sábado, 31 de enero de 2015

GAMONEDA, POR QUIEN ARDEN LAS PÉRDIDAS



Gamoneda es de esos poetas que te llevan del frío al fuego sin que sea posible un seguimiento pasivo del texto, que es lo que suele desear todo lector para rodar sin esfuerzo por la lectura. Aquél que pretenda leer de esa forma con Antonio Gamoneda, que suelte rápido sus versos y agarre uno de esos libros de consumo que tanto se venden hoy en día y se dedique a pasar un buen rato; porque con Gamoneda uno puede terminar por no saber quién es o por no estar seguro de quien realmente era, y eso sencillamente es muy peligroso:

Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cual-
-quier caso ya

la única sabiduría es el olvido.

¿Sabían ustedes que eran transparentes o que estaban más solos de lo que creían? Pues es la pura verdad; y yo lo siento, pero acaban de entrar en la poesía de Gamoneda y de estas garras de León, no les va a ser fácil escapar.


Por fin,

vieron las huellas de los animales concebidos en el llanto y las
agujas que atraviesan los sueños.

Sí, porque con los años vas hacia lo invisible
y sabes que es real lo que no existe
y retienes vagamente tus causas y tus sueños.

Así es la edad de hierrro en la garganta. Ya
todo es incomprensible. Sin embargo,
amas cuanto has perdido.

Lo mismo cantaba, pues todos los poetas terminan tocándose, Serrat, al que durante un tiempo perseguí desde Lérida a La Argónida: No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí.

Con Gamoneda arden las pérdidas, pero arden por dentro, localizando los íntimos dolores que todos llevamos bajo la piel mientras portamos una sonrisa colgada de los labios para que nadie se dé cuenta de que somos iguales a ellos; y que nuestro corazón, cuando cerramos la puerta de casa o nos acurrucamos durante la noche bajo las mantas y con los ojos cerrados, ha vivido parecidas infamias o semejantes daños:

Mi juventud fue conducida por relámpagos tecnificados
Más allá de las flores en su hábito en llamas. Vi, en habita-
ciones abandonadas, grietas por las que asomaban su cabe-
za los reptiles del llanto.

Juventud, tecnificación, lejos de la naturaleza, solos en una habitación; ¿ha definido el poeta, con cuatro retazos, la juventud? Tendremos que darle la vuelta a esos versos y que a mi juventud no la conduzcan sólo los relámpagos tecnificados, ni que el campo, las flores, las montañas, los ríos estén más allá, lejos de nosotros y en llamas, ni que nuestra habitación parezca abandonada y agrietada por la soledad.

Por entonces se levantaron
en mí las grandes, las inútiles preguntas. Tuve miedo ante
la quietud de las cortinas maternas.

Cuando todo en nuestra casa parece sin movimiento e inmutable, y la quietud es el principal argumento de las cortinas de la casa, es el momento en nuestra juventud de separarlas, abrir las ventanas y echar a volar. Lo más recomendable es no hacerlo sólo, que desde dentro te ayuden; pero tarde o temprano hay que hacerlo, la dificultad es acertar con el tiempo y la forma, que no siempre se adaptan a nuestras necesidades.


Soñé y el sueño era otra vida dentro de mi cuerpo y su
argumento consistía en el dolor.

No sólo otra vida, seguro que hemos soñado mil vidas diferentes, que también forman parte de nuestra realidad; porque no hay nadie que no haya imaginado cómo hubiera sido su vida si hubiese elegido de forma diferente: otras profesiones, otros lugares para vivir, otros amores que hubiesen salido bien, en definitiva otras existencias…, otras mil vidas que pudimos tener.
Siempre me consolé pensando que Wittgenstein tenía razón y que esas vidas que no tuve, también, forman parte de mí, porque como él escribe en su Tractatus: la totalidad de los hechos existentes conforma el mundo...; y la totalidad de los hechos existentes junto con la totalidad de los hechos inexistentes es la realidad.

Hube de calcular el valor de la bisutería negra
recibida de amantes desconocidos y, un día, se manifestó la
melancolía cableada desde el corazón al intestino.

Es la definición, en palabras de Gamoneda de eso que llamamos nostalgia, que normalmente aparece cuando nos damos cuenta del valor de las cosas perdidas, ya tuvieran en el pasado el color blanco o el negro, y que los poetas llamaron el spleen, con Baudelaire y los románticos a la cabeza.

No hay ya más que rostros invisibles.
me extenuado inútilmente
en los recuerdos y en las sombras.

El pasado, lo justo. No sea que se adueñe de ti y en vez de ser una ayuda en tu vida sea un muy pesado lastre, que te impida vivir todo eso que pasa, mientras sólo piensas en el futuro. Aunque no hace falta correr porque el final es para todos el mismo y como dice Gamoneda: Así es la vejez: claridad sin descanso.


Tengo que volver a León con el libro capital de Gamoneda en las manos el Libro del Frío, y también con el primer libro que leí de él, Arden las Pérdidas, para andar del frío al fuego como sólo son capaces de hacerlo los poetas para que no seamos conducidos únicamente por relámpagos tecnificados, ni vivamos solos en habitaciones abandonadas, ni alejados de las flores.

Porque tarde o temprano,
Arden las pérdidas. Ya ardían
en la cabeza de mi madre. Antes
ardió la verdad y ardió
también mi pensamiento. Ahora
mi pasión es la indiferencia.


Adusta tierra leonesa, aún nieva, creo en la desaparición creo en la ira.










domingo, 25 de enero de 2015

FIEDRICH HÖLDERLIN, EL POETA DE LA LOCURA



¡Atreveos! Olvidad lo que habéis heredado, lo que aprendisteis por boca de vuestros padres, los usos y las leyes, los nombres de los antiguos dioses, olvidadlo y, audaces, posad la mirada sobre la naturaleza divina.

Hölderlin, La Muerte de Empédocles

No se puede ignorar que no tiene que ser fácil buscar la esencia de la poesía, y aunque imagino que debe de haber infinitos caminos para llegar a ella, lo preferible es empezar esa búsqueda de la manera más sencilla: ¡que nos lleven otros!, que es lo mejor que pueden hacer los poetas y los filósofos por nosotros.

Como tenía que escoger un poeta que me llevara desde el origen a su esencia, puse mis ojos en Hölderlin. Debo decir que esa elección no me costó mucho, pues de manera fortuita cayó en mis manos la conferencia que Martin Heiddeger, que no necesita presentación, dictó en Roma el 2 de abril de 1936 y que se titulaba Hölderlin y la Esencia de la Poesía:

¿Por qué, al proponernos mostrar la esencia de la poesía, hemos elegido la obra de Hölderlin? ¡Por qué no a Homero o a Sófocles, por qué no a Virgilio o a Dante, por qué no a Shakespeare o a Goethe? Que en las obras de estos poetas se realiza, en su realidad de verdad, la esencia de la poesía, y aun con mayor riqueza que en la de Hölderlin, tan prematura, tan bruscamente interrumpida, escribe o, mejor dicho, dicta Heidegger.
Mal empezamos, me dije, pero el filósofo alemán debe de tener alguna razón, aparte de su coincidente nacionalidad, para haberlo elegido y llevarme hasta Hölderlin, quien en una carta a su madre en enero de 1799 llama al hacer poesía: << esta tarea, de entre todas la más inocente >> ¿La más inocente, si uno levanta la vista desde Homero y parece que no hay papel que no esté teñido de sangre o de engaño?

Sí, pero aclara Heidegger, también escribe Hölderlin, en una fecha cercana a la de la carta a su madre: cuanto el Hombre es más Hombre interior / más solícito anda de guardar el espíritu, cual la sacerdotisa la llama divina. Y en esto consiste su inteligencia. Y es por esto que tiene albedrío / y se le ha dado a él semejante a los dioses, poder superior para ordenar y ejecutar, y por eso también se le dio al Hombre el más peligroso de los dones, la Palabra. Ya me quedo más tranquilo, de acuerdo que la palabra es el más peligroso de los dones, porque si algo aprendemos en el camino de la vida es que casi siempre los mayores peligros llegan desde y por el lenguaje.

No ha sido mala elección, pienso al cabo, Johann-Christian Friedrich Hölderlin, el fundador de la “Liga de los Poetas”, el enamorado de Diótima, el que firmaba, humildemente Scardanelli, cuando anduvo treinta siete años preso de la locura en una habitación sobre el río Neckar bajo los cuidados del maestro carpintero, Ernst Zimmer, que lo atendió hasta el final, al loco de Hölderlin, sólo por su bello y maravilloso espíritu; y que prometió a Isaac von Sinclair, amigo del poeta y que ya lo había ingresado en la clínica del doctor Authenrietch en Tübinguen sin atisbo alguno de posible recuperación, que lo trataría mejor y con más afecto que nadie.

¿Por qué hizo eso el maestro carpintero? ¿Por qué cuidó en su casa de un loco durante treinta y siete años? Puede que, como yo, estuviera buscando la esencia de la poesía, sólo que él escogió el camino más difícil. Yo esperé y lo vi venir/ y lo que vi, lo sagrado, que sea mi palabra.
Ahora todo el mundo conoce a Zimmer, el carpintero que cuida de ese loco Hölderlin que al presente se hace llamar Scardanelli:

A Zimmer

Un hombre, pienso, cuando es bueno
Y sabio, ¿qué más precisa?¿Hay algo
Que baste a un alma? ¿Ha crecido
Sobre la tierra algún cálamo, algún

Sarmiento en sazón que pueda alimentarlo? Tal es el sentido.
Un amigo es a menudo la amante, y más
El arte. Oh amadísimo, a ti te digo la verdad.
Tuyo es el genio de Dédalo y del bosque.

El escritor Gustav Kühne después de visitar al carpintero Zimmer y charlar con él, no parece que le otorgue un gran amor por la poesía y por el conocimiento. En una transcripción de una visita que le hizo en el año 1836 escribe lo que contesta el carpintero a sus preguntas: esos malditos libros, todo el día abiertos sobre la mesa, y cuando está solo, desde por la mañana hasta por la tarde se lee a sí mismo pasajes en voz alta declamando como un actor, con aires de querer conquistar el mundo. Bueno, una vez cumplidos los treinta el amor no trastorna la cabeza. La causa de todo es su manía de saber y no la dama de Frankfurt…. ¡Qué sería de un romántico sin el amor!

Si fuera verdad esta conversación que transcribe Gustav Kühne, el carpintero Zimmer que cuidaba del poeta loco Hölderlin (¡Dioses borrados! Y también vosotros, / los del presente, más reales que antaño. / Pasó vuestro tiempo) no andaba buscando la esencia de la poesía, ¿acaso era sólo un acto de caridad?, ¿o peor aún un negocio?
No, seguro que no, treinta siete años cuidando de un loco que nada, salvo los versos, tenían que ver con él, es demasiado tiempo.

Yo me quedo con la frase que Juan Gelman, el poeta argentino, pronunció cuando fue a visitar la casa de Ernst Zimmer y la torre en la que, encerrado en su locura, vivió el poeta Hölderlin: lo que hizo el carpintero Zimmer con Hölderlin es uno de esos actos que redimen al ser humano. Es por eso, creo yo, que el maestro carpintero andaba, como Heidegger, García Bacca, Txaro Santero, José María Álvarez, Carmen Bravo-Villasante, Federico Gorbea, Alfredo Llorente, Peter Szondi o yo mismo, buscando la esencia de la poesía; pero él eligió el camino más difícil, ir de la mano del loco Scardanelli, humildemente:

Amistad

Cuando conócense los hombres por su valor interno
Pueden con alegría llamarse amigos,
Pues la vida es algo ya tan sabido para ellos
Que sólo el Espíritu más alta encontrarla pueden.

El Espíritu noble no es a la amistad ajeno,
Los hombres gustan de las armonías
Y a la confianza se sienten inclinados, viviendo para conocer.

También a la Humanidad esto le fue otorgado.

Siempre que sepamos  como escribe Hórdelin en La Muerte de Empédocles, que cuando el espíritu se inflame en la luz celeste… entonces os daréis las manos de nuevo, mantendréis la palabra y os repartiréis el bien común… todos serán iguales, descansará la vida en justas órdenes y vuestra unión confirmará la ley. Entonces, ¡oh genios de la naturaleza mudable, el pueblo libre os invitará a su fiesta! ¡Sed hospitalarios y piadosos, pues sólo cuando aman son buenos los mortales!

Entre tanto, sigamos leyendo a Hölderlin a ver si podemos encontrar la esencia de la poesía. No hay que desesperar.










domingo, 18 de enero de 2015

EL REY LEAR DE LA ESTEPA



Yo, señores, he conocido un rey Lear.
¿Es posible?
Así es. ¿Se lo cuento?

Con estas palabras, en Berlín, un escritor ruso, que andaba estudiando el pensamiento hegeliano y cuya familia anduvo relacionada antaño con la nobleza zarista, comenzó a contarnos una historia. –Yo, señores, he conocido un rey Lear.

Berlín, a pesar de que en una de sus plazas no hace mucho tiempo se quemaran libros y luego hombres, es una ciudad en la que siempre han rebosado la cultura y la historia. Cuando se pasea por sus calles, aunque sigan vivas en la memoria las huellas de la barbarie, uno no puede menos que pensar que por aquellos caminos anduvieron Joseph Roth, Alfred Döblin o Bertolt Bretch.

En Zagreb, con un par de vasos de rakia en la mano, le pregunté a otro ruso, cuando ambos andábamos siguiendo las huellas de una barbarie mucho más cercana en el tiempo que cómo era posible que en Europa estuviera ocurriendo a finales del siglo XX, años 90, ese desastre, ¿acaso no hemos aprendido nada de cuanto ocurrió hace cincuenta años?
Con ese típico estoicismo ruso, de gente que parece acostumbrada al sufrimiento como si fuera una marca genética, me dijo: los pueblos, de vez en cuando, tienen derecho a ir al abismo.
Han pasado veinte años, y muchos viajes, desde aquella conversación y el tiempo hasta ahora le ha dado la razón al estoico ruso, porque he conocido demasiados pueblos que han escogido su derecho a ir al abismo y al desastre.

– Pero sigue, sigue Iván, háblanos de ese rey Lear ruso.
– Era un hombre franco que no adulaba a nadie, no pedía dinero prestado, no bebía y no era tonto a pesar de no haber recibido nunca instrucción alguna.
Martin Petrovich Járlov era un hombre de una hercúlea fuerza, alto como una montaña, orgulloso aunque no se jactaba de ella, dueño en Rusia de unas tierras y dueño también de las almas que contenía que no eran pocas, con un trato a los siervos, sus mujiks, igual al de todo los señores de Rusia. Podéis imaginarlo.
– ¿Podemos obrar de otro modo? No hay otra vida, nos comerían sin el uso de la fuerza. Que vengan las revoluciones. ¿Es necesario que ningún villano, ningún gañán, ningún ser inferior se atreva a atribuirnos algo bajo y deshonroso? Mi apellido viene de muy lejos.


Aquí está el rey, me dije, aquí está Lear, pronto se desencadenará la tragedia más radical de Shakespeare en la pluma de Iván Turgueniev. Ya tenemos la autoridad, nos falta el amor, los dos frentes que abre el genio inglés en su tragedia más compleja y en la que no hay más razón para leer que sufrir. Como escribe Harold Bloom acerca de la obra del escritor nacido en Stratford, el sufrimiento es el verdadero modo de acción en El rey Lear, sufrimos con Lear y Gloucester, Cordelia y Edgar, y nuestro sufrimiento no disminuye un ápice cuando, los malvados de la obra van siendo muertos uno por uno: Cornwall, Oswald, Regaña, Gonerila y finalmente Edmundo. Los dioses son justos y de nuestros placenteros vicios hacen instrumentos para atormentarnos.

– Pero, señor Turgueniev, no se quede en Inglaterra, vuelva a llevarnos a la tierra del amo Martin Petróvich Járlov.
– Bueno, ya saben que Martin Petróvich, ha soñado con la muerte y como no quiere que lo coja desprevenido ha decidido repartir sus bienes entre sus dos hijas.
– ¿Y no le advirtieron que no hacía bien?
– Sí. Se lo advirtió la señora Natalia Nikolaievna, se lo advirtió el jefe de policía, el juez e incluso el malvado Suvenir, que sólo esperaba su desgracia.
Personalmente en vida quiero decidir lo que cada una debe poseer, y lo que les dé, eso poseerán, y que sientan agradecimiento y que cumplan su obligación. Darme de beber, de comer, vestirme y calzarme hasta el día de mi muerte. Si cumplen mi voluntad tendrán la bendición paterna y si no cumplen mi voluntad les alcanzará mi maldición.
– Autoridad y amor, con esas dos bases nada puede fallar, ¿verdad?
– Al contrario, es la gran tragedia, una mezcla de amor, autoridad, pasiones, celos, ambición, la mezcla perfecta para que sufran todos.


El Lear inglés deshereda a Cordelia. El cosaco que creyó sentirse muy amado por Eulampia se siente traicionado por ella desde ese día en que hace entrega de sus bienes. En poco tiempo terminarán por desposeerlo de su alma. La muerte es una obra grande e importante de la naturaleza. Ahora es Sliotkin, el marido de su hija, quien manda y Martin Petrovich es el mendigo que pide manutención a sus hijas, agua, algo de comida, vestidos y poder adecentarse. Nada obtiene. Pero, él ha cambiado, se justifican, Martin Petróvich ha cambiado para bien, antes era un hombre violento, intransigente. Ahora es un hombre totalmente pacífico. Pero va sucio, lleno de barro con greñas y con barbas. Suvenir, su cuñado, lo define con exactitud: ¡Y ahora te has convertido en un parásito y gorrón pecador como yo!

Ha llegado el punto máximo de la tragedia, y el gigante Martin Petróvich no encuentra otra salida a ese orgullo, que lo llevó al desastre pensando que amor y autoridad eran bienes inmutables, que la destrucción de todo cuanto era suyo y en ello aplica su fortaleza. El bien y el mal se dan al mundo, no según sus méritos, sino en virtud de ciertas leyes aún desconocidas, pese a su lógica, y a las que no me atrevo a hacer alusión siquiera a pesar de que a veces creo entreverlas confusamente.

Iván Turgueniev siguió hablando acerca de aquella herencia que acabó, de una u otra forma, con todos los protagonistas de la historia, pero nos aconsejó que antes de andar leyendo la novela de El Rey Lear de la Estepa, viajáramos a Inglaterra para averiguar que la única recompensa que obtienen los protagonistas bienhechores en la tragedia de Shakespeare, pues todos acaban pereciendo al igual que los malvados, es el bien mismo; la bondad por la bondad. Me quedo con esta enseñanza porque el resto de la obra y de la vida es sufrimiento.

¿Me conoce alguien? Éste no es Lear:
¿Camina así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos?
¿Quién hay que pueda decirme quién soy?

La sombra de Lear.








lunes, 5 de enero de 2015

CON THOMAS MANN Y LA MUERTE, EN VENECIA








Cuando yo pueda, todos los inviernos iré a Venecia; y no es que se me haya ocurrido de pronto, sino que la primera vez que fui a Venecia lo hice en primavera acompañado por Thomas Mann y por ese otro famoso escritor de apellido Ashenbach, que podría traducirse por río de ceniza; y ciertamente, la humedad, el calor, la búsqueda de la belleza absoluta y perseguir como un lobo herido la perfección en el rostro de un joven efebo me abrumó.

Yo, a Venecia, iré en invierno como mi admirado Joseph Brodsky, a quien siempre llevo conmigo con Dolor y con Razón a cualquier viaje o a cualquier guerra, y que durante diecisiete inviernos viajó a Venecia para leer, escribir, pensar, reír o llorar y que nos dejó un hermoso libro sobre su estancia allí titulado Marca de Agua. No dejen de visitarlo en el cementerio de San Michele.
Pero, ya digo, que la primera vez que viajé a Venecia lo hice en primavera con Thomas Mann, un hombre lleno de contradicciones, y con Gustav Ashenbach, que ya pasaba los cincuenta años, y temía sobre todas las cosas el no llevar su obra a término –esa preocupación tan propia de los artistas, de que la arena del reloj puede escurrírsele antes de que hayan culminado su tarea  y logrado su plena realización.

A mí me dio la sensación, nada más presentármelo el señor Mann, de que era un hombre que gustaba de sentirse triste, dolorido, sumido en nostalgias que venían de ninguna parte, como si sin dolor no fuese posible escribir una sola línea que no estuviera alejada del arte. Cierto es que ya de joven había considerado la insatisfacción como la esencia y la naturaleza más íntima del talento. Yo no entendía que pensara que todo lo grande que existe lo hace luchando contra mil contrariedades y adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y la debilidad física pese al vicio, a la pasión y a mil impedimentos más.

Enseguida me di cuenta de que no iba a ser un viaje divertido porque Ashenbach no amaba el placer. Cada vez que se trataba de hacer fiesta, de concederse un descanso, de pasar unos días agradables en algún lugar, muy pronto el disgusto y la inquietud volvían a impulsarlo a la excelsa fatiga, a la sagrada sobriedad de su labor cotidiana.
Todo cambió cuando Tadzio se le apareció ante los ojos, y pensó equivocadamente que la belleza es el camino del hombre sensible hacia el espíritu, con lo que abandonó nuestra compañía y se dio a perseguir al joven Tadzio, convirtiéndolo en alcanzable en su mente; su cabeza y su corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano.

¿Qué pretendía Ashenbach tiñéndose el pelo, maquillando su rostro para parecer más joven, acaso no veía el ridículo de su postura y su persecución?
No puede evitarlo, me explica Thomas Mann, no puede evitarlo, Norberto, entiéndelo. Es víctima de su extravío, no sabe ni puede ni quiere otra cosa que perseguir sin tregua al objeto de su pasión, soñar con él en su ausencia  y, a la manera de los amantes dirigir tiernas palabras a una simple sombra.

Yo creo que a Ashenbach no le hacía falta el cólera para morir, se condenó nada más llegar a Venecia y posar sus ojos en el joven Tadzio, aunque el cólera, que viajaba en las turbias aguas de la bella ciudad de las lagunas, lo ayudó un poco.

¡No!, rotundamente no. Como escribe el poeta Joseph Brodsky, no vayan a Venecia buscando la belleza, pues puede que os salgan los Cantos de Ezra Pound y os dejen fríos, aunque fríos no quiera decir indiferentes; porque el agua es como el tiempo. Yo siempre iré en invierno.