sábado, 23 de febrero de 2013

ARTHUR RIMBAUD, LA HUIDA DESDE LA TORRE MÁS ALTA

Jadis, si je me souvens bien, ma vie était un festin ou s´ouvraient tour les coreurs, oú tous les vins coulaient.
Un soir, jáis assis la Beauté sur mes genoux....

Antes, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos se escanciaban.
Una tarde, senté a la belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la cubrí de insultos.
Me armé contra la justicia.
Escapé.... para pasar Una Temporada en el Infierno.

En Malta supe de su enfermedad. Yo estaba haciendo el camino contrario: de la costa francesa a Cagliari, de Cagliari a Malta, de Malta a Bizerta, no podía dejar de visitar Cartago, y de allí a Alejandría, para ir por tierra a Harar. Allí me habían dicho que estaba Arthur.

Pero en Malta, pura coincidencia, conocí a un marinero inglés que había atracado un mes antes en Adén y que en el hospital británico había compartido habitación con un  francés de nombre Arthur Rimbaud. Me dijo que por las noches, cuando las fiebres lo atormentaban, declamaba una especie de versos que el marinero no entendía. "Parecía como una oración":

Nous ne pouvons savoir! - Nous sommes accablés
D´un manteau d´ígnorance et détroites chimères!
Singes d´hommes tombes de la vulve des meres,
Notre pâle raison nous cache l´infini!

¡Nosotros no podemos saber! - ¡Nosotros sucumbimos
bajo un manto de ignorancia y estrechas quimeras!
Copias de hombres caídos de las vulvas de sus madres,
nuestra pálida razón nos oculta el infinito!
Queremos ver: - ¡Pero la duda nos castiga!
La duda, pájaro lúgubre, nos golpea con su ala...
¡Y el horizonte se esfuma en su huida eterna!

¿Sabes que tenía?, le pregunté al marinero.
Oí al médico hablarle sobre un cáncer en la pierna; y se lo dijo así de claro: o te cortamos la pierna o morirás. No quería que se la cortaran allí y decidió embarcar para Marsella. Tenía la rodilla como una calabaza.
  
El niño de los zapatos de viento, de las piernas aladas, empezaba a estar atado al dolor y a la quemazón de la rodilla. En el hospital contaron que traficaba con armas en Abisinia. Y él mismo me dijo que venía de Harar y que embarcó en Zeilah. Para llegar hasta Zeilah se construyó una hamaca y contrató a dieciséis nativos.Tardó catorce días en recorrer los 200 kilómetros que separaban Harar de Zeilah: Bestia que sudaba sangre con cada piedra.

Copias de hombres caídos de las bulbas de sus madres.
Castigados y solos en el infinito.

Dejó su indumentaria árabe con la que deambulaba por Etiopía vendiendo armas, café y cachivaches de todo tipo y volvió a ponerse su traje de algodón blanco. El pelo cortado al cepillo, tan diferente de aquel jovern con melena que apoyó la Comuna de París con balas y con versos:

Mientras los rojos escupitajos de la metralla
silban todo el día en el infinito del cielo azul;
mientras escarlatas o verdes, junto al rey que se burla,
se desploman en masa los batallones bajo el fuego...

El joven que iba a reinventar el amor, con veinticinco años, cambió su pelo largo por las canas, envejeciendo al viento. Un año en Adén es como media vida en París. El joven que conmocionó la palabra y los símbolos, que enamoró a Verlaine y a Nouveau en un periodo de ebriedad que revolucionó los versos y ritmos de Francia, regresaba después de pasar veinte años en su torre de silencio. Me escribió una vez contándome que hacía casi cuatro lustros que no leía un libro de poemas. "Sólo leo manuales técnicos y aburridos compendios, que, al menos, no desestabilizan mi alma". 

Y, ¿quién soy yo para juzgarle?

El veinte de mayo, desembarcó en Marsella. Nos cruzamos en el Mediterráneo. En ese mar que siempre ha sido puente de versos y despedidas. Miro atrás y me parece verlo:

Iba por ahí, con las manos metidas en sus bolsillos rotos;
hasta el punto que su gabán se volvía ideal;
caminaba bajo el cielo, ¡Oh musa!, y era su vasallo;
¡Qué barbaridad!¡Cuántos amores espléndidos he soñado!    

Llega a Marsella y sueña con que vuelve a dejarse crecer el pelo, que ha decidido abandonar el colegio, que vuelve a parecer grosero, mal vestido y deseducado, como era cuando tenía diecisiete años y decidió, como sólo deciden los hijos de los dioses, amar perdidamente a la poesía. Sueña que nunca traficó con armas en Abisinia, que Etiopía quedaba lejos y que Verlaine vuelve a reunirse con él en una vieja habitación en Bruselas.
Siente un fuerte dolor en la pierna y llora porque ha estado veinte años encerrado, a lo mejor sin querer, en una torre de silencio y sabe de sobra que el tiempo, también, puede comerse a los poetas.

El poeta hará suyo el sollozo de los Infames,
el odio de los Forzados, el clamor de los Malditos.

Sabiendo que él ya iba camino de Marsella con el cáncer comiéndose su carne y sus versos, decidí quedarme en Tunez, pues todavía tenía una cuenta pendiente con Salambó, sacerdotisa de Cartago.






Las fotos son de Malta y Tunez.
Malta es el sueño de todo lingüista con un idioma que mezcla el árabe, el italiano y el inglés; y además la rodea el Mediterráneo puro. Conviene llegar a La Valletta la primera vez en barco.
En Tunez late Cartago, aquella que "con sangre y con sal borró el latino"; y que con Roma se jugó con la espada el destino del mundo.
Las fotos son...., bueno, ya sabéis quién hizo las fotos.   


sábado, 16 de febrero de 2013

HIJO DE HOMBRE, ROA BASTOS Y EL SACRIFICIO


Entre las distintas ocupaciones que he tenido, una de ellas ha sido la de profesor (las casualidades de la vida que nos llevan por caminos inescrutables). En las clases, debido a esta deformación que me guía, siempre me ha gustado leer un fragmento de alguna obra literaria que tenga alguna relación con el tema a tratar y que en algún momento llamó mi atención.

Hoy, traigo aquí la novela de Roa Bastos Hijo de Hombre, una novela de dolor y sacrificio, y dura donde las haya y que no debemos saltarnos nunca, junto con otra joya, ejemplo de crítica y denuncia del gigante Roa Bastos Yo, El Supremo. (Los escritores de vez en cuando deben gritar)

El punto de unión entre el fragmento seleccionado de la obra de Roa Bastos y mi clase es el agua; más bien, la falta de ella.
El agua, un líquido irremplazable y tan necesario que está presente su esencia en todos los conflictos, que en lugares peligrosos sólo se sirve embotellada para evitar la contaminación por parte de los contendientes, que en Bosnia era servida en brik y custodiada por Naciones Unidas por el mismo motivo; que en Kosovo y Albania eran un tesoro, que en el Chad y Sudán los pozos hacen amigos y enemigos con una facilidad apabullante, que en Afganistán la principal forma de cooperación consiste en buscar agua bajo tierra y que en Líbano era producto de denuncias de ambas partes que se acusaban de envenenar ganados, cultivos y personas a través del agua.

Grabiela Mistral, habla del agua como sólo los grandes poetas saben hacerlo; ella, poeta del agua:

Hay países que yo recuerdo
como recuerdo mis infancias.
Son países de mar o río,
de pastales, de vegas y aguas...

...llévenme a un blando país de aguas.
En grandes pastos envejezca
 y haga al río fábula y fábula.
Tenga una fuente por mi madre
y en la siesta salga a buscarla,
y en jarras baje de una peña
un agua dulce aguda y áspera.
Me venza y pare los alientos
el agua acérrima helada.
¡Rompa mi vaso y al beberla
me vuelva niñas las entrañas!

¿Se puede decir de manera más bella que el agua es un tesoro?

Pero volvamos a ese lugar común del ser humano que es el dolor, el sacrificio, la esperanza y la Literatura; que se respira en Hijo de Hombre.

En Hijo de Hombre, como dice la profesora Adriana Bergero, “el protagonista es la tierra, en dos de sus significados: como símbolo de soberanía nacional, que debe ser defendida contra el enemigo en demoledoras guerras, y como reclamada propiedad y medio de subsistencia del campesino”.

Tanto Hijo de Hombre como la historia del Paraguay están llenas de alusiones a los intentos anexionistas que sufrió esta fértil y prometedora tierra:

En primer lugar, la guerra de la Triple Alianza o la Guerra Grande (1864-1870) en la que Paraguay se enfrentó a Brasil, Argentina y Uruguay; provocada por motivos puramente económicos y en la que la burguesía comercial anglo-brasileña, dependiente de las corrientes fluviales para sacar sus productos (diamantes, oro y yerba mate), provocará el enfrentamiento armado con Paraguay, y recibirá para su guerra, contra este último, apoyo de Inglaterra. La fortuna de los Rothschild es la fuente pecuniaria que permite al Brasil costear la guerra. (Si esto no fuera un entrada para un blog serio, habría que terminar este párrafo diciendo: ¡manda huevos!).
En esta guerra perdió la vida el 65% de la población paraguaya. Como escribió Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la Argentina y autor de la novela argentina por excelencia, el Facundo y que también tendrá sitio en estas páginas: “La guerra del Paraguay concluye por la simple razón de que hemos muerto a todos los paraguayos mayores de diez años”. (Posiblemente para muchos que allí murieron el arrepentimiento llegó demasiado tarde)

En segundo lugar, la Guerra del Chaco (1932-1935), en las que se enfrentan Bolivia y Paraguay, pero que lo que subyacía bajo ella era la disputa de dos grandes compañías petrolíferas (de nuevo debo decir que si este no fuera un artículo serio para un blog serio tendría que terminar la frase diciendo: ¡manda huevos!). Esta guerra viene retratada en la novela Hijo de Hombre y contada con la voz de los que, sin tener en cuenta el resultado de la batalla, siempre pierden.

Vamos pues, a la Guerra del Chaco, a Boquerón, a nuestro tema: los suministros; y a la Literatura.   

Fragmento de Hijo de Hombre. Edición Espasa Calpe de la profesora Adriana Bergero. Página 262.

9 de septiembre (frente a Boquerón)

Copioso nos ha salido el bautismo de sangre. El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros. Los asaltos en masa y al descubierto se estrellaron contra las primeras líneas de la defensa enemiga, sin haber podido localizar siquiera el reducto, escondido en el monte. Enfrente, hacia el sudeste, se extiende un abra de más de mil metros de anchura, lisa y pelada como plaza de pueblo. Una saliente del bosque avanza sobre el campo raso hacia el gollete del cañadón. Una y otra vez, atolondradamente, las unidades divisionarias volvieron a la carga, desgranándose como mazorcas de maíz bajo el torrente de metralla vomitado por las enmarañadas troneras. Especialmente ante la cuchilla de la Punta Brava, erizada de fuego. Nuestras propias baterías cooperaron en la matanza con sus impactos reglados al tanteo. Las granadas de mortero y de obuses abrían grandes brechas en nuestro escalón de ataque, en lugar de caer sobre la posición enemiga. Las alas arremangadas de los regimientos se arremolinaban y superponían, batiéndose entre sí en la confusión infernal. Nuestro batallón, ubicado en la reserva, también fue metido como relleno en la desbarajustada línea. No tardó más que los otros en desbarajustarse. Ni a balazos pudimos contener el desbande de sus efectivos. Mi compañía fue diezmada en la primera embestida. Entre los desaparecidos figura mi asistente.
A media mañana, el ataque frontal estaba totalmente paralizado. Sobre la plazoleta del cañadón ha quedado un gentío de muertos, hasta donde se alcanza a divisar con los prismáticos. Durante todo el día continuaban tiritando a ratos, como atacados de chucho, bajo las ráfagas de las pesadas bolivianas. Paseé largamente el vidrio por esa aglomeración de bultos tumbados en extrañas posturas. Casi puedo asegurarme que mi asistente no está entre esos muertos que tiemblan al sol calcinante.
Nutrido tiroteo de hostigamiento. Nuestros cañones ciegos continúan tronando en la espesura con su engallado pero inútil retumbo y los morteristas haciendo toser acaloradamente sus Stokes, entre el crepitar de la fusilería y las automáticas. Las caravanas de heridos taponan las sendas en un macilento y sanguinolento reflujo hacia la retaguardia.
Anochece. Desmoralización. Cansancio. Impotencia. Rabia. Nubes de mosquitos, enormes como tábanos, nos lancetean sin descanso. No hay defensa contra ellos. Me arde en el codo el rasguñón de bala ganado durante el repliegue. Pero más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro. No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola uno escupe polvo.


10 de septiembre

El Comando impertérrito, ha ordenado  el desarrollo de la maniobra de envolvimiento. Las unidades reorganizadas a todo trapo, se han lanzado de nuevo a la lucha. Con más cautela que ayer, es cierto, aunque con idéntico resultado. Hoy contamos, sin embargo, con una protección adicional: los muertos amontonados sobre la herradura. Al amparo del pestilente parapeto nos arrastramos como pudimos, buscando al acaso el corazón del reducto. Todos se preguntan dónde está el fortín. Ante la muralla espinosa que protege al Boquerón, nos hallamos empeñados en algo semejante al juego de la gallina ciega. Danzas y contradanzas en el cañadón de la muerte al son de una espeluznante música de fondo, cuyos oleajes de fuego y de plomo nos despluman sin conmiseración. Desde arriba, los aviones con el distintivo auriverde desovan sobre nosotros en vuelos rasantes, sus tandas de bombas y abren las espitas de metralla. En cambio, sobre el fortín mismo sueltan pequeños paracaídas que en gracioso planear descienden con chorreantes paquetes de hielo para la plana mayor del reducto semisitiado. El comando boliviano cuida el bienestar de su gente. Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el estallido de una bomba.

11 de septiembre

Calor sofocante. Cada partícula de polvo, el aire mismo, parece hincharse en una combustión monstruosa que nos aplasta con un bloque ígneo y transparente. La sed, “la muerte blanca” trajina del bracete con la otra, “la roja”, encapuchadas de polvo. Al igual que los camilleros los transportadores de agua no se dan tregua. Tampoco dan abasto. No habrá más de una decena de camiones empeñados en arrimar el precioso líquido para los efectivos de dos divisiones. Desde la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se piratea. En cuarenta y ocho horas, los oficiales hemos recibido media caramañola y la tropa apenas medio jarro de agua casi hirviendo, por cabeza. La carne enlatada de la “ración de fierro”, no hace sino estimularla de un modo exquisito. Pelotones enteros desertan enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos aguateros o los esforzados coolíes de las latas. Una pareja de ellos fue despachurrada a bayonetazos, a pocos metros de nuestra posición. Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando la sanguaza que se había formado en el atraco. El brindis de Estigarribia ha empezado a cumplirse con admirable precisión.
           
                                  
                                                                                  Augusto Roa Bastos.

Roa Bastos va preparando al lector; y desde el comienzo del ataque se entrevé la desorganización, la falta de medios: cómo “atolondradamente” chocan con las defensas bolivianas de Boquerón. Pero no es ése el eje de este relato sino un enemigo que aparece de pronto, cuando no se le espera: la sed. Por ser inesperado es más brutal: “No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola, uno escupe polvo”.

A esta situación se añade que el reducto sitiado está recibiendo bloques de hielo en paracaídas, con el efecto psicológico que supone: “El comando boliviano (el enemigo) sí cuida del bienestar de su gente”. “Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el estallido de una bomba”. Imagínense la situación, ellos muertos de sed y el enemigo arrojando desde aviones barras de hielo (supongo que para tomar güisqui): un choque psicológico de primera. Eso sin contar que, aparte de beber, “más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro”, suponemos que los alimentos de los sitiados se conservan frescos, mientras los alimentos de los sitiadores se pudren por minutos.
  
Aunque lo peor todavía está por llegar. Poco tiempo falta para que empiecen las deserciones, los motines, los asaltos a los pocos aguateros que todavía deambulan por el campo de batalla: “Desde la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se piratea. Pelotones enteros desertan enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos aguateros o los esforzados coolíes de las latas”. Y tras las deserciones, tras las peleas por la poca agua que puede olerse, tras los robos y asesinatos por el preciado líquido, llega la imposición del orden en las fuerzas propias: “Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando la sanguaza que se había formado en el atraco”.

Si quieren saber cómo acabó el asalto a Boquerón les invito a que sigan leyendo Hijo de Hombre que comienza recitando el Himno de los muertos de los guaraníes:

“…He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos…
Y haré que vuelva a encarnarse el habla…
Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca…”








La foto de los dromedarios es de Blate. Su dueño los tenía porque decía que le gustaba beber  su leche por las mañanas.
Beber....


                                  
                                                                                  


sábado, 9 de febrero de 2013

HEMINGWAY, EL VIEJO Y LA MAR DE LA HABANA


—El hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

 
 No hace falta ninguna coincidencia para llegar a La Habana y tropezarse con Hemingway.

Se alojaba en el hotel Ambos Mundos.
  
En La Floridita también pude verlo con su sonrisa franca y abierta y su corpachón de aventurero sin freno.
Cuando llegué a la Bodeguita de Enmedio, su vaso, ya vacío de mojito, estaba todavía en la barra. "Se ha ido pronto", me dijeron, "mañana quiere salir a pescar".

 "Si tú quieres ir a pescar", me comentaron, "vete a Cojimar y pregunta por el viejo que navegó con Carlos Gutiérrez, patrón de la Pilar. Ahora se dedica a llevar turistas por Cayo Romano en su viejo bote". 

Llegué a Cojimar, pregunté por él y me señalaron una cabaña pequeña, de madera, que reflejaba grises haces de un pasado poco orgulloso. Se llegaba a ella por un camino de tierra marcado por las lluvias de la atardecida y estaba alumbrada por una vela con forma poco ceremoniosa. La Choza estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra, había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

Era la hora de la cena, pero ni el olor ni el rastro se adivinada de ella. Llamé a la puerta, ajada por las veces que el sol de la mañana rompió durante tantos días y me presenté, recitando mi nombre y mis dos apellidos como si estuviera en la escuela. Ví en la casa todos los ritos de la pobreza sin saltarse ninguno; pero también se adivinaban todos los ritos del orgullo. Quise invitarlo a cenar, pero declinó mi invitación:

—¿Qué tiene para comer? — le pregunté.
—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
No. Comeré en en el restaurante ese que tiene un cartel sobre la puerta con un letrero escrito al carbón. ¿Quiere que le encienda la candela?
—No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
 No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y los dos lo sabíamos.
—El ochenta y cinco es un número de suerte —dijo el viejo—En un principio no lo entendí.

Mañana temprano saldremos para Los Cayos, - me dijo-, igual cogemos un pez grande como el demonio. Yo siempre pensé que el demonio no entendía de peces. Pero quién sabe, a lo mejor el infierno tiene forma de océano. Entonces salimos mañana temprano. Me pareció que aquel viejo no tenía despertador. ¿Le despierto mañana temprano?, le dije.
—No, La edad es mi despertador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
—No lo sé —, le dije —. Lo único que sé es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde. Y le señalé a Jorge.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Te despertaré temprano.

Al viejo, cada palabra que decía lo hacía parecer más sabio. Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana.

Al viejo cada palabra lo hacía parecer más sabio, y ha sido el único hombre que he conocido que podía ser a la vez humilde y orgulloso sin que resultara desafinada tan contradictoria relación: Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad, pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.

Embarcamos en el bote antes que el amanecer y bogamos durante una hora acompañados por algo de viento. Unas pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar nos acompañaban. El viejo mirándolas con ternura dijo:
 
Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.»
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren.

 Cuidaba siempre de que sus sedales estuvieran verticales y sus manos ajadas en el trato con las artes parecían tan vivas que sonaban regeneradas a la vida:

«Pero —pensó el viejo—, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte, pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto. Siempre listos, viejo.

El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.
«Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente —pensó—. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.»
Justamente entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el viejo—. No sólo está mirando.
Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos.

Allí estaba el gran pez.
Luchamos dos días y dos noches contra el enorme pez, que se afianzó de través la sardina con un anzuelo virado. Bajó varias veces al fondo y el viejo daba y quitaba sedal según adivinaba la profundidad del océano por su color de brillanteces estratificadas.

Lo cachamos a paladas en el último instante y atado con un cabo decidimos arrastrarlo hasta La Habana. Vano empeño, pues los tiburones devastaron, durante la segunda terrible y agónica noche, nuestro codiciado tesoro. Cuando sólo quedaba del gran pez la cabeza; con el cuerpo, hasta el espinazo, devorado por los tiburones, vi que al viejo le rodaba una lágrima por la mejilla. El viejo se dio cuenta que yo había visto esa lágrima, se puso de pie en el bote y volvió a asegurar la cabeza del gran pez y el espinazo ya sin carne con un cabo. Me miró y dijo:

—El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.


El viejo pescador de Cojimar era una jodida biblioteca dentro de un bote que navegaba por Los Cayos y cuya vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
Cuando atracamos en La Habana, me despedí, cogí mis bártulos y me fui a La Floridita a tomarme un mojito, que me lo había ganado.


Seguramente, el viejo ya habrá muerto y me da por pensar que no sólo en África, cuando muere un anciano, se quema una biblioteca.




La primera fotografía es de La Habana, una ciudad llena de vida, ritmo y poesía. La hizo mi fotógrafa particular desde el hotel.
La segunda corresponde al hotel Ambos Mundos, donde Hemingway de vez en cuando se deja ver, y en una de cuyas paredes, entrando a la derecha, dejó el escritor unas cuantas fotos.
Las siguientes corresponden a una navegación hacia Los Cayos. No volví a ver un gran pez, pero nos persiguió la tormenta como si tuviesemos alguna culpa por su muerte.
La última es de La Floridita, como explica en su letrero, la cuna del Daiquiri. A veces cuna (principio) y ,a veces, fin. Las dos son buenas opciones. Hay otros muchos sitios donde tomar Daiquiris más baratos. 

sábado, 2 de febrero de 2013

MÉJICO, DE COMALA A LA REVOLUCIÓN

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

 No quería morirme sin ver Comala. No podía dejar de viajar a Méjico. Una promesa siempre es una promesa y uno no puede dejar de cumplirla, aunque por algún lado se la cobren caro.
Pero, como siempre me ha pasado en los viajes, sin excepción, cuando he ido buscando cualquier empresa literaria he terminado encontrándome con una aventura totalmente inesperada. Alguna vez, también literaria.   

Todavía antes, me había dicho, (corroborado por Juan Rulfo, que lo oyó de su propia boca):

-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

-Así lo haré, madre.
 Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.

El camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja."

Bajé del autobús  y escuché una frase que hizo que yo no llegara a Comala ese día:

Dicen que soy un pelao y no sirvo pal gobierno. Yo no vengo a ver si puedo, sino porque puedo vengo.

¡Norberto, vente a la Revolución! Y me embarqué en ella como ese gringo, ya entrado en años, que conoció Carlos Fuentes, y que vino a Méjico a palmarla de la mano de Villa y lo consiguió:

¡Le he dado una orden, gringo! ¡Mátelo! ¿No quiere hacerlo? Usted sólo quiere que lo matemos nosotros. ¡Frutos!, tenías razón. Los gringos sólo son buenos dando ideas; pero quieren que otros maten por ellos. Zacarías, vete a pelotón que también vamos a fusilar a este gringo.

 A mí me dijeron que convenía empezar por San Luis de Potosí, acompañando a Francisco Madero.
Abrí el libro de Mariano Azuela, que llevaba en la mochila y, de camino, continué leyendo Los de Abajo:

Usté ha de saber del chisme ése de Méjico, donde mataron al señor Madero y a otro, a un tal Félix o Felipe Díaz, ¡qué se yo!... Bueno: pues el dicho don Mónico fue en persona  a Zacatecas a traer escolta para que me agarraran. Que diz que yo era maderista y que me iban a levantar. Pero como no faltan amigos, hubo quien me lo avisara a tiempo y cuando los federales vinieron a Limón, yo ya me había pelado. Después vino mi compadre Anastasio, que hizo una muerte, y luego Pancracio, la Codorniz y muchos amigos y conocidos. Después se nos han ido juntando más, y ya ve: hacemos la lucha como podemos.

Así de fácil se unían a la lucha, y yo no iba a ser menos. Además, tenían que ver el poder de convencimiento de las soldaderas, las adelitas y las valentinas. Y eso que mi fotógrafa particular ya venía conmigo.

Seguimos los pasos de la Revolución,  y sin perder de vista las tres sierras, llegamos hasta la capital. Menuda fiesta. Villa llegó a sentarse en la silla. Zapata, sin embargo, declinó varias veces el ofrecimiento. "Tanta mandanga por un simple sillón".

Fui soldado de Francisco Villa
de aquel hombre de fama inmortal
y aunque estuviera sentado en la silla
no envidiara la presidencial.

A mí me dieron a elegir y yo me quedé con Zapata. Todo el mundo sabe lo que ocurrió.

Con Zapata muerto me dio por buscar a José Emilio Pacheco, poeta y Premio Cervantes, hijo de un revolucionario que llegó a general de brigada y a quien Álvaro Obregón le quitó el grado y su cargo cuando se negó a firmar el acta que pretendía legalizar el terrible asesinato del general Francisco Serrano. Este hecho dice mucho de él y bueno. Su hijo José Emilio se alistó en otras revoluciones de carácter poético. No es una forma de lucha menor esa.

Subí al avión. Ya era tiempo de volver, y abrí su libro de poemas No me Preguntes cómo pasa el tiempo:

ALTA TRAICIÓN
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques , desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, mostruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
- y tres o cuatro ríos.

El avión despegó de Quintana Roo, otro revolucionario. La luna venía saliendo de la tierra como una llamarada redonda... ¿Cómo te sientes? Mal.




La foto de Villa y Zapata es ya mítica y fue tomada por los hermanos Casasola. Yo estoy justo detrás del gringo con lentes de miope y pinta de periodista con ganas de que lo maten. Me tapa por completo. Hay veces que la suerte no se alía con la posteridad y lo deja a uno fuera. Bueno, lo importante fue que estuve allí.
La primera es de la pirámide de Chichen-Itza, tomada desde una carretera.
La segunda fue hecha camino de Valladolid. La Valladolid de Méjico se entiende.