- ¡Has venido a Amherst!
- Sí.
- ¿Y cuánto tiempo has tardado en llegar?
- Ciento treinta y cinco años.
Ella me habló desde la planta de arriba. No quiso bajar. Dicen que desde hace muchos años no quiere ver a nadie. Vive con su poesía, sus símbolos y sus sueños, escondida en su cuarto. Una mesa, una cama de barrotes, una silla de aenea, un jarrón de porcelana y una palangana, un toallero junto a la ventana y un armario color caoba lleno de vestidos blancos. En Amherst la conocen como el mito.
Hace tiempo que sólo viste de blanco, como una virgen, como una monja o como una poetisa del purgatorio. Nadie puede confirmar si ha amado alguna vez. Hay quien ha visto en el predicador Charles Wadsworth la pena de sus deseos. Sólo se han encontrado dos veces.
También apuntaron a un pretendiente que trabajaba en el bufete de su padre y que le había regalado, poco antes de morir, un libro de poemas de Emerson y que Emily guardaba como si fuera un tesoro…
Y muchos ojos, acusadores, dicen que ama a su mejor amiga, Susan Gilbert, que ha terminado casándose con su hermano:
¡Oh, Susan!: Con excepción de Shakespeare, tú me has transmitido más conocimiento que cualquier otro ser vivo.
A mí, sinceramente, no me importa si terminó encerrada treinta años, sin salir de su casa, por un desengaño amoroso, por una madre absorbente que padecía enfermedades sin fin, por un padre exageradamente estricto, por una enfermedad mental, porque quisiera dedicar su alma a la poesía en una habitación propia, midiendo la violencia de un corazón de poeta en un cuerpo de mujer; o porque yo no llegué a tiempo. A mí lo único que me importa es que esta mujer, que siempre vistió de blanco, consiguió lo que muy pocos han hecho: dibujar con versos un mapa del Cielo.
Sí, señores, soy egoísta, (como todos ustedes), no lo niego. Yo estoy aquí, simplemente, para que me dé el mapa del Cielo que esconde en su baúl:
Nunca he hablado con Dios,
Nunca he visto el Cielo,
Y, sin embargo, conozco el lugar
Como si tuviese un mapa de él.
Emily no me ha dejado subir a la planta de arriba. Ella habla desde la balaustrada y yo la escucho desde la antesala. Dice que no va a publicar nunca, que eso sólo lo hacen quienes necesitan dinero: sólo la pobreza justificaría una cosa tan vil. ¿Quién quiere ser alguien? ¡Qué aburrido!
Le digo que Borges pone en boca de Alfonso Reyes, que los autores publican para no pasarse la vida corrigiendo borradores. “No les creas”, me comenta, “vanidad y pobreza, esos son los dos secretos de la publicación”. Y empieza a despotricar de ese tal Higginson que le ha publicado cinco poemas sin ella autorizarlo, descuartizándolos porque ha puesto un título y ha cambiado sus queridísimos guiones de sitio.
Yo aún no he publicado nada, le digo, pero hay una novela que tengo en un cajón que no me deja vivir; no me deja escribir otras cosas. “Deshazte de ella, y vuelve a nacer de nuevo”, me aconseja. ¿Que me deshaga de ella?, ¿después de veinte años? Tengo tantas dudas. La he empezado y terminado doce veces… ¿seguro?
Hallar descanso en lo incierto
Está en el ser de la felicidad.
Sé que alguna noche ha salido a pasear por el jardín de la casa de su padre.
- Puedo esperar a la noche para hablar contigo, Emily.
Ha rechazado mi invitación porque me dice que ella ve el mar en los setos de brezo de la casa y que vive el verano en el deambular de las abejas y las flores:
Yo jamás he visto un páramo
y el mar nunca llegué a ver
pero he visto el alma de los brezos
y sé lo que las olas deben ser.
Rápido, me quito la careta y le explico el motivo de mi viaje:
- Emily, he venido a que me des el mapa del Cielo que escondes en ese baúl lleno de versos.
- No tengo ningún mapa- me contesta.
- Lo tienes, pero aún no lo sabes. Emily, déjame subir.
Él era débil y yo era fuerte,
después él dejó que yo le hiciera pasar
y entonces yo era débil y él era fuerte,
y dejé que él me guiara a casa.
No era lejos, la puerta estaba cerca,
tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado,
no había ruido, él no dijo nada,
y eso era lo que yo más deseaba saber.
El día irrumpió, tuvimos que separarnos,
ahora ninguno de los dos era más fuerte,
él luchó, yo también luché,
¡pero no lo hicimos a pesar de todo!
He abierto su baúl, lleno de trozos de papel desperdigados. Ella se ha quedado de pie, junto a la puerta, mirándome. Pienso que debería arramplar con el baúl entero, que ahí, como un libro de arena infinita está el mapa del Cielo que vengo buscando.
Me paro a mirarla y veo que un par de lágrimas ruedan por sus mejillas. Le digo que coja el baúl, sus poemas, un par de vestidos blancos y venga conmigo a ver el mar porque los ojos de los brezos solo pueden mostrarte un mar de sueños, y los ojos del jardín un verano prescindible.
Siguen rodando lágrimas por sus mejillas y me contesta que no, que va a seguir treinta años encerrada en su cuarto en la casa de su padre, cuya puerta nunca volverá a atravesar para salir.
Y eso que ella sabe que:
La dicha se vende una sola vez.
Perdida la patente
nadie podrá comprarla nunca más-
Díganme, pies, decidan la cuestión
¿debe cruzar la señorita, o no?
De entre sus papeles, cogí el mapa del Cielo que estaba buscando y salí de aquella casa de la ciudad de Amherst, sabiendo que ella, como dice Borges, prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo.
Como si ella fuera de una raza solitaria y extraña…
¿Tienes el mapa, tienes el mapa? Es que estoy buscando el verdadero camino del Cielo...
ResponderEliminarHa sido una temeridad por tu parte adentrarte en los confines imaginativos de Emily, pero ha valido la pena y agradezco que los compartas con nosotros. Un abrazo.
Casi lo tengo. Con Emily Dickinson he dibujado otro de los caminos. Ahora ando con Claudio Rodríguez, que tiene un papel que me dirá cómo sortear un peligroso anillo. Un fuerte abrazo. Maria José.
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