad en las playas de Málaga.

Espronceda, el cadete de la Academia de Artillería de Segovia que, rápido, abandonó para ser el joven lector de versos de la Academia del Mirto bajo la mirada atenta de Alberto Lista; el exiliado en Lisboa, vía Gibraltar, llevado de sus instintos de ver mundo, el exiliado en Londres, donde volvió loca al amor de su vida, la bellísima Teresa Mancha, casada con un hombre de negocios de origen vasco que hacía dinero en las islas de la pérfida Albión; el poeta que secuestró a su amada Teresa en París, como si fuera una moderna Helena, consiguiendo con versos, carne y besos que abandonara a su marido e hijos para fugarse con él; el joven que luchó en las barricadas en la ciudad del Sena en 1830 por la Libertad; su vuelta a España, terminando como diputado en Cortes y muriendo, como buen romántico, a la increíble edad de 34 años.

Así que yo, miraba al señor que me preguntaba que qué quería ser de mayor y pensaba: "Ahí lo tienes, José de Espronceda, no digo que lo superes, iguálamelo". A ver si eres capaz de llegar donde yo estoy: ¿Dónde estoy? Tal vez bajé a la mansión del espanto, tal vez yo mismo creé tanta visión, sueño tanto, que donde estoy ya no sé.

Por eso lo perseguí como un lobo, sobre todo por las noches, por la sacramental de San Justo; por la calle de la Cruz, tomando copas los jueves, donde vivió Espronceda, siempre exiliado en esa Europa del Norte que los escritores españoles convirtieron en liberal mientras pintaban de un falso negro el cielo en España, siempre pagados por la mano extranjera, que todavía nos dura. 

Y lo perseguí por la calle Santa Isabel, donde agarrado a la verja del número 13 ó el 18, que poco importan los números, lloraba intensamente por su amada Teresa Mancha que estaba muriendo en esa noche, sola, pobre y abandonada después de haber dado su juventud y su vida a un poeta, culmen del Romanticismo, y que yo he bajado de su pedestal para ponerla a ella; porque Espronceda con la mujer más bella de sus días demostró su cobardía y demostró que si hubo una persona en ese siglo que se llenó de Romanticismo esa fue Teresa Mancha; santa diosa, mi espíritu encendía, imaginando mi fe pura sueños de gloria al mundo y de ventura.

¡Espronceda! Tú, tu pirata con cien cañones por banda, tu estudiante perverso, el mismo diablo mundo y todos los mármoles antiguos, ya podéis bajaros de ese pedestal; que voy a poner a Teresa Mancha mientras tú te quedas eternamente mirando a través de la verja de una vieja casa de la calle Santa Isabel, en una noche alumbrada con solo dos faroles amarillos como la muerte, cómo expira esa mujer símbolo del Romanticismo, joven cautiva, al rayo de la luna, lamentando su ausencia y su fortuna.

Bájate del pedestal, Espronceda, que yo voy a poner a Teresa Mancha. Ya sabemos lo que tú has hecho; tú y tus amigos poetas que al final el Arte fija la Historia; y sobre todo la Mitología y la Leyenda. Incluso, con ese desesperado Canto a Teresa llevaste tu Yo romántico únicamente a ensalzarte a ti y a tu capacidad de amar a una mujer y a la voz de su dulzura que inspira al alma celestial cordura; pero en esa balanza amorosa la única verdad era que tú nada significabas al amor comparado con Teresa.

No lo contaste todo; incluso, para justificar tus traiciones al corazón la dibujas en ese Canto inmortal como una mujer perdida, una mujer arrastrada a lo más bajo de la calle, mísera, a perderte y era llorar tu único destino; roída de recuerdos de amargura, árido el corazón, sin ilusiones, la delicada flor de tu hermosura ajaron del dolor los aquilones; sola, y envilecida, y sin ventura, tu corazón secaron las pasiones; tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran, y hasta el nombre de madre te negaran.

¿Porqué escribes así de Teresa que lo abandonó todo por ti, que abandonó a esos hijos y a su marido en un hotel de París cuando te cruzaste en su camino? ¿Por qué al llegar a España con ella no rompiste con los convencionalismos sociales y la hipocresía, tú que eras tan romántico y rebelde, y te la llevaste a una mancebía cercana a la de tu madre, donde tú te quedaste a vivir, para tener a esa bella mujer a mano, pero sin enfrentarte a las tradiciones puritanas que tanto aborrecías?

El Canto a Teresa es una obra de Arte y fijará tu leyenda y la de Teresa, pero a partir de ahora en el pedestal del arte romántico español está la bellísima figura de Teresa Mancha; mientras que tocando sus pies, mientras gritan por su abandono, estaréis tú, José de Espronceda, tu pirata con cien cañones por banda, tu estudiante perverso, el mismo diablo mundo y todos los mármoles antiguos.

Por eso, cuando paso de madrugada por delante de la verja de la calle Santa Isabel y te veo agarrado a los barrotes de hierro, sin permiso para entrar, mientras miras cómo a la luz de dos faroles amarillos en su patio expira la voz, el cuerpo hermoso y el alma inmortal de Teresa Mancha, me alegro de tu dolor. Tú fuiste el culpable de su abandono. No mereces otra cosa.

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡ah! ¿dónde estáis que no corréis a mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días,
no consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh! los que no sabéis las agonías
de un corazón que penas a millares
¡ah! desgarraron y que ya no llora,
¡piedad tened de mi tormento ahora!

Cuando ahora me preguntan quién hubiera querido ser, ya no digo José de Espronceda; ahora quiero ser el mayor exponente del Romanticismo español: Teresa Mancha.















lunes, 5 de octubre de 2020

A MARGARITA MANSO, MUERTO DE AMOR

La primera vez que vi el nombre de Margarita Manso, mientras preparaba un viaje a Sevilla para celebrar a mi manera, y póstumamente, el centenario de Góngora, fue en un ejemplar usado del Romancero Gitano que compré en el Rastro hace muchos años: Muerto de Amor, a Margarita Manso.

Todas las dedicatorias me intrigan porque siempre juego a adivinar las ocultas razones que impulsan a un escritor a dedicar una obra; por ejemplo, Borges dedica El Aleph a Estela Canto sumido en su abandono y dándola por muerta, como a Beatriz Viterbo, en una metáfora infinita.

Así que me dije: "Federico sabe mejor que nadie quién es Margarita Manso", porque vio cómo en sus ojos sin querer relumbraban cuatro faroles. Y posiblemente, sea ese amor muerto o frustrado o de trágico destino que todos llevamos dentro el que le hizo anotar su nombre de esa manera.

Para empezar a buscarla me hice con la biografía lorquiana de Ian Gibson, un imprescindible en el universo español del siglo pasado; y luego, con las cartas de Dalí y las entrevistas del maestro de Cadaqués; y en todos aquellos escritos en los que las sinsombrero, encabezadas por Maruja Mallo podían informarme. Con Maruja Mallo, una artista más grande que su nombre, todavía hay muchas cuentas pendientes, más allá de que Alberti, Neruda, Miguel Hernández o el hombre más guapo que había conocido y que se lo birló Federico, Emilio Aladrén, hubieran terminado en sus brazos.

Así que no tuve más remedio que perseguir a Margarita Manso, muerto de amor, en sus años de estudiante de pintura en la Real Academia de Bellas Artes de Madrid haciendo de la vida locura y del arte vida con Dalí, Maruja Mallo, Federico y con su amor, Alfonso Ponce de León... quitándose los sombreros en la Puerta del Sol en un acto de rebeldía mientras les lanzaban piedras, por ligeras, como si se hubieran desnudado con la mente y con las manos; o vistiéndose de hombres para entrar en lugares sagrados, prohibidos entonces a las mujeres, cerca de enhiestos surtidores de sombra y sueño.

Como Dalí, Margarita se avino al amor de gacelas prohibidas en una habitación de la Residencia de Estudiantes con Lorca, que soñaba mientras ella lo llenaba de suspiros, cuando la noche llamaba temblando al cristal de los balcones, en un encuentro que lo grabaría a fuego el poeta de Granada y Margarita en su memoria, finalmente de oscura y sombra vestida, arrebatada por la serpiente venenosa de la guerra. Aquella noche, con Dalí mirando, Federico y ella forjaron el sueño de toda una nación. Allí quedaron sus almas para siempre, perseguidas por los mil perros que todavía no las conocen.

¿Qué pasó con Margarita Manso?, me pregunté. ¿Qué pasó con la luz cultural, la libertad, la alegría y la vida de la más hermosa pintora, artista y musa de la generación del 27? Margarita Manso se convirtió en su metáfora, cuando Federico escribió en su Romancero: a Margarita Manso, Muerto de Amor.

Margarita se enamoró como una loca de un compañero que estudiaba con ella en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el hombre más guapo que vieron sus ojos, Alfonso Ponce de León, un galán de cine y pintor, que la convirtió en su musa. Alfonso era muy amigo de Federico y trabajó con él, pintando los decorados de la compañía de teatro La Barraca para llevar los clásicos al mundo rural.

Alfonso Ponce de León pertenecía a Falange. En agosto de 1936 mataron a Federico en Granada. Parte de la piel de Margarita se erizó, como aquella tarde en la desnudez de la Residencia, por los disparos.

Ella y Alfonso permanecieron en Madrid, se casaron, eran jóvenes, pintores de la luna, y se amaban con locura. Pero una tarde de septiembre de 1936 cuando venían del trabajo e iban a entrar en su casa, un grupo de anarquistas los estaban esperando y se llevaron a Alfonso, su amor, a una de las checas republicanas. Era 29 de septiembre, de madrugada, cuando fue asesinado en la carretera de Vicálvaro. Tristes mujeres del valle bajaban su sangre de hombre, tranquila de flor cortada y amarga de muslo joven. A los dos días también fueron asesinados los dos hermanos de Alfonso y su padre.

Con el asesinato de Alfonso, Margarita Manso dejó de ser libre; y a partir de aquella tarde ni tan siquiera soñó que fue capaz de quitarse ante todos el sombrero y de desnudarse delante de Federico.

A partir de ahí, hay otra vida, hay otra historia que ni tan siquiera ella, la mujer libre, la sinsombrero de la Puerta del Sol, se atrevió a contar, cuando el mar de los juramentos resonaba no sé dónde.

Margarita Manso, musa de Alfonso Ponce de León
Si van por el museo Reina Sofía podrán ver el cuadro de Alfonso Ponce de León titulado El Accidente


Cuadro Antro de Fósiles - Maruja Mallo y Margarita Manso
A veces pienso que Margarita Manso no existió; y me llena de tristeza.

¡Vaya foto bonita de la Generación del 27!


En la Residencia de Estudiantes, nada será como hace cien años