Entre las distintas ocupaciones que he tenido, una de ellas ha sido la de profesor (las casualidades de la vida que nos llevan por caminos inescrutables). En las clases, debido a esta deformación que me guía, siempre me ha gustado leer un fragmento de alguna obra literaria que tenga alguna relación con el tema a tratar y que en algún momento llamó mi atención.
Hoy, traigo aquí la novela de Roa Bastos Hijo de Hombre, una novela de dolor y sacrificio, y dura donde las haya y que no debemos saltarnos nunca, junto con otra joya, ejemplo de crítica y denuncia del gigante Roa Bastos Yo, El Supremo. (Los escritores de vez en cuando deben gritar)
El agua, un líquido irremplazable y tan necesario que está presente su esencia en todos los conflictos, que en lugares peligrosos sólo se sirve embotellada para evitar la contaminación por parte de los contendientes, que en Bosnia era servida en brik y custodiada por Naciones Unidas por el mismo motivo; que en Kosovo y Albania eran un tesoro, que en el Chad y Sudán los pozos hacen amigos y enemigos con una facilidad apabullante, que en Afganistán la principal forma de cooperación consiste en buscar agua bajo tierra y que en Líbano era producto de denuncias de ambas partes que se acusaban de envenenar ganados, cultivos y personas a través del agua.
En Hijo de Hombre, como dice la profesora Adriana Bergero, “el
protagonista es la tierra, en dos de sus significados: como símbolo de
soberanía nacional, que debe ser defendida contra el enemigo en demoledoras
guerras, y como reclamada propiedad y medio de subsistencia del campesino”.
Tanto
Hijo de Hombre como la historia del
Paraguay están llenas de alusiones a los intentos anexionistas que sufrió esta
fértil y prometedora tierra:
En primer
lugar, la guerra de la Triple Alianza o la Guerra Grande (1864-1870) en la que
Paraguay se enfrentó a Brasil, Argentina y Uruguay; provocada por motivos
puramente económicos y en la que la burguesía comercial anglo-brasileña,
dependiente de las corrientes fluviales para sacar sus productos (diamantes,
oro y yerba mate), provocará el enfrentamiento armado con Paraguay, y recibirá
para su guerra, contra este último, apoyo de Inglaterra. La fortuna de los
Rothschild es la fuente pecuniaria que permite al Brasil costear la guerra. (Si
esto no fuera un entrada para un blog serio, habría que terminar este párrafo
diciendo: ¡manda huevos!).
En esta guerra
perdió la vida el 65% de la población paraguaya. Como escribió Domingo Faustino
Sarmiento, presidente de la Argentina y autor de la novela argentina por
excelencia, el Facundo y que también
tendrá sitio en estas páginas: “La
guerra del Paraguay concluye por la simple razón de que hemos muerto a todos
los paraguayos mayores de diez años”. (Posiblemente para muchos que allí murieron el arrepentimiento llegó demasiado tarde)
En segundo lugar, la Guerra del Chaco (1932-1935), en las que se enfrentan Bolivia y Paraguay, pero que lo que subyacía bajo ella era la disputa de dos grandes compañías petrolíferas (de nuevo debo decir que si este no fuera un artículo serio para un blog serio tendría que terminar la frase diciendo: ¡manda huevos!). Esta guerra viene retratada en la novela Hijo de Hombre y contada con la voz de los que, sin tener en cuenta el resultado de la batalla, siempre pierden.
Vamos pues, a la Guerra del Chaco, a Boquerón, a nuestro tema: los suministros; y a la Literatura.
En segundo lugar, la Guerra del Chaco (1932-1935), en las que se enfrentan Bolivia y Paraguay, pero que lo que subyacía bajo ella era la disputa de dos grandes compañías petrolíferas (de nuevo debo decir que si este no fuera un artículo serio para un blog serio tendría que terminar la frase diciendo: ¡manda huevos!). Esta guerra viene retratada en la novela Hijo de Hombre y contada con la voz de los que, sin tener en cuenta el resultado de la batalla, siempre pierden.
Vamos pues, a la Guerra del Chaco, a Boquerón, a nuestro tema: los suministros; y a la Literatura.
Fragmento de Hijo de Hombre.
Edición Espasa Calpe de la profesora Adriana Bergero. Página 262.
9 de septiembre (frente a Boquerón)
Copioso nos ha salido el bautismo de sangre.
El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros. Los asaltos en masa y al
descubierto se estrellaron contra las primeras líneas de la defensa enemiga,
sin haber podido localizar siquiera el reducto, escondido en el monte.
Enfrente, hacia el sudeste, se extiende un abra de más de mil metros de
anchura, lisa y pelada como plaza de pueblo. Una saliente del bosque avanza
sobre el campo raso hacia el gollete del cañadón. Una y otra vez, atolondradamente, las unidades
divisionarias volvieron a la carga, desgranándose como mazorcas de maíz bajo el
torrente de metralla vomitado por las enmarañadas troneras. Especialmente ante
la cuchilla de la Punta Brava, erizada de fuego. Nuestras propias baterías
cooperaron en la matanza con sus impactos reglados al tanteo. Las granadas de
mortero y de obuses abrían grandes brechas en nuestro escalón de ataque, en
lugar de caer sobre la posición enemiga. Las alas arremangadas de los
regimientos se arremolinaban y superponían, batiéndose entre sí en la confusión
infernal. Nuestro batallón, ubicado en la reserva, también fue metido como
relleno en la desbarajustada línea. No tardó más que los otros en
desbarajustarse. Ni a balazos pudimos contener el desbande de sus efectivos. Mi
compañía fue diezmada en la primera embestida. Entre los desaparecidos figura
mi asistente.
A media mañana, el ataque frontal estaba
totalmente paralizado. Sobre la plazoleta del cañadón ha quedado un gentío de
muertos, hasta donde se alcanza a divisar con los prismáticos. Durante todo el
día continuaban tiritando a ratos, como atacados de chucho, bajo las ráfagas de
las pesadas bolivianas. Paseé largamente el vidrio por esa aglomeración de
bultos tumbados en extrañas posturas. Casi puedo asegurarme que mi asistente no
está entre esos muertos que tiemblan al sol calcinante.
Nutrido tiroteo de hostigamiento. Nuestros cañones ciegos continúan
tronando en la espesura con su engallado pero inútil retumbo y los morteristas
haciendo toser acaloradamente sus Stokes, entre el crepitar de la fusilería y
las automáticas. Las caravanas de heridos taponan las sendas en un macilento y
sanguinolento reflujo hacia la retaguardia.
Anochece. Desmoralización. Cansancio.
Impotencia. Rabia. Nubes de mosquitos, enormes como tábanos, nos lancetean sin
descanso. No hay defensa contra ellos. Me arde en el codo el rasguñón de bala
ganado durante el repliegue. Pero más me
arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro. No ha llegado el agua a las líneas.
Esperándola uno escupe polvo.
10 de septiembre
El Comando impertérrito, ha ordenado el desarrollo de la maniobra de
envolvimiento. Las unidades reorganizadas a todo trapo, se han lanzado de nuevo
a la lucha. Con más cautela que ayer, es cierto, aunque con idéntico resultado.
Hoy contamos, sin embargo, con una protección adicional: los muertos
amontonados sobre la herradura. Al amparo del pestilente parapeto nos
arrastramos como pudimos, buscando al acaso el corazón del reducto. Todos se
preguntan dónde está el fortín. Ante la muralla espinosa que protege al
Boquerón, nos hallamos empeñados en algo semejante al juego de la gallina
ciega. Danzas y contradanzas en el cañadón de la muerte al son de una
espeluznante música de fondo, cuyos oleajes de fuego y de plomo nos despluman
sin conmiseración. Desde arriba, los aviones con el distintivo auriverde
desovan sobre nosotros en vuelos rasantes, sus tandas de bombas y abren las
espitas de metralla. En cambio, sobre el
fortín mismo sueltan pequeños paracaídas que en gracioso planear descienden con
chorreantes paquetes de hielo para la plana mayor del reducto semisitiado. El comando boliviano cuida el bienestar de
su gente. Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en
nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el
estallido de una bomba.
11 de septiembre
Calor sofocante. Cada partícula de polvo, el aire mismo, parece
hincharse en una combustión monstruosa que nos aplasta con un bloque ígneo y
transparente. La sed, “la muerte blanca” trajina del bracete
con la otra, “la roja”, encapuchadas de polvo. Al igual que los camilleros los transportadores de agua no se dan
tregua. Tampoco dan abasto. No habrá más de una decena de camiones empeñados en
arrimar el precioso líquido para los efectivos de dos divisiones. Desde la base de apresto, los proveedores
acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo
largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se
piratea. En cuarenta y ocho horas, los oficiales hemos recibido media
caramañola y la tropa apenas medio jarro de agua casi hirviendo, por cabeza. La
carne enlatada de la “ración de fierro”, no hace sino estimularla de un modo
exquisito. Pelotones enteros desertan
enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos
aguateros o los esforzados coolíes de las latas. Una pareja de ellos fue
despachurrada a bayonetazos, a pocos metros de nuestra posición. Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de
ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando
la sanguaza que se había formado en el atraco. El brindis de Estigarribia
ha empezado a cumplirse con admirable precisión.
Augusto
Roa Bastos.
Roa Bastos va preparando al
lector; y desde el comienzo del ataque se entrevé la desorganización, la falta
de medios: cómo “atolondradamente”
chocan con las defensas bolivianas de Boquerón. Pero no es ése el eje de este relato sino un enemigo que aparece de pronto, cuando no se le espera:
la sed. Por ser inesperado es más brutal: “No
ha llegado el agua a las líneas. Esperándola, uno escupe polvo”.
A esta situación se añade que el
reducto sitiado está recibiendo bloques de hielo en paracaídas, con el efecto
psicológico que supone: “El comando
boliviano (el enemigo) sí cuida del
bienestar de su gente”. “Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín
cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso
como el estallido de una bomba”. Imagínense
la situación, ellos muertos de sed y el enemigo arrojando desde aviones barras
de hielo (supongo que para tomar güisqui): un choque psicológico de primera.
Eso sin contar que, aparte de beber, “más
me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro”,
suponemos que los alimentos de los sitiados se conservan frescos, mientras
los alimentos de los sitiadores se pudren por minutos.
Aunque lo peor todavía está por
llegar. Poco tiempo falta para que empiecen las deserciones, los motines, los
asaltos a los pocos aguateros que todavía deambulan por el campo de batalla: “Desde
la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los
intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su
contenido se derrama, se evapora o se piratea. Pelotones enteros desertan
enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos
aguateros o los esforzados coolíes de las latas”. Y tras las deserciones, tras
las peleas por la poca agua que puede olerse, tras los robos y asesinatos por
el preciado líquido, llega la imposición del orden en las fuerzas propias: “Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de
ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando
la sanguaza que se había formado en el atraco”.

“…He de hacer que la voz vuelva a
fluir por los huesos…
Y haré que vuelva a encarnarse el
habla…
Después que se pierda este tiempo
y un nuevo tiempo amanezca…”
La foto de los dromedarios es de Blate. Su dueño los tenía porque decía que le gustaba beber su leche por las mañanas.
Beber....
La foto de los dromedarios es de Blate. Su dueño los tenía porque decía que le gustaba beber su leche por las mañanas.
Beber....
Siempre hay que buscar un motivo o una buena excusa para enseñar la buena literatura.Afortunados tus alumnos ¡No saben qué profesor tienen!
ResponderEliminarHe tenido muchos profesores que me enseñaron que una clase no tiene por qué ser aburrida, (yo jamás he estado a su altura, pero procuro hacer lo que puedo).
EliminarNo me resisto a no dar nombres porque creo que los profesores (los de verdad, no como yo) se merecen un monumento.
Tengo que citar aquí a don Ramón Asquerino Fernández que me hizo querer la Literatura cuando yo sólo tenía diez años (misión casi imposible para un profesor hoy en día), a Ángel Villa (que me enseñó a analizar sintáctica y morfológicamente), a Manuel Perales (que era capaz de hablar contigo en Latín o del movimiento Dadaista con la misma facilidad), a Francisco Caro que igual te hacía correr en el campo de deporte que te enseñaba música.
Agradecer al profesor Bernardo Souviron que me hiciera contemporáneo de los griegos y los romanos y a la profesora Ana suárez Miramom por llevarme a vivir con la generación del 27 y a Juan vitorio por enseñarme gallego y provenzal, entre pitillo y pitillo; y a otros muchos que harían esta respuesta ingobernable....
Vamos que sólo estoy orgulloso de lo que me han enseñado, porque de lo que he aprendido por mí mismo he sacado muy poco.
Ahora voy a disparar hacia el lado contrario: Borges, parafraseando a Shaw, decía, pues entró en la escuela muy tarde (a los ocho años): "He tenido que dejar mi educación para entrar en el colegio". Pero eso sólo lo hacen los gigantes, los simples mortales, necesitamos profesoras como tú, Tai.
Cuando leo alguna historia de las múltiples guerras y desastres en que se embarcaron los países hermanos sudamericanos después de su independencia, no puedo evitar recordar las palabras de Simón Bolivar, cansado, enfermo, sabiendo que su sueño de la gran América lo habían destrozado intereses personales y ambiciones particulares con miles de muertos y un sufrimiento sin límite (que a lo mejor llega hasta hoy:
ResponderEliminar"Hemos ganado la independencia y hemos perdido todo lo demás".
para acercarse a la figura de Bolivar, que a mí me parece una de las más grandes que ha dado la historia podíamos empezar por García Márquez (otro gigante) y El General En Su Laberinto.