sábado, 13 de diciembre de 2014

LA TÍA TULA, MIGUEL DE UNAMUNO Y FUERTEVENTURA



Hace poco me enviaron a una especie de guerra en las Islas Salacias; de camino hacia allí tuve que hacer un alto por motivos logísticos en Fuerteventura y, como no tenía otro conocido en aquellos lugares más que don Miguel de Unamuno, sin pensarlo, me fui hasta su casa.
Ni él ni yo estábamos allí por casualidad, él había perdido su cátedra por unas desavenencias con la dictadura y andaba poco menos que exiliado, y yo iba a una especie de guerra a las Salacias. Casi cien años, que no son nada, traen a la vida este tipo de coincidencias y desaires.

Lo encontré sentado a la puerta de su casa y en ese momento le servía un café una señora entrada en años, con pinta de haber vivido por dentro más que por fuera, con un vestido negro que como una coraza pretendía evitar cualquier malentendido que pudieran procurar sus ojos azabaches y con un peinado pertrechado en la mezcla de la rutina y de la íntima soledad.
-¿Es ella?- le pregunté a don Miguel.
- Sí, es ella- me contestó.
Sabía que no andaría lejos de él. Tal vez porque algún día a los dos los invadieron las mismas ansias y las refrenaron de idéntico modo. Muchas veces me dejo llevar y olvido que los libros son sólo libros. Pero la tía Tula era inconfundible.
En ese momento pasó un hombre junto a la puerta  y ella bajó los ojos.

- Pero, ¿temes tú que pueda volverse...?
- Yo siempre temo de los hombres.
- ¿Y de las mujeres no?
- Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo...fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra...
- No siempre- le digo- no es cuestión de género, Tula.

Tula ha llegado a Fuerteventura, como yo, buscando redimirse de algo; que para eso están los viajes. Me mira con unos ojos que parece que lamentan su pasado, su presente y su futuro. Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a éste corre de mi cuenta, yo poco he de poder o haré de él un hombre. Le reprocho a don Miguel que exagerara la tan reprimida esencia de Tula, que como un volcán en ebullición de sexualidad insatisfecha fue dibujada en sus conversaciones y acciones a la vez como su verdugo y su víctima. Él ni se altera porque piensa que así es la vida misma, y que todos refrenamos nuestras pasiones desde que nacemos: verdugos y víctimas a la vez. Pero yo no puedo buscarlos. no soy hombre, y la mujer tiene que esperar a ser elegida. y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.

No debió de ser fácil cuando anduviste en la misma casa tan cerca de Ramiro, tu cuñado viudo, sabiendo que siempre te atrajo y que tú le atraías, aguantar un día y otro día. Poniendo a tus sobrinos por corazas, para que vuestros olores no pudieran mezclarse ni una sola vez. Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón: ¡Para que se vaya el olor a hombre!" Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre un niño delante.

¿Por qué no te dejaste llevar? Imagino que fue porque don Miguel no te dejó. Ya se le escaparon en Niebla todos sus personajes y como rebeldes sin destino anduvieron forjando su propia historia lejos de su creador; así que contigo, don Miguel no quiso arriesgarse a darte ni un cachito de libertad para que acometieses la vida con tus propios aciertos y errores. Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel lugar. Te escudas en que ahora eres la madre de esos niños que han quedado huérfanos y que sabes que tu deber es cuidarlos; pero don Miguel no te explicó con ese vocabulario que domina como nadie, que también tenemos el deber de ser un poco felices y que eso no es abandonarse: Ramiro la busca hasta rozarla. -No me mires así que los niños ven. - ¿De qué crees que somos los hombres? - De carne y muy brutos.

No dejas aliento a tus palabras, pero ¿y tu pensamiento? ¿Quién le pone barreras a tu pensamiento?, porque tú no puedes hacerlo; y nosotros lo conocemos.
- Pero por dentro soy otra.
- Sí, pero hay que ocultarlo.
- Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hace días en que siento ganas de reunir a mis hijos...
- ¡Sí, suyos de usted!
- Sí, reunirlos y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso.

Siento que ni siquiera en esas noches de calor en el campo te dejaras alguna vez llevar, ni te atrevieras a sentarte con Ramiro en la hierba. Eché mucho de menos que eso no ocurriera en tu novela; porque, después de que tus sobrinos crecieran, y cumplieras con tu misión en el mundo, la soledad iba a poder contigo. Gertrudis se sintió siempre sola. Pero sola para que la ayudaran porque para ayudar ella a los otros no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Estoy sola, sola. Pero vosotros, mis sobrinos, ¡no!, mis hijos, sois mi obra, y esa fue mi vida.

Nos dijimos todo eso sin hablarnos, Tula entró para dentro evocando un infierno de hielo y nada más que de hielo y don Miguel decidió dar un paseo junto al mar. Yo me quedé en la puerta. En ese momento salió una chica de la casa y me invitó a entrar. ¿Quieres ver la casa de Miguel de Unamuno en Fuerteventura? Por supuesto, le dije, no voy a renunciar a conocer el infierno. Yo no soy como Tula y lo quiero ver y sentir todo. Pasa, me dijo. Y vi su habitación y su despacho donde él escribía y vi alguna sombra que me miraba.

Si vas alguna vez a una especie de guerra en las islas Salacias y no conoces a nadie, pásate por la casa que Miguel de Unamuno habitó durante su exilio en Fuerteventura, porque os queda de paso, y hay una chica que abre la puerta y con amabilidad os invita a entrar. Igual tenéis suerte y, como yo, os encontráis con que Tula, con sus ojos negros, atados para la pasión, os sirve un café. E igual la convencéis para que viva un poco. Yo no tuve suerte, posiblemente porque las cosas hace cien años eran muy diferentes.


domingo, 30 de noviembre de 2014

WHITMAN Y HOMERO, LOS CONSTRUCTORES DEL MUNDO

Mi primera visita a Grecia fue de la mano de un ejemplar de La Ilíada, editado por Ediciones Alonso el año 1966, que no sé cómo llegó hasta mis manos, y que aún conservo; luego viajé desde el alba de occidente, Creta, hasta la misma Atenas; y posteriormente, de la mano del profesor Souviron y con la ayuda de Heinrich Schliemann, embarqué hasta Ilión. No tardé mucho en corroborar que los cimientos del mundo, tal como lo conocemos, fueron hechos por un solo hombre que dibujó la civilización a imagen y semejanza de aquellos que llegaron de otras tierras a derrumbar lo que en Knossos se había creado, para dar forma con perfectos hexámetros a una nueva sociedad patriarcal, fundamentada en los usos de la guerra, en la preponderancia absoluta del varón sobre la mujer, en la clara división de clases y linajes. Ese tipo de sociedad perdura hasta hoy, qué duda cabe:

Pero al hombre del pueblo que hallara y que dando
voces lo viera,
le daba un empujón con el cetro  y de voz le reprendía con estas palabras;
“hombre de dios, ¡estate quedo y escucha a otros que sepan
y valgan más que tú, sin brío tú y sin fuerza,
que ni eres de pro en la guerra ni en el consejo de cuenta! (Ilíada, 2.198 y ss.)

Si leemos, verso a verso, La Ilíada o La Odisea veremos, como en un espejo, la sociedad guerrera, elitista y desigual en cuestión de género en la que hemos vivido y vivimos. Posiblemente, no ha habido, desde el principio de los tiempos, mejor manera de convencer que mediante los mitos y un poco de violencia. Dos mil quinientos años después así estamos.

Pero, ¿no ha habido en 2500 años otro poeta capaz mediante sus versos de crear un nuevo modelo social que perdure? Eso creía yo, hasta que tropecé con un pequeño libro de versos Editado por la Biblioteca EDAF de bolsillo en el año 1982 titulado Canto de Mí Mismo de Walt Whitman, y que comencé a leer:

En todos los hombres me veo, ninguno es mayor ni
menor que un grano de cebada,
y lo bueno y lo malo que digo de mí mismo, de ellos lo
digo.
¿Me contradigo acaso?
Muy bien me contradigo.
¡Yo soy inmenso, contengo multitudes!

Aquí llega el yo, me dije, por fin; Lo más corriente, lo menos caro, lo más cercano, lo más fácil soy yo. Yo yendo en busca de mis oportunidades, gastando para obtener grandes beneficios, adornándome para ofrecerme yo mismo al primero que quiera tomarme, sin pedir al cielo que baje según mi capricho, despilfarrándolo libremente siempre. Aquí llega esa libertad individual que tanto echábamos de menos en Homero. Este poeta, pensé, va a crear una nueva sociedad que será pujante, individualista, luchadora, donde la clase social venga impuesta por el trabajo, la fortuna y las circunstancias; con sus virtudes y sus defectos.

No me equivocaba, toda una nación agarró los versos del cuáquero y se los enfundó como si los hubiera vestido siempre, y como los poetas no conocen ni saben de fronteras, muros o alambradas los llevó con la fuerza que da el individualismo que comenzaba a despertar a todos los lugares del mundo. Esa nación a la que dio forma Whitman es los Estados Unidos de América y el mundo ya sabemos cuál es.
¿Habéis oído que es hermoso ganar el combate? También os digo que es bueno sucumbir, que las batallas se pierden con el mismo espíritu con que se obtienen victorias. ¡Viva a los que cayeron!
He ahí el alimento para el hambre natural, es para los malvados igual que para el justo, a todos he citado, a nadie quiero despreciado o apartado; la manceba, el parásito, el ladrón quedan por la presente invitados, el esclavo de gruesos labios está invitado, el sifilítico está invitado. No habrá diferencias entre ellos y el resto.

Whitman se decide, porque también él canta por boca de la diosa, a pelear contra Homero, que ha abandonado a la mujer a los pies de los caballos, declarando a Helena culpable del sufrimiento en Troya y ha enclaustrado a Penélope con la losa de la fidelidad entre las cuatro paredes de su casa, tejiendo y destejiendo su manto, en el único oficio que Homero permite a la mujer engendradora. Whitman se enfrenta a él con su verso libre: Yo soy el poeta de la mujer lo mismo que el del hombre, y yo digo que es tan grande ser una mujer como ser un hombre. Y yo digo que no hay nada más grande que la madre del hombre. Hasta ahora, en este aspecto, a día de hoy, sigue perdiendo Whitman, pero es cuestión de tiempo.

Sí, ese poeta forjó esa nación y también ayudó a crear la sociedad en la que ahora vivimos, porque no hay fronteras para los versos. Acepto la realidad y no tengo la osadía de discutirla, el materialismo la imbuye de principio a fin. Vuestras obras son útiles y, sin embargo, no son mi morada. Éste es el mundo de hoy, qué le vamos a hacer.

Sólo los poetas escriben sobre mármol, anotó Hölderlin, y sin poetas no hay futuro posible; ése fue el error de otras concepciones sociales que purgaron, fusilaron, masacraron o enviaron a los gulags a sus poetas, que nunca sobrevivieron una generación, porque sólo los poetas escriben sobre mármol.

Nadie ha escapado a los hexámetros de Homero ni a los versos libres de Whitman, probablemente porque los dos han sido los poetas que más se han acercado al alma humana; Estos son realmente los pensamientos de todos los hombres en toda época y país, no son originales míos. Si no son vuestros, tanto como míos, nada o casi nada son.

Nunca está de más agarrar al viejo Whitman y llevárselo, o sentarse junto a él, que está en su mecedora, viendo por la ventana como pasan los pájaros hacia el oeste. Ni yo ni nadie puede recorrer esa ruta por ti, tú debes recorrerla por ti mismo.



  

sábado, 22 de noviembre de 2014

PREMIO FESTIVAL DE CINE DE BRACCIANO, EL CENTINELA


No voy a negar que he cavado trincheras o que anduve por las de Ivanica, sólo por comprobar qué debían de sentir los soldados dentro de ellas, mientras yo imaginaba las historias que las alimentaban; pero desde ayer hay unas trincheras a las que nunca voy a poder resistirme a no a volver de vez en cuando: las trincheras de Gaziel, seudónimo del reportero y escritor español Agustí Calvet (San Feliú de Guixols, 1887 – Barcelona, 1964) que recorrió, como testigo ocular, los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, de cuyo inicio se han cumplido cien años.

Gaziel fue uno de los primeros corresponsales de guerra de la prensa española y el que más directamente conoció los frentes de la Primera Guerra Mundial, cuyas vivencias reflejó en los artículos que enviaba al diario La Vanguardia.

Al libro de Gaziel y, concretamente, a un fragmento que adapté para la realización de un corto que me encomendaron junto al equipo con el que he andado trabajando últimamente, le debo nada menos que un inesperado premio en Italia, (ya sé que no es elegante hablar de uno mismo cuando son los libros el tema central de este blog, pero como tengo mucho que agradecer a cinco compañeros míos, no me ha quedado otro remedio). De todas formas, tuve una vez un jefe que me recomendó, con no poca dosis de ironía, que si me dedicaba a los libros, a la poesía, al teatro, al periodismo, redes sociales o al cine, llevara siempre conmigo una corbata y  unas palabras de agradecimiento, porque nunca se sabe los vientos que mueven los reconocimientos, y algunas veces son inescrutables. Nunca le hice caso y ayer, por una vez, tuvo razón.

El corto que preparamos de El Centinela lo propuso el Departamento de Comunicación del Ejército, con motivo de cumplirse el centenario del inicio de la I Guerra Mundial, que tanto dolor sembró en los campos de batalla de Europa, para recordar aquella dramática guerra.

La grabación se realizó  en Tramacastilla de Tena, un bonito lugar del Pirineo oscense, muy recomendable para los que aman, de verdad, la montaña, y que refleja la dureza y soledad que tuvieron que sufrir los centinelas en las bocas de las trincheras de la Primera Gran Guerra, cuando los minutos duraban horas y las horas, años.

Ahora, no tengo más remedio que volver a leer el libro de Gaziel, En las Trincheras, por el simple motivo de que ayer, sin apenas saber cómo, seis tipos que nunca esperaron nada, recibieron la noticia de que habían ganado el Premio Especial del Jurado y la medalla del Presidente del Senado de la República de Italia en el Festival Internacional de cine de Brascciano. Y nos pilló sin corbata y sin palabras de agradecimiento preparadas, así que nos quedamos callados, sonreímos, y luego cuando nadie nos veía nos fuimos a celebrarlo.

Pero ya no puedo olvidar que como escribe Gaziel:  En las encrucijadas hay apostado un centinela con el fusil al hombro. Todo el mundo está obligado a detenerse….

Por cierto, no pude evitar llevar a Borges y a Juan Ramón Jiménez conmigo y alguien terminó escribiendo en un papel en un cuerpo de guardia de las trincheras francesas las palabras tigre, laberinto y Zenobia, aunque Borges en ese momento tuviera quince años y viviera en Ginebra, y Juan Ramón, como un poeta recién casado, navegara camino de Nueva York. Eso es lo más mágico que tiene el futuro, que es capaz de cambiar el pasado.




Gracias Ángel Manrique, Manolo García, Ángel Carlero, Abel Nogueira e Iván Jiménez; vosotros habéis escrito mi nombre en el papel que hay ahí arriba.


http://www.rtve.es/alacarta/audios/radar-30-en-radio-5/1547-radar-30-221214-centinela-2014-12-19t15-00-19090/2923178/


domingo, 9 de noviembre de 2014

TAN BUENOS CHICOS, PATRICK MODIANO

Si hay un lugar en el que se cumplen todos los sueños, ese lugar se llama infancia y adolescencia; porque luego, con el tiempo, viaje uno al territorio que viaje, sin remedio, empezará a instalarse en él, una cierta melancolía, cuando no desesperación, por el simple hecho de que en el presente nunca somos lo que deseamos en el pasado.

Ahora, muchos años después, sabemos con seguridad que el pasado sólo promete algo diferente de lo que uno sueña, y lo único que podemos pedirle es que, al menos, nos desee suerte.
Desde que ella nos llevaba a cenar, los alrededores de París han cambiado tanto. He paseado mis huesos por todas partes, incluso he estado tres años en La Legión.

Acabo de retomar a Patrick Modiano y he vuelto al colegio donde estudié de niño, el Valvert, con la suerte de que he logrado ver a través del calidoscopio de la literatura mi infancia y mi futuro, saltándome el presente, que es lo más mágico que pueden deparar los libros.

Creo que el señor Jeanschmidit quería acostumbrarnos a nosotros, que éramos hijos del azar y de ningún sitio, a las ventajas de una disciplina y a la sensación reconfortante de tener una patria.
Modiano, aunque no nos conoce de nada, nos vuelve a acercar, a aquellos profesores que tuvimos, con sus manías, de quienes en aquel tiempo ya sabíamos cuál era su destino porque su madurez ya les había caído encima como una losa,  y que se guardaron el secreto de contarnos que la madurez nuestra no iba a ser cómo la pensamos, y que poco iba a contar nuestro nivel de estudios y nuestro dinero a la hora de llamar eso que suele nombrarse con la palabra genérica de felicidad. Cada uno de los antiguos alumnos del Valvert ha tenido una vida y nada es lo que soñaron, y nada es como lo vivieron en el pasado cuando todos eran iguales.

- Sabe usted, ya no me llamo señora Portier…, la vida es tan complicada…
Y llena de revueltas.

Modiano tiene el talento, con breves encuentros, quince o veinte años después por esos azares que nos depara el destino, de que Patrick, que ahora es actor de poca monta, coincida con los antiguos alumnos del colegio Valvert, y en no más de una página nos descubra el pasado que ha tenido cada uno de ellos estos últimos quince años y, sobre todo, el futuro que tienen ahora entre las manos. Para la mayoría de nosotros el deporte fue un refugio. Desgraciadamente, todos nosotros, los antiguos alumnos de Valvert, teníamos inexplicables ataques de depresión, accesos de tristeza que cada uno trataba de combatir a su manera. Todos teníamos, según la expresión de nuestro profesor de química, el señor Lafaure: un tornillo flojo.

Yotlande sigue pensando que el mundo es una fiesta, y se da cuenta de pronto, de una manera casi imperceptible que había envejecido. En los rallyes que seguía frecuentando, cada vez escaseaban más la gente de su edad: el trabajo, el matrimonio, la vida adulta, los devoraban uno tras otro.

Desoto, ese niño mimado, hijo de millonarios, expulsado de Valvert por su actitud displicente y su carácter poco dado a recibir negativas, y ya se sabe que cuando no se aprende de niño a perder ya no se aprende de adulto a vivir, es la ecuación de primer grado que apenas te enseñan en la escuela.
Hay lugares que atraen como un imán a las almas sin brújula y rocas inquebrantables bajo la tempestad. Teníais que ver ahora a Desoto en manos de una mujer ambiciosa que quiere su dinero y que está a punto de declararlo incapaz de regir su propio destino.

Kurt, no quiso abandonar París cuando llegaron los nazis, a pesar de que su abuela intentó persuadirlo, ahora se arrepiente. Allí en su casa, percibí un leve perfume de naufragio en aquel apartamento, un poco como en el de su abuela.

Christian, cuya madre nos invitaba a los dos a cenar los sábados en aquellos alrededores de París que ahora han cambiado tanto, y que recibía en su casa misteriosas visitas, se llenó del moho del futuro que es mucho peor que el del pasado. Aguas temporales por las que se mueve Modiani, como un depredador.

Charell, junto a su mujer, se deslizan por las pendientes de la droga, que la juventud lo llevó al antiguo alumno de Valvert, por otros caminos y otras compañías. Y Newman, ¿qué decir de Newman? Ellas quieren que lo liquide. ¿Quiénes son ellas? Estaba perplejo. Aquella bruma de hacía quince años seguía adherida a la piel, aquel arte que tenía de no responder nunca a las preguntas concretas.

Después de leer a Patrick Modiano, me han entrado ganas de que el azar me vuelva a deparar algún encuentro con aquellos antiguos alumnos del internado del Instituto Social de la Marina, a los que perdí de vista con catorce años y que en mi imaginación yo les escribí su propio futuro que tal vez se haya cumplido nunca. Tan buenos chicos.




domingo, 2 de noviembre de 2014

EN LA FIESTA DEL CHIVO CON VARGAS LLOSA






Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira.


Nunca creí en el magnicidio como una forma de resolver los problemas de un país, más bien justo lo contrario, pero como todo el mundo sabe, y enseñan en cualquier escuela de guerrilleros, la violencia define y con una justa dosificación de violencia unos pocos aventureros son capaces de hacer que todos los demás empuñen un arma. Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal.

El pueblo celebra
con gran entusiasmo
la fiesta del chivo
el treinta de mayo.

A la República Dominicana llegué con una mujer, no voy a negarlo. Decidí irme allí después de estar casi un año en un lugar donde la violencia definía de verdad, tan de verdad que me contaron que hasta los pianistas, quién podía imaginarlo, andaban combatiendo. Allí, en la ciudad donde habían convivido, sin fisuras, las tres culturas del Libro, hasta los pianistas mataban con sus propias manos, algo increíble. "Vámonos a Santo Domingo", me dijo la mujer que me había esperado casi un año y me recogió en el aeropuerto de Madrid. No pregunté por qué a Santo Domingo, nunca pregunto esas cosas, y menos cuando se tienen ganas de huir de todas partes. Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal.
Nada más llegar me enteré que Santo Domingo llegó a llamarse Ciudad Trujillo, hace tal vez treinta y cinco o cuarenta años. Siempre he pensado que no es buena idea cambiar los nombres con que forjó la historia a las ciudades y menos con las señas de un tirano, llámense Estambul, Alejandría, Jerusalén o Sevilla.

Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad se llenó de haitianos. Entonces no ocurría. Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. El jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos.

Ya me había dolido mucho que José Vasconcelos se dedicase a prologar esas Meditaciones Morales de la mujer de Trujillo, que se las daba de literata, aunque lo achaqué a esa necesidad del mecenazgo  que siempre tienen los poetas. Y me dolió también que Henríquez Ureña, eminente filólogo, trabajara como secretario de Educación para el tirano; aunque, afortunadamente, el acoso e intento de derribo al que sometía Trujillo a la mujer de Ureña lo hiciera largarse a Méjico donde la lengua española ganó un gran gramático y escritor.

- Ha venido a visitarla el Presidente, señora.
- Dígale que la mujer de Pedro Henríquez Ureña no recibe visitas cuando su marido no está en casa.

Después de esa contestación no cabe más remedio que largarse de la República Dominicana, no sea que les pasase lo que al Barajita y al Valeriano, a quien Trujillo primero condenó y luego los perdonó: Bueno, Johnny Abbes, los locos, sólo son locos, suéltalos. Al jefe del Servicio de Inteligencia se le agestó la cara: "tarde, excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo".  Así que aquí estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal. Me paro junto al teniente amado García, que acaba de salir del coche, me presento y le pregunto tratando de averiguar por qué en esos treinta y un años cristalizó todo lo malo que arrastrábamos desde la conquista. No sabe qué decir. Yo sé que él está ahí porque Trujillo hizo que matara al hermano de su novia, y él apretó el gatillo. Tarde, aquella bala salió hace tiempo.

Yo tengo claro que ando por aquí, porque la violencia define, y nadie se salva de ella.
Has llegado a comprender que tantos millones de personas , machacados por la propaganda, por la falta de información, embrutecidos por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojados del libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. Y eso puede ocurrirle a cualquier nación, cuando ante situaciones que parecen difíciles surgen los proclamados nuevos salvadores. "¿No estáis vosotros ahora así?", me pregunta a mí el teniente Amado García. No hago mucho caso a esa pregunta porque yo ahora estoy en el kilómetro 9 de la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal y es treinta de mayo de 1961 y son casi las 9:45.

Para la pregunta que me ha hecho el teniente Amado García y que yo no contesto, afortunadamente, nos quedan gigantes como Vargas Llosa, que sólo con la pluma es capaz de contestarla y sacarnos de toda duda. Don Mario Vargas Llosa, seguramente, tiene la respuesta a su pregunta, ya que yo estoy aquí simplemente porque la violencia define.





domingo, 26 de octubre de 2014

EL SUPLICIO DE LAS MOSCAS Y ELÍAS CANETTI



Elías Canetti fue un fugitivo. Yo lo conocí en Viena, cuando lo anduve persiguiendo a la vez que acosaba a Twain, Kafka y Roth; y a toda esa legión de malditos que pretendían escribir con osadía y libertad, sin pagar tributo alguno.

Ya sus antepasados, los Cañete, de Cuenca, tuvieron que huir de la España sefardí oprimidos por la intolerancia, para dejarlo, al albur de los tiempos, viviendo en los lugares más inimaginables de Europa; tal vez por eso él soñó con levantarse en un país de fanáticos, en el que de pronto se permita y se respete cualquier opinión.

Pero a mí, Canetti o Cañete no se me escapó. Tampoco los otros, porque cuando Dios quiere que las hormigas mueran le pone alas, y por muchas alas que le diera a Canetti terminaríamos por encontrarlo. A ese pesimista con sangre sefardí lo encontré en Viena. También llegué a las puertas de Tombuctú en Malí persiguiendo a los Qâti, que salvaron de la quema más de quince mil volúmenes de la gran Biblioteca omeya de Córdoba. Todavía, hoy, luchamos en el norte, aliados de los tuaregs, pero esos descendientes de godos conversos han sabido apañárselas muy bien en estos últimos cinco siglos para que esa antigua biblioteca siga respirando y llevando palabras de libertad por las arenas del desierto: La mayor pérdida de Usama, un caballero árabe de la época de las cruzadas: su biblioteca de 4000 volúmenes. Mientras viva su pérdida será una herida en mi corazón.

Ese tal Canetti fue uno de los que me empujó a salir de las cuatro paredes de mi casa buscando libros y como no sabía si agradecérselo o culpárselo; decidí perseguirlo desde Cuenca a Rusia, Viena o Inglaterra, lo perseguí con saña: Has huido del aliento del mundo retirándote a una mazmorra suntuosa donde no sopla brisa alguna y mucho menos un hálito. ¡Oh!, aléjate de todo lo que te es familiar, personal y seguro, desecha toda intimidad, sé valiente. Toma los caminos trillados y rómpelos sobre tu rodilla: si hablas con algún humano que sea de aquellos de los que no volverás a ver. Busca el ombligo del mundo. Desprecia el tiempo, deja escapar el futuro, ese miserable espejismo.

Cuando lo hallé en Viena ya le habían dado el Premio Nobel, eran tiempos en que a los editores, escritores y lectores les gustaba la literatura; sinceramente creo que entre los libros se están metiendo camuflados demasiados hombres de negocios; tanto entre los que escriben como entre los que publican, aunque no hay que quejarse porque desde Homero siempre han sido malos tiempos para la lírica: Como W.H. Auden yo también tengo amplios prejuicios contra los hombres de negocios, será que estoy acostumbrado a mi soldada y ganar más que eso me parece una indecencia, sin distinguir a los que comercian por su espíritu conciliador y a los que comercian por su carácter pendenciero. ¿Dónde está el límite? Es capaz de dejar morir a todos de hambre, pero no puede matar a nadie. A eso se le llama cobardía moral. Y está perfectamente protegida y convenida en nuestros días.

Sí, Canetti, he andado por todos los museos y exposiciones egiptológicas del mundo buscando a la momia del hombre más divertido del Antiguo Egipto tal como me pediste, y también te hice caso cuando era más joven: eres demasiado listo, tienes que perder más. Aunque, a la larga, tengo que reconocer que esos dos consejos me han ayudado mucho, y lo sugiero a todos los jóvenes: Viajad buscando a la momia más divertida del Antiguo Egipto, nada hay más sano que la risa, y perded un poco más, para fortalecer vuestro espíritu, porque así no olvidaréis que el futuro siempre es falso: influimos demasiado en él, y que por muy inteligentes que seamos sólo lo seremos como un periódico, que lo sabe todo, y lo que sabe cambia cada día.








domingo, 12 de octubre de 2014

LOS BIENAVENTURADOS



Pedro Lloros tenia la tripa triste, y la tripa es lo peor que una persona puede tener afligido, porque arrastra a cualquier otro órgano del cuerpo; empezando por la mente, llenándola de la miasma de la necesidad y acaba en el corazón, supurando no poco vicio.

A Pedro Lloros y sus amigos los conocí en una reseña de El Correo Literario del 1 de julio de 1951, que firmaba un escritor vasco de nombre Ignacio Aldecoa, al que terminé persiguiendo con no poca envidia, y al que acabé plagiando (no tenía más remedio) en un cuento titulado Gente de invierno, que publiqué con seudónimo hará unos treinta años en una  revista local de mínima tirada que espero haya desaparecido por completo.
Pedro Lloros se alimentaba de sueños que es el mejor manjar de un pobretón. Pescador era bueno; ladrón algo torpe; vago, muy vago. Odiaba a los gimnastas.

Con Pedro Lloros descubrí unas bienaventuranzas que junto con los fragmentos del evangelio apócrifo de Borges completaron las que yo llevaba a fuego de la mano del evangelista San Mateo.

Bienaventurados los vagos porque sólo son egoístas de sombra o de sol según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.
Bienaventurados los vagos porque son temerosos de la ley aunque nada tienen que perder.
Bienaventurados porque son como minerales con alma y porque les gusta divertirse honestamente y porque lloran cuando se les hace daño y porque hablan de tú a las estrellas y porque dicen “el padre sol” y “la madre luna” y “la noche serena” o “el día está amurriado”, “o la trucha se pesca en los pocillos frescos y el cangrejo mejor es el de agosto” y saben refranes antiguos y a los vientos les cambian los nombres.
Bienaventurados los vagos.

Después de leer esa proclamación de la felicidad y de la dicha, que hasta ese día no me había planteado, decidí seguir a Pedro Lloros en su deambular por la vida. El primer día me presentó a don Anselmo que ya se preparaba para pasar el invierno en la cárcel porque decía que era un buen sitio hivernar con techo y comida caliente; y posteriormente me introdujo en las vidas de Lino y Andrajos con quienes se hablaba de usted  y junto a los que decidió que había que dar algún golpe para poder cambiar de vida.

Pedro Lloros aprendió sin necesidad de leer los evangelios apócrifos de Borges que no basta ser el último para ser alguna vez el primero, cosa que ya sabemos los que nos llevamos todos los palos; y que no hay por qué amargarse por ello, ya que es feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia y, como Lino y Andrajos, que andan con él persiguiendo una nutria para poner el primer peldaño de una nueva clase de felicidad, sabe que para ser algo más feliz debemos pensar que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error. Por eso él se mira los zapatos gastados, el pantalón raído y el jersey con los codos deshilachados porque ha aprendido con el sol y con las nubes que nadie es la sal de la tierra, y que nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

Yo les explico a ellos, pobres vagabundos, que lo que les está pasando es que alguien está jugando con ellos para terminar de explicar los vocablos makários (griego), beatus (latino) y baruck (hebreo): bienaventurado, dichoso, con buena suerte, que en absoluto debemos identificar, como hace este desnortado siglo, con el éxito. El éxito es otra cosa y no siempre buena.

Lean despacio las bienaventuranzas de Pedro Lloros, del Evangelio Apócrifo de Borges y de El Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret contado por San Mateo. Yo les escribo, desde la cárcel del cuartelillo, donde nos espera para este invierno comida caliente y un techo, unos simples ejemplos para que vean que no es la moral la que forja al bienaventurado, si no las circunstancias y, a veces, la baraka.

Bienaventurados los que lloran: porque ellos serán consolados. (Versículo 5, San Mateo)
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán saciados (Versículo 6, San Mateo)

Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto. (Versículo 4, Evangelio Apócrifo de Borges)
Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria. (Versículo 5, Evangelio Apócrifo de Borges)

Bienaventurados los vagos porque sólo son egoístas de sombra o de sol según el tiempo. (Versículo 2, Bienaventuranzas de Pedro Lloros, Ignacio Aldecoa)
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino. (Versículo 3, Bienaventuranzas de Pedro Lloros, Ignacio Aldecoa)

Desde luego, aun pasando por la cárcel, estoy aprendiendo no pocas cosas con el Lloros, el Andrajos y el Lino, este último acaba de soltar una sentencia que conviene pensar:

- Sí, Andrajos. Tú que tienes más cultura, lo puedes entender mejor. La vida hay que gozarla, porque luego se te para el reloj y te entierran, con buena suerte, porque si caes por el hospital se dedican a hacerte pizcas y estudiarte.






sábado, 4 de octubre de 2014

FRANCISCO AYALA, EL HECHIZADO



Al indio González Lobo habría que hacerle muchas preguntas, pero todas pueden resumirse en una: ¿Por qué tanto empeño en ser recibido por su Majestad, el rey Carlos II de Habsburgo, al que apodaban el Hechizado?

¿A qué tantos esfuerzos, a qué tantos años malgastados en llegar a su presencia? Pero, ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento? Más aun: supuesto que este fundamento no podía venirle sino en méritos de su padre, resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de su relación. Cabe la conjetura de que González Lobo fuera huérfano desde muy temprana edad y, siendo así, no tuviera gran cosa que recordar de él; pero es lo cierto que hasta su nombre omite —mientras, en cambio, nos abruma con obsesiones sobre el clima y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral de Sigüenza...

Yo, como Francisco Ayala, también he leído con minuciosidad y  hasta el mínimo detalle esa larga relación de hechos de su vida que él mismo se dio a relatar en los años de su vejez en la ciudad de Mérida donde tenía una casa su tía doña Luisa Álvarez. Todos esos papeles originales aderezados con mil prolijidades se encuentran en los archivos de la Biblioteca Nacional a la espera de que algún día la Administración o un editor, de esos que viven alejados de las contradictorias leyes del mercado, los remuevan de las estanterías de la Biblioteca Nacional y los saquen a la luz.

No voy a negar que, como explica Francisco Ayala, no es de fácil lectura estas vivencias del indio González Lobo, pero, aunque fuese únicamente dirigido a los sesudos estudiosos o a doctorandos no faltos de tesón, alguna vez habrá de publicarse el notable manuscrito; yo daría aquí íntegro su texto si no fuera tan extenso como es, y tan desigual en sus partes: está sobrecargado de datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones críticas que quizá puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas a un parangón —por otra parte, fuera de propósito— entre los cultivos del Perú y el estado de la agricultura en Andalucía y Extremadura; abunda en detalles triviales; se detiene en increíbles minucias y se complace en considerar lo más nimio, mientras deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusión, la atrocidad de que le ha llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no parecía discreto dar a la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo, y aliviarlo de tantas impertinentes excrecencias como en él viene a hacer penosa e ingrata la lectura. Es digno de advertir que, concluida ésta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector la sensación de que algo le hubiera sido escamoteado.

Después de haber dedicado no poco tiempo a su lectura me atreveré, con tantas probabilidades de error como de acierto, a contestar esas preguntas que el indio González Lobo deja en el aire:
¿A qué intención obedece?, ¿para qué fue escrito? Puede aceptarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero, ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento?

No parece fácil responder esta última cuestión, sobre todo porque nunca no escribe sobre ello, pero deja constancia del duro trayecto, lo trabajoso y dilatado del viaje, la demora creciente de sus etapas conforme iba acercándose a la Corte (sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años), desde su patria americana hasta la Corte en España, hasta Palacio, hasta los mismos pies del rey, uno puede aventurarse a cifrar lo que se quemó en el alma del indio González Lobo cuando llegó hasta los aposentos de don Carlos II de Austria, el Hechizado.  
«Su Majestad —nos dice— estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel. A su lado, reposaba un perrillo blanco. El rico hábito de que Su Majestad estaba vestido —escribe González— despedía un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia que le aquejaba.»

Ya ha llegado el indio González Lobo al centro del poder, desde América, después de mil vicisitudes. Porque él ha decidido que el poder debe tomar conciencia de las condiciones en la que viven los súbditos en su patria; que el rey, debe estar al tanto de cuanto sucede en las mismas fronteras de su reino, y piensa que el poder, cualquier poder,  si se entera de cuanto él va a contarle dará alguna solución a todos los problemas con los que ha cargado durante tan largo viaje. Y que atravesar mil fuertes y fronteras, (el Consejo de Indias en Sevilla, el Tribunal de la Inquisición, esa nobleza que vale según el número de manos que tocan a tu puerta) habrá merecido la pena. Eso piensa él.

Pero todo se derrumba cuando llega hasta el rey que «viendo en la puerta a un desconocido, se sobresaltó el canecillo, y Su Majestad pareció inquietarse. Pero al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me precedía, recuperó su actitud de sosiego. Doña Antoñita se le acercó al oído, y le habló algunas palabras. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»

El indio González Lobo se da cuenta, entonces, de que el centro del poder (y generaliza a cualquier poder), está siempre vacío, por eso se retira en respetuoso silencio, y piensa que no habrá ideologías, ni tiempos ni sueños que puedan evitar esta quimera. De ahí su retiro a Mérida para pasar sus días escribiendo tan engorroso volumen.

Y para reafirmar mi opinión, andando por las entrevistas que concedió Francisco Ayala, encuentro esto:
"...uno puede estar sosteniendo lo que cree que es lo justo, lo que conviene históricamente, lo razonable, y sin embargo, estar viendo el sufrimiento de todos. En cuanto al poder, existe, simplemente existe. Hoy día las condiciones del mundo son otras, la gente no se quiere dar cuenta de que estamos viviendo en un contexto histórico distinto donde ocurren las peores barbaridades, pero tienen otro sentido".
De esa época es El Hechizado que para Borges era uno de los mejores cuentos en español.

Cierto, el poder, todo poder, no sabemos por qué, está vacío y el indio González Lobo por su propia experiencia lo descubrió.










domingo, 28 de septiembre de 2014

JOB Y JOSEPH ROTH, Y ANTE ELLOS EL GRAN OCÉANO


                                     


Conocí a Joseph Roth persiguiendo a un antiguo soldado que entonces ejercía como inspector de pesas y medidas en un remoto lugar del glorioso Imperio Austrohúngaro que, por aquellos tiempos, andaba desmoronándose igual que el alma del protagonista.

Como viajar por Centroeuropa es andar por tierra judía, allí siempre me he dejado acompañar por aquellos que después de los rezos abren las ventanas y las puertas para que pueda entrar el profeta Elías, de apellidos tales como Roth, Kafka, Walser, Kisch, Pap o Morgenstern.

Joseph Roth me encargó, mientras él se quedaba en París esperando a los nazis, y dudando si seguir bebiendo o suicidarse, que fuera a Zuchnow, una perdida aldea de la antigua Rusia, a tomar alguna que otra nota acerca de Mendel Singer, un judío sobre el que quería escribir un libro. Como cuando un escritor me pide algo soy incapaz de no hacerlo allá que recorrí una centroeuropa en guerra para dar con ese tal Singer. Mendel, un hombre piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común y corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. Insignificante como su persona era también su cara pálida.
El señor Singer tiene una mujer, Deborah, y cuatro hijos, el último ha nacido muy enfermo, tullido con problemas de movilidad y, tal vez, cerebrales. Él todavía no sabe lo que le espera, no ha leído a César Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes..., ¡Yo no sé!, golpes como del odio de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido, se empozara en el alma.

Su mujer, Deborah, que había tenido tantas ilusiones cuando aún era una joven muchacha, ha ido a ver al rabino por si él puede hacer algo por su pequeño inválido. El rabino ante su mirada de asombro, le dice: mantente con él hasta el último momento, cuídalo, Menuchim sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte.

El señor Mendel Singer todavía no sabe que sus hijos mayores van a apartarse de él y que su hija anda por el campo con cosacos, hombres lejos de toda ley. Todavía no sabe que un día tendrá que abandonar a su pequeño inválido Menuchim, a quien canta canciones y al que le brillan los ojos con la música. Deborah no para de pedir consejo a los muertos sobre la nieve de las tumbas, ve que la pobreza y esa fuerza centrífuga que siempre trae añadida se los está comiendo. ¿Qué quieres que haga? -decíale Mendel. Los pobres son impotentes: Dios no les arroja piezas de oro desde el cielo, nunca aciertan la lotería y deben aceptar su suerte con resignación. Y Deborah le contesta: el hombre ha de ayudarse y Dios lo ayudará. así está escrito, Mendel, que siempre sabes de memoria la frase equivocada.

El señor Mendel Singer, como Job, va llenando su vida con sus dolores, recogiéndolos en el zurrón de rezos diarios: Miriam sale con cosacos, mi hijo Schemarjah ha sido declarado apto para el ejército y ha huido a América, mi hijo Jonás anda más cerca de la compañía de los caballos y las prostitutas que de nosotros, Deborah está siendo consumida por los años y las privaciones y el pequeño Menuchim solo ha dicho una palabra en su vida:  mamá, y creo que nunca podrá hablar algo más que eso, ni andará nunca. Hay gente con suerte -pensó Deborah-, incluso para los milagros hay que tener suerte. Pero los hijos de Mendel Singer no la tienen. Son hijos de un maestro.

Y ahora cómo le digo yo a Mendel Singer que hay un escritor, que nació en un perdido pueblo del imperio austrohúngaro, que lo va a llenar de pesadillas y de penas y que todavía no sé cuál va a ser el final del libro de su vida. Al menos le diré que el escritor que me ha enviado lo va a mandar a América, ¿a qué vais vosotros a todas las partes del mundo?, el diablo os envía de un sitio a otro. Pero él sabe que va a echar de menos la nieve, su cabaña,  su pueblo de Zuchnow, sus vecinos, y sobre todo al pequeño Menuchim; pero le cuentan que Rusia es un país triste. América es un país libre y alegre. Ya no serás un maestro, serás el padre de un hijo rico; y aunque él no lo cree, viajará en su pobreza moral y material para salvar a su hija Miriam: el Señor creó todo en siete días y cuando un judío quiere ir a América tarda años. Le diré que, aunque es un infortunio que él ande en manos de un escritor judío alcoholizado y huido, no debe perder las esperanzas, porque la gran mayoría de los finales de los libros son felices, ya que los autores cometen muchas veces la imprudencia de pensar demasiado en los lectores; y que al final todo aparece como está escrito en el Libro de Job.

Con tristeza, conociendo lo arduo de su camino, lo dejé cantando los salmos y no pude menos que despedirme con el deseo tradicional: ¡El próximo año en Jerusalén!

En cuanto llegue a París y vea a Joseph Roth, le pediré que a la vida del señor Mendel Singer le de un final feliz, aunque sólo sea en sus últimos días.