viernes, 1 de mayo de 2015

LA TREGUA DE MARIO BENEDETTI



Mi mano derecha  es una golondrina
Mi mano izquierda es un ciprés
Mi cabeza por delante es un señor vivo
Y por detrás es un señor muerto.
Vicente Huidobro



  
Uno pretende, siempre, llegar a Benedetti buscando aire puro y vientos de libertad; y, al final, termina hallando la asfixia a la que sin remedio conduce toda experiencia vital y todo combate que sin duda no tiene más recorrido que el pesimismo y la soledad que llega tarde o temprano; y si no, llega la muerte que es prácticamente lo mismo.

Sí, yo, que llegué a Benedetti buscando la resistencia en la lucha y la ética del compromiso, me encontré con él en el Uruguay adivinando qué haría yo con tanto tiempo libre cuando me llegara la jubilación.

Cuando me jubile, tal vez lo mejor sea abandonarme al ocio, a una especie de modorra compensatoria, a fin de que los nervios, los músculos, la energía, se relajen de a poco y se acostumbren a bien morir. Pero no. Hay momentos en que mantengo la lujosa esperanza de que el ocio sea lo pleno.
La última oportunidad de encontrarme a mí mismo.

Es por eso que no debemos perder el norte cuando nos llegue el merecido retiro después de haber trabajado durante más de cuarenta años, la mayoría de las veces, no nos engañemos, haciendo aquello que no nos gustaba tanto. Por eso pienso, igual que Martín Santomé, que la jubilación es el derecho que nos hemos ganado a trabajar en todo aquello que soñamos. Porque hasta ahora he tenido que pensar también en otros: el orgullo es para cuando se tienen veinte o treinta años. Salir con mis hijos adelante era una obligación, el único escape para que la sociedad no se encarara conmigo y me dedicara la mirada inexorable de los padres desalmados.
Hacíamos cuentas, nunca alcanzaba. Acaso miramos demasiados números, las sumas las restas, y no teníamos tiempo de mirarnos a nosotros.

Yo sé que me voy a dedicar a escribir y a viajar; aunque tenga que hacerlo con un simple lápiz y andando. Me he buscado dos dedicaciones que pueden ser muy baratas o muy caras, ese ancho de banda me anima a pensar que es posible.

No pienso caer en ninguna rutina como he hecho hasta ahora, porque yo mismo he fabricado mi rutina. La seguridad de saberme capaz para algo mejor me puso en las manos de la postergación, que a fin de cuentas es un arma terrible y suicida. Y eso es lo peor, caer en la teoría de la postergación y dejar para otra vida lo que un día soñamos, sin saber que siempre será tarde porque si ahora mismo me decidiera a asegurarme en una especie de tardío juramento:”voy a ser exactamente lo que quise ser”, resultaría del todo inútil.

Ha sido una suerte que Martín Santomé me dejara leer su diario, porque sus observaciones no son sólo íntimas, sino que llenan el mundo que lo rodea y es capaz de la más acerada crítica o la más suave apreciación: ¡Cómo comemos, Dios mío! En la alegría, en el dolor, en el asombro, en el desaliento. Nuestra sensibilidad es primordialmente digestiva. Nuestra innata vocación de demócratas se apoya en un viejo postulado: “Todos tenemos que comer”.

Santomé mira hacia atrás y sabe que ese camino es mucho más largo que el que le queda cuando mira hacia delante, de ahí el apuro de estos cincuenta años que me pisan los talones. Aún me quedan unos cuantos años de amistad, de pasable salud, de rutinarios afanes; pero ¿cuántos me quedan de placer?

Menos mal que apareció Avellaneda, sin embargo no es tan indefensa, está bastante segura de lo que quiere, una joven que lo devuelve a la vida quitándole muchos temores para darle otros, pero bienvenidos sean esos temores y esos dolores. Es un sufrimiento el que está por llegar que hay que afrontar, no vamos a dejar de vivir porque vayamos a sufrir con cada nuevo paso.

Benedetti crea una novela pesimista como la vida misma, llena de una irónica melancolía. Yo también me enamoré de Avellaneda, y hubo un tiempo en que fui feliz, en mi caso ella era mucho mayor que yo, ¡qué le vamos a hacer!, eso tienen los libros. Está segura de que el trabajo la asfixia, de que nunca se suicidará, de que el marxismo es un grave error, de que yo le gusto, de que la muerte no es el fin de todo, de que sus padres son magníficos, de que Dios existe, de que la gente en que confía no habrá de fallarle jamás…

Pero murió. Avellaneda murió. Su Avellaneda y la mía, las dos murieron. La suya con veintipocos años, él le doblaba la edad; la mía con treinta y ocho, me sacaba doce años. ¡qué le vamos a hacer!, los libros tienen estas cosas.

Dios me concedió un destino oscuro. Ni siquiera cruel, simplemente oscuro. Es evidente que me concedió una tregua.



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