– ¿Es posible?
–Así es. ¿Se lo cuento?
Con
estas palabras, en Berlín, un escritor ruso, que andaba estudiando el
pensamiento hegeliano y cuya familia anduvo relacionada antaño con la nobleza
zarista, comenzó a contarnos una historia. –Yo, señores, he conocido un rey
Lear.
Berlín,
a pesar de que en una de sus plazas no hace mucho tiempo se quemaran libros y
luego hombres, es una ciudad en la que siempre han rebosado la cultura y la
historia. Cuando se pasea por sus calles, aunque sigan vivas en la memoria las
huellas de la barbarie, uno no puede menos que pensar que por aquellos caminos
anduvieron Joseph Roth, Alfred Döblin o Bertolt Bretch.
En
Zagreb, con un par de vasos de rakia en la mano, le pregunté a otro ruso, cuando
ambos andábamos siguiendo las huellas de una barbarie mucho más cercana en el
tiempo que cómo era posible que en Europa estuviera ocurriendo a finales del
siglo XX, años 90, ese desastre, ¿acaso no hemos aprendido nada de cuanto
ocurrió hace cincuenta años?
Con
ese típico estoicismo ruso, de gente que parece acostumbrada al sufrimiento
como si fuera una marca genética, me dijo: los pueblos, de vez en cuando,
tienen derecho a ir al abismo.
Han
pasado veinte años, y muchos viajes, desde aquella conversación y el tiempo
hasta ahora le ha dado la razón al estoico ruso, porque he conocido demasiados pueblos
que han escogido su derecho a ir al abismo y al desastre.
–
Pero sigue, sigue Iván, háblanos de ese rey Lear ruso.
–
Era un hombre franco que no adulaba a nadie, no pedía dinero prestado, no bebía
y no era tonto a pesar de no haber recibido nunca instrucción alguna.
Martin
Petrovich Járlov era un hombre de una hercúlea fuerza, alto como una montaña,
orgulloso aunque no se jactaba de ella, dueño en Rusia de unas tierras y dueño
también de las almas que contenía que no eran pocas, con un trato a los
siervos, sus mujiks, igual al de todo los señores de Rusia. Podéis imaginarlo.
–
¿Podemos obrar de otro modo? No hay otra vida, nos comerían sin el uso
de la fuerza. Que vengan las revoluciones. ¿Es necesario que ningún
villano, ningún gañán, ningún ser inferior se atreva a atribuirnos algo bajo y
deshonroso? Mi apellido viene de muy lejos.
Aquí
está el rey, me dije, aquí está Lear, pronto se desencadenará la tragedia más radical
de Shakespeare en la pluma de Iván Turgueniev. Ya tenemos la autoridad, nos
falta el amor, los dos frentes que abre el genio inglés en su tragedia más
compleja y en la que no hay más razón para leer que sufrir. Como escribe Harold
Bloom acerca de la obra del escritor nacido en Stratford, el sufrimiento es el
verdadero modo de acción en El rey Lear, sufrimos con Lear y
Gloucester, Cordelia y Edgar, y nuestro sufrimiento no disminuye un ápice
cuando, los malvados de la obra van siendo muertos uno por uno: Cornwall,
Oswald, Regaña, Gonerila y finalmente Edmundo. Los dioses son justos y de
nuestros placenteros vicios hacen instrumentos para atormentarnos.
–
Pero, señor Turgueniev, no se quede en Inglaterra, vuelva a llevarnos a la
tierra del amo Martin Petróvich Járlov.
–
Bueno, ya saben que Martin Petróvich, ha soñado con la muerte y como no quiere
que lo coja desprevenido ha decidido repartir sus bienes entre sus dos hijas.
– ¿Y
no le advirtieron que no hacía bien?
–
Sí. Se lo advirtió la señora Natalia Nikolaievna, se lo advirtió el jefe de
policía, el juez e incluso el malvado Suvenir, que sólo esperaba su desgracia.
– Personalmente
en vida quiero decidir lo que cada una debe poseer, y lo que les dé, eso
poseerán, y que sientan agradecimiento y que cumplan su obligación. Darme de
beber, de comer, vestirme y calzarme hasta el día de mi muerte. Si cumplen mi
voluntad tendrán la bendición paterna y si no cumplen mi voluntad les alcanzará
mi maldición.
–
Autoridad y amor, con esas dos bases nada puede fallar, ¿verdad?
– Al
contrario, es la gran tragedia, una mezcla de amor, autoridad, pasiones, celos,
ambición, la mezcla perfecta para que sufran todos.
El
Lear inglés deshereda a Cordelia. El cosaco que creyó sentirse muy amado por
Eulampia se siente traicionado por ella desde ese día en que hace entrega de
sus bienes. En poco tiempo terminarán por desposeerlo de su alma. La
muerte es una obra grande e importante de la naturaleza. Ahora es
Sliotkin, el marido de su hija, quien manda y Martin Petrovich es el mendigo
que pide manutención a sus hijas, agua, algo de comida, vestidos y poder
adecentarse. Nada obtiene. Pero, él ha cambiado, se justifican, Martin
Petróvich ha cambiado para bien, antes era un hombre violento,
intransigente. Ahora es un hombre totalmente pacífico. Pero va sucio,
lleno de barro con greñas y con barbas. Suvenir, su cuñado, lo
define con exactitud: ¡Y ahora te has convertido en un parásito y gorrón
pecador como yo!
Ha
llegado el punto máximo de la tragedia, y el gigante Martin Petróvich no
encuentra otra salida a ese orgullo, que lo llevó al desastre pensando que amor
y autoridad eran bienes inmutables, que la destrucción de todo cuanto era suyo
y en ello aplica su fortaleza. El bien y el mal se dan al mundo, no según sus méritos, sino en virtud de
ciertas leyes aún desconocidas, pese a su lógica, y a las que no me atrevo a
hacer alusión siquiera a pesar de que a veces creo entreverlas confusamente.
Iván
Turgueniev siguió hablando acerca de aquella herencia que acabó, de una u otra
forma, con todos los protagonistas de la historia, pero nos aconsejó que antes
de andar leyendo la novela de El Rey Lear de la Estepa, viajáramos
a Inglaterra para averiguar que la única recompensa que obtienen los protagonistas
bienhechores en la tragedia de Shakespeare, pues todos acaban pereciendo al
igual que los malvados, es el bien mismo; la bondad por la bondad. Me quedo con
esta enseñanza porque el resto de la obra y de la vida es sufrimiento.
¿Me
conoce alguien? Éste no es Lear:
¿Camina
así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos?
¿Quién
hay que pueda decirme quién soy?
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