viernes, 24 de abril de 2015

EL HOMBRE HA MUERTO, WOLE SOYINKA





 La primera noticia que tuve de Wole Soyinka fue en la cárcel. No digo que fuera una casualidad, porque a ese tipo de hombres y en esos lugares uno tiene que ir a buscarlos a conciencia. Dirijo este libro al pueblo al que pertenezco, no a la nueva élite, no al amplio estrato de esclavos privilegiados que apuntala los palacios de mármol de los tiranos de hoy. Tengo que conocer a ese hombre, me dije.

Creí no llegar a tiempo porque ya llevaba dos huelgas de hambre, y encima les andaba provocando con el lenguaje, ese arma que deja muda a la violencia y que es capaz de desenmascarar a los criminales situados en puestos elevados y rehabilitar a las víctimas la mayor parte de las veces, ¡Ay!, póstumamente, porque la palabra y el arte vence al tiempo, cierto, pero ese tiempo para muchos inocentes suele llegar tarde.

Yo no quería llegar tarde porque sabía que andaba escribiendo El Lento Linchamiento, pero cuando recibí el telegrama, que decía El Hombre Ha Muerto, temí lo peor.
La guerra civil llevaba sus tempestades por el norte, y de las matanzas sólo se había salvado el salvaje, salvaje oeste.

El señor Soyinka y otros locos que se autodenominaban intelectuales habían andado presionando a los demás países para que no vendieran armas a los bandos de aquel conflicto fraticida. No había más remedio que meterlo en la cárcel y que recorriera los infiernos más secretos del alma humana para que se diera a escribir una novela testimonial que nadie debe perderse, ya que en ella están los secretos de la justicia y del hombre libre. Por eso fui yo a buscarlo a la cárcel.

Propongo que se apruebe en la región una ley que declare que es delito que un hombre o un grupo moleste o se entrometa con otro por razones de tribu, o que practique cualquier forma de discriminación basada en lo tribal, o en el color de la piel, o en el Dios o dioses a los que se ama, o en la forma de vestirse, o en el idioma que se habla o… Voto a esa ley, aunque haya que defenderla con las armas.

- ¿Entonces no es usted pacifista?
- Por supuesto que no.
-¿Qué clase de guerra apoyaría?
- Cualquier guerra en defensa de la libertad.

Me comuniqué con el señor Soyinka por medio de papelitos que escribía donde y como podía; papel higiénico, pañuelos, gasas; ese hombre sólo pensaba en escribir, y eso que dentro de los muros de la cárcel todo es secreto. La GESTAPO había ordenado un total apagón exterior para mí y para todos los reclusos de la celda de atrás.

No podía permitir que al señor Soyinka le pasara nada, así que me alié con sus carceleros para intentar que abandonara la huelga de hambre, el Corán dice que la conservación propia es la primera ley del hombre, si él moría nadie más iba a poder escribir esa historia tan común y tan humana, que se da en todos los lugares del mundo en la que todo poder intenta siempre acallar cualquier conciencia libre. Porque en la casa de los muertos, el viviente es el único creador. Y él, por ese motivo, tenía que vivir, aunque yo sabía que él, como todos, no era completamente inocente:

- ¿Es usted completamente inocente?
- No. En tiempos de guerra ningún hombre es completamente inocente. Pero soy completamente inocente de las acusaciones que hay contra mí.

Aquí seguimos los dos en la cárcel, sabiendo que El Hombre Ha muerto, pero también sabemos que los libros y toda clase de escritura han producido siempre terror a quienes quieren ocultar la verdad.  












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