Dos motivos fundamentales me llevaron siendo muy joven a la Escuela de Náutica de San Telmo; el primer motivo fueron las noches de navegación que pasé con Steersman, que fue el responsable de esos iniciales embarques en los que desafié al ballenero de Melville, al vengativo largo de Stevenson, al pirata de Conrad, y a todos los ingleses juntos de Galdós; y el segundo fue la necesidad de buscar a un joven poeta que estudió en esa escuela siendo niño, cuando ya era huérfano: Gustavo Adolfo Bécquer.
Sí, señores, por esas casualidades que trae la vida y el tiempo, Bécquer y el Steersman, mi padre, estudiaron en la misma escuela. La Escuela de Náutica de San Telmo:
En mar sin playas onda sonante,
en el vacío cometa errante,
largo lamento
del ronco viento,
ansia perpetua de algo mejor,
sí, señores,
¡eso soy yo!
Un profesor de literatura me comentó que eran dos los poetas que habían levantado la poesía en lengua castellana; uno, Garcilaso, con quien viví ocho años en Toledo, y que se trajo bajo el brazo de sus campañas de Italia todas las formas de Petrarca, y el otro Bécquer que cambió la escritura y sus signos trescientos cincuenta años después, cuando los versos castellanos andaban medio muertos. Aunque ninguno de los dos fue consciente de su legado.
Ya estuve combatiendo con don García Lasso de la Vega contra el rey francés muchos años; ahora con una carta de recomendación de mi padre, como antiguo alumno de San Telmo, voy a perseguir a ese tal Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida Bécquer, descendiente de flamencos que sueña, como yo, con ser un joven poeta de fama universal y que, como yo, soñaba que la ciudad que lo vio nacer se enorgulleciese con su nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos, y cuando la muerte pusiese un término a su existencia, lo colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad, a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en todas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces a oír el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo el monumento.
Nada más verlo, le he pedido que me deje acompañarlo, que yo también quiero la fama y la gloria postrera que sólo puede entregar el Arte, al que desde ese momento y en su presencia, como él, me consagro; aunque este joven poeta desea llegar mucho más lejos, quiere ser inmortal, yo también, yo hubiera querido ser un rayo en la guerra, haber influido poderosamente en los destinos de mi país, haber dejado en sus leyes y costumbres la profunda huella de mi paso; que mi nombre resonase unido; y como personificándola, a alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un combate, oyendo como, el último rumor del mundo el agudo clamor de la trompetería de mis valerosas huestes, para ser conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso e indefinible.
Aún para combatir mi firme empeño
viene a mi mente su visión tenaz...
¡Cuánto podré dormir con ese sueño
en que acaba el soñar!
Hemos estado dos años dando clases de pintura, su hermano Valeriano no se separa de nosotros, en los talleres de Antonio Cabral Bejarano, y luego con su tío Joaquín. En cuanto hemos podido, él, su hermano Valeriano, que sueña con ser pintor, y yo nos hemos ido a Madrid para, juntos, alcanzar la gloria.
Nada fue como soñamos. Vivíamos de pequeñas colaboraciones y de escribir zarzuelas y comedias baratas y satíricas; imaginando una gran obra. Se ha enredado en hacer un libro acerca de los templos de España. ¡Magna ocupación!, pero nos come la pobreza.
Como todos no hubo un momento de su vida en que no estuviese enamorado. Julia, Casta, Isabel, Catalina, Rosa… Como todos, fueron más los desengaños que los besos y como todos, sobrevivió a la bohemia con sus dosis amplias de penurias y tuberculosis.
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
Menos mal, que esos periódicos con marcados tintes políticos nos acogieron a los tres, a su hermano Valeriano como ilustrador, a Gustavo Adolfo como escritor y a mí como chico de los recados. Acogí mi puesto con agrado porque no iba a permitir que mi orgullo truncara la más grande enseñanza del poeta que aún estaba por venir.
Menos mal, que esos periódicos con marcados tintes políticos nos acogieron a los tres, a su hermano Valeriano como ilustrador, a Gustavo Adolfo como escritor y a mí como chico de los recados. Acogí mi puesto con agrado porque no iba a permitir que mi orgullo truncara la más grande enseñanza del poeta que aún estaba por venir.
Gustavo Adolfo, se dio a la prensa política, para comer y publicar. Todo cuanto publicó fue en periódicos. Y alguna vez tuvo los pies en la tierra, como cuando ganaron los liberales, los suyos, y acogió con agrado el sillón y el sueldo de censor de novelas de la mano del presidente del gobierno González Bravo y de Alberto Lista. Tú, Bécquer, ¿censor de novelas?, ¿quién lo hubiera dicho? Pero no debes preocuparte, nadie sabrá los nombres censurados, los libros apagados y los versos tachados por tu mano. Tú, el poeta del amor, no admite más censura que la del aire y los gorriones.
Y menos mal que en esos tiempos en los que gobernaron los suyos le dieron ese espacio en el periódico El Contemporáneo, donde también escribía Juan Valera, porque, primero, hubiera muerto de hambre y además fue el único lugar en el que consiguió publicar parte de su obra, que pudo bien perderse porque la prensa diaria lo admite todo, y en contraprestación se hace banal, caduca, ligera y de fácil olvido.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
Por fortuna, sus amigos se encargaron de buscar en los antiguos periódicos cuanto pudo haber escrito. Si no es por el pintor Augusto Ferrán, que buceó en todos los números de El Contemporáneo y de La Ilustración de Madrid, su obra se hubiera perdido. Y si no es por esos amigos que encontraron el manuscrito del Libro de los Gorriones y vendiendo los grabados de su hermano Valeriano y también ayudados por una benéfica colecta lo editaron, se hubiera evaporado en polvorientos baúles la mejor poesía española de los siglos XIX y XX; porque después de Bécquer, llegó Bécquer en los labios de todos los poetas que hasta hoy están escribiendo en lengua castellana.
Por cierto, el manuscrito del Libro de los Gorriones está en la Biblioteca Nacional, la viuda de un poeta lo vendió en los años 90 del siglo XIX por 25 pesetas. Hasta el día de hoy la poesía ha dado más hambre que gloria.
Parece que es mal negocio casarse con un poeta; pues Casta Esteban, la que fue mujer de Gustavo Adolfo Bécquer, años después, deambulaba por Madrid, vendiendo unas fotografías de su marido para poder subsistir. Galdós compró una de ellas. Está en el museo que este escritor tiene en Canarias.
Pero lo que yo de verdad quería todavía estaba por venir, mi más preciado aprendizaje aún no lo había escrito Gustavo Adolfo, la tercera carta desde su celda que sería publicada en El Contemporáneo.
Y llegó mi momento; la tuberculosis lo está matando y ha decidido junto a su hermano Valeriano y a su familia ir al Monasterio de Veruela, cerca de Tarazona, para ver si recupera su frágil salud.
El monasterio de Veruela es un lugar hecho para poetas. Sus piedras, que rezuman pasado colocadas a la medida de los románticos, no van a ayudar a sus pulmones, ni a su hermano al que también ronda la muerte sin él saberlo; pero los senderos, las atalayas semiderruidas, el áspero viento del Moncayo que despeja el páramo con afiladas escobas, y una recaída de su enfermedad van a voltear su pensamiento, la razón de sus desvelos; también la visita a esos cementerios, fríos y oscuros, donde los muertos descansan de verdad, no como los de las ciudades, van a hacer que Gustavo Adolfo reconsidere todos aquellos desvelos que tuvimos siendo jóvenes y que aquella gloria buscada a costa de hambre, miedo y no poco sufrimiento nada valía. Se ha visto morir y ha leído su historia y lo vivido, y ha sacado las conclusiones que sacamos todos cuando los años se nos echan encima; pero ha escrito su carta para todos sus lectores, también para mí:
Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía, no me suenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque, la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes sin ambiciones con esa facilidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después, un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su mano de raíces, por ultimo, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.
He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la Humanidad y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.
No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una Sacramental para esperar allí la trompeta del Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte.
Esta profunda e instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que he ido abandonando en el curso de mi vida: pero, al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco, y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como a un perro.
Ello es que cada día me voy convenciendo más de que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.
¡Vivir!, eso es lo que debemos ambicionar, ¡vivir!, menos mal que leí a Bécquer cuando tenía quince años y aspiraba a ser un poeta hambriento que como a Víctor Hugo, recogiera la gloria y la posteridad.
¡Vivir!, ese es el secreto de la tercera carta de Bécquer. ¡Vivir!
Eso fue lo que de verdad aprendí en el monasterio de Veruela, y lo que me salvó de morir ahogado en mi propia sed de gloria, cuando encima quería dedicarme a uno de esos dones que no quiso darme el cielo. Por eso me dije, lo importante es que yo esté donde de verdad quiero estar; esa frase se la robé a una bella holandesa.
Con la tercera carta de Bécquer en la mano ¿Qué he hecho hasta ahora?
Pues tratar de estar siempre, donde de verdad quiero estar:
Hace muchos años anduve llevando camiones, en sitios donde poca gente quería hacerlo, como hizo Hemingway o Erri de Luca... y me dije: estoy donde quiero estar.
Después anduve enredado en contabilidades y análisis de balances y costes sin fin, como Pessoa y Rulfo... y me dije: estoy donde quiero estar.
Luego me pasé ocho años dando clases, como Mallarmé, Salinas o Dámaso Alonso, y me dije: estoy donde quiero estar.
Después me pusieron a trabajar con periodistas en lejanas fronteras, como Kapucinski, y me dije: estoy donde quiero estar.
Luego, a alguien le dio por decir que podía hacer videos y llevar un periódico como Cunqueiro, y me dije: estoy donde quiero estar.
Y eso que yo nunca fui lo que quise ser; pero aun así estoy donde quiero estar.
Gracias, Eric,
ResponderEliminarVivir, estar donde de verdad queremos estar...
...O intentarlo, al menos.
ResponderEliminarBelleza poética, Norberto!!
Gracias, María José.
ResponderEliminar"Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo"
Óscar Wilde.
Ojalá no fuera verdad.