jueves, 18 de julio de 2013

MARINA TSVETÁIEVA, POEMA DEL FIN

El clima del archipiélago es siempre polar, incluso si la isla ha llegado a perderse en los Mares del Sur. El clima del archipiélago es doce meses de invierno,  y el resto verano. El mismo aire quema y pincha, y no solo debido al frío glacial, no sólo por culpa de la Naturaleza. Soljenitsin parece que escribe pensando en ella.

Va apenas sin ropa. Su marido ha sido fusilado. Su hijo, condenado a trabajos forzados. Su pequeña Irina ha muerto de hambre. Su hija Alya también ha sido detenida. Lleva una pequeña maleta llena de poemas atada con una cuerda. Abre la puerta de la casa, fría. Helada. La primera habitación no tiene ni una silla ni una mesa. En el cuarto del fondo se adivina un catre. No ve ningún colchón, pero piensa que no le va a hacer falta. Su mirada se fija en la cuerda de la maleta y en los dos palmos que se levanta el catre del suelo y piensa que tiene todo lo que necesita: "Es hora de dejar el cárabe, es hora de cambiar el léxico, es hora de apagar la lámpara, encima de la puerta....". Sabe que su obra nunca tendrá la aprobación oficial. Su última petición ha sido desestimada. Sabe que nunca encontrará ni vivienda ni trabajo. Sabe que  ha perdido el futuro. Y piensa que, desbaratados, se perderán sus versos. Se equivoca.

Soljenitsin parece que sigue escribiendo para ella: En una atmósfera en que llevan muchos años reinando el miedo y la traición, quien se salva, sólo se salva exteriormente, corporalmente. Lo que tenga en el interior, eso se pudre

Se sienta en el catre. Suenan los muelles oxidados. Desata la maleta y coge la cuerda. La enrolla en su mano, para no olvidarla, y saca los folios que andan desparramados. Se pone a leer. Mirando sus pies desnudos y fríos contempla en lo que se ha convertido. Coge un trozo de alambre que ha arrancado del somier y escribe en el suelo para mí, sólo para mí:

A ti, que nacerás dentro de un siglo,
cuando de respirar yo haya dejado,
de las entrañas mismas de un condenado a muerte,
con mi mano te escribo.

¡Amigo, no me busques! ¡Los tiempos han cambiado
y ya no me recuerdan ni los viejos!
¡No alcanzo con la boca las aguas del Leteo!
Extiendo las dos manos.

Tus ojos: dos hogueras,
ardiendo en mi sepulcro -el infierno-
y mirando a la de las manos inmóviles,
la que murió hace un siglo.

En mis manos -un puñado de polvo-
mis versos. Adivino que en el viento
buscarás mi casa natal.
O mi casa mortuoria.
Marina persigue sus antiguas sombras. Su vida regalada en Moscú. Recuerda a su padre, profesor en la Universidad de Bellas Artes y fundador del Museo de Alejandro III. Sus clases de música, amparadas por su madre, concertista de pìano. Sus alegres vacaciones. Sus primeros versos. Su decisión de llevar sus pasiones hasta el límite. Sus estudios de Historia Literaria en París, donde volvería con su primer destierro y donde no fue feliz. Su matrimonio con el joven y apuesto Yakolevich Efron. Sonríe al saber que su matrimonio no frenó una sola de sus pasiones que ella dejó volar a conciencia; sabiendo que los dioses nunca suelen perdonar la libertad, la belleza, ni la felicidad, y mucho menos a los poetas, que desde el primer día están condenados. Se mira nuevamente los pies descalzos y amoratados, y comprende sus desdichas.

Me gusta que no estés loco por mi,
 me gusta que no estoy loca por ti,
 y que la pesada esfera del planeta tierra
 vuelve a girar a nuestros pies.

Me gusta poder ser imperturbable
 y tener humor y ser incapaz de jugar con las palabras,
 no enrojecer ante una ola sofocante,
 cuando al rozarte con mis mangas me enciendo.

Me gusta también que ante mi presencia
abraces tranquilamente a otra, está bien,
 incluso para mí besar a otro,
 y que no me amenaces con las llamas del infierno.

Ése es mi dulce nombre que ni de día, ni de noche
 volverás a recordar, dulce amado,
 y que en el silencio de la iglesia nunca canten por nosotros: ¡Aleluya!

Con este mi corazón y con esta mi mano: Gracias,
Tú, que sin saberlo, me amabas tanto,
 y por mi paz nocturna,
 y por las raras citas a la hora del ocaso,
 por los paseos que no dimos a la luz de la luna, 
 por el sol que no brilló esta mañana sobre nuestras cabezas.

¡Ay de ti!, por no estar loco por mí,
 y ¡Ay de mí!, por no estar loca por ti.

 Mira al techo, con tantos agujeros como su alma, y se pregunta por qué es tan dura la condena. Ha encontrado un antiguo enganche de una lámpara y mira la cuerda. Se siente sin fuerzas. Recuerda sus versos al poeta Blok, a quien ha amado provocando tormentas:

Tú pasas sobre el Neva
y yo sobre el Moscova,
cabizbaja.
Se duermen las farolas.

Te quiero en el insomnio.
Te escucho en el insomnio.
Mientras que por el Kremlin
despiertan campaneros.


Mi río con tu río,
mi mano con tu mano
se ignoran. Cariño mío, alegría
hasta que el alba alcance a la siguiente.

Los poetas del régimen, esos bastardos, la han abandonado. No voy a decir ni uno de sus nombres, no merecen más que el olvido y el desprecio. Pero ahí quedan Pasternak, Blok y Mandelstan, que compartieron besos y versos con Marina: distancia y lejanías?, des-pegados, des-soldados, apartaron manos, crucificaron sin saber lo que destruían: la unión total. De suspiros y tendones nos malquistaron, nos esparcieron y exfoliaron. Muro y foso. Separados como las águilas. Ahí queda Anna Ajmatova a la que siempre lleva en la memoria: ¡Oh, musa del llanto, la más bella de las musas!, ¡Oh, loca criatura del infierno y de la noche blanca! Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentas y tu puro lamento nos traspasa como flecha.

¡Qué pocos estuvieron con ella el día que salió para el destierro! ¡Qué pocos!. Recordó a Ovidio cuando en la noche partía a su destierro a la aldea de Tomi en las heladas y frías tierras de Escitia: "a punto ya de irme, por última vez me dirijo a mis desolados amigos, que de muchos, apenas uno y otro eran". Ovidio y Marina, abandonados por el miedo al régimen con su doble condena de destierro y desolación. Al menos, los dos tuvieron antes de partir un par de amigos: que de muchos, apenas uno y otro eran. Caía la noche cuando debía partir para la fría Elábuga: Iamque quiescebant voces hominunque canumque, lunaque nocturnos alta regebat equos. (Ya callaban las voces de hombres y perros, y la alta luna guiaba los caballos de la noche).

Piensa en los hombres y las mujeres que ha amado. Pone los pies sobre el somier y mira el enganche en el techo para una antigua lámpara. Cree que no aguantará su peso. Llora por su hija Irina, muerta por inanición en un orfanato donde tuvo que dejarla pensando que al menos allí comería una vez al día, se equivocó. Llora por su hijo condenado a trabajos forzados. Llora por su hija Alya, encerrada en un Gulag acusada de espionaje por su propio novio, así las gastaba el régimen:

Algún día criatura encantadora
para ti seré sólo un recuerdo,
perdido allá en tus ojos azules
en la lejanía de tu memoria.

Olvidarás mi perfil aguileño
y mi frente entre nubes de humo,
y mi eterna risa que a todos engaña,
y una centena de anillos de plata,
en mi mano el altillo-camarote,
mis papeles en divino desorden,
alzados por la desgracia en el año terrible;
tú eras pequeña y yo era joven.

Sube a al somier enlaza la cuerda con la que llevaba atada la maleta llena de versos a su cuello y se deja caer. Sus versos yacen esparcidos por el suelo. Sólo el tiempo podrá traer el viento necesario para hacerlos volar, mientras tanto ya callaban las voces de hombres y perros, y la alta luna guiaba los caballos de la noche.





Las fotos primera y tercera son de Berlín donde anduvimos recordando que por fin cayó el Muro de la Vergüenza que dividía calles y familias. Estuvimos recorriendo los túneles y bunkers en una visita guiada. Alcantarillas y túneles excavados y utilizados por gente desesperada.
Ya cayó ese Muro pero hay otro al que no hacemos mucho caso a pesar de agigantarse cada día desaforadamente. Es ese muro que divide el Norte y el Sur que si no se llama el de la vergüenza, bien podría llamarse así.   
La segunda foto es del Sagrado Corazón de París, donde guardo la imagen de Marina, con su pelo corto, su cigarrillo, su larga falda tableada y su chaqueta azul, mientras tomaba un café en un restaurante cerca del Sena y leía unos versos de Pasternak. No nos desbarataron; nos perdieron por los tugurios de las latitudes: disgregados como huérfanos. Bella entre las bellas y libre entre las libres.










viernes, 12 de julio de 2013

YO FUI AMIGO DE JOHN KEATS




Con dificultad respira el aire que, convertido en cristal, quiebra sus pulmones.

John Severn, el pintor, está a su lado con la paciencia y el oficio del que se conforma con las migajas de un instante. Todo a su alrededor huele a líquido antiséptico. Los presagios huelen a galena.
El joven John Keats, mientras tose y echa esputos, se duele del poco tiempo que le queda para volver a subir, hacia atrás, en busca de las cosas queridas que dejó pendientes para un regreso que nunca llegará.

No quiere despedirse de nada porque sabe que los más hermosos versos están todavía por escribir, esos versos, tan ausentes, devorados por la tuberculosis; pero que rondarán su cabeza en un futuro que no existe.

John Severn, el pintor, que está a su lado humedeciendo su frente con paños mojados también lo sabe.

¿Dónde hallar al poeta? Nueve musas
mostrádmelo que pueda conocerlo.
Es aquel hombre que ante cualquier hombre
como un igual se siente, aunque fuera el monarca
o el más pobre de la tropa de mendigos;
o tal vez una cosa de maravilla: un hombre
entre el simio y Platón;
es quien, a una con el pájaro,
reyezuelo o bien águila, el camino descubre
que a todos sus instintos conduce; el que ha escuchado
el rugir del león y nos diría
lo que expresa aquella áspera garganta;
y el bramido del tigre
le llega articulado y se le adentra
como lengua materna en el oído.

Ha llegado a Roma hace muy poco tiempo y no duda que va a morir ahí.

Shelley se ha dado cuenta rápido de que el joven Keats está creando un sentido nuevo a la lírica inglesa y se ha puesto a sus pies:

Despierta de su sueño
a las horas oscuras, a tus iguales,
y cuéntales tu propia desventura:
"Sabed, di, que Adonais murió conmigo.
Si el futuro no tiene la osadía 
de olvidar el pasado, en lo eterno
vivirán su destino y su renombre
como una luz y un eco".

Byron anda, de un lado a otro del cuarto, entre sombras, maldiciendo la ceguera de esos miserables críticos de la Quarterly y de la Blackwood Review  y apunta su dedo, no sobre la tuberculosis, sino sobre las críticas negativas que recibió su Endymion:

¿Quién mató a John Keats?
"Yo", dice la Quarterly,
tan salvaje y Tártara,
"fue una de mis hazañas".

Yo también los maldigo, aunque tenga menos descaro, valor y talento que Byron.

Keats, el joven poeta que escribió su nombre en el agua, se ha alejado lo suficiente de la realidad para entender que él no necesita ni habilidad literaria, ni mensajes filosóficos para escribir; sino que tan sólo necesita transmutar en palabras lo que está más allá de su persona, liberándose de su individualidad. Pocos han podido hacer eso, Keats, Rilke, tal vez Shakespeare:

¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno
tengo yo y mis canciones con el calor me brotan.
¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno
tengo yo, mas la tarde me escucha...

...Tú que por libro único has tenido la luz
de supremas tinieblas con que te alimentaste,
noche tras noche, cuando lejano estaba Febo:
te será primavera una triple mañana.

Keats se muere. Son las cuatro de la tarde del 23 de febrero de 1821, trata de levantar la cabeza, pero no puede, mira a Severn y pronuncia sus últimas palabras: “Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”.


John Severn, el pintor que siempre está a su lado, deja que las lágrimas corran por sus mejillas:

Miro por los lugares donde no osara ir nadie
y se fijan mis ojos donde nadie los fija,
y si la noche viene, 
me cantan los corderos una canción de cuna.


Piensa en Fanny y a las once de la noche expira el más grande poeta que ha dado Inglaterra. Severn desde las cuatro de la tarde no ha dejado de llorar. Él, de la mano de Keats, se ha hecho un hueco en la Historia de la Literatura. John Keats es Literatura.

Ciento cincuenta años después un poeta ciego argentino oye por otra boca su poema  Sobre el mar y sobre la melancolía y escribe, sobre un papel que no puede ver, unos versos:

Desde el principio hasta la joven muerte
La terrible belleza te acechaba
Como a los otros la propicia muerte
O la adversa. En las albas te esperaba
De Londres, en las páginas casuales
De un diccionario de mitología,
En las comunes dádivas del dia,
En un rostro, una voz, y en los mortales
Labios de Fanny Brawne. Oh sucesivo
Y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
El alto ruiseñor y la urna griega
Serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
No eres hoy la ceniza. Eres la gloria.


Antes de haber leído un verso de Keats, yo había visto una fotografía de su tumba en uno de los tomos de la  Historia de la Literatura Universal, escrita por José María Valverde y Martín de Riquer y que andaba en una de las estanterías de la casa de mis padres, la cual no tuve más alivio que requisar para dedicarme a su lectura.
A esa Enciclopedia creo que le debo mucho. Sus palabras las tomo prestadas a cada momento. A José María Valverde también le debo el acercamiento al Ulises de Joyce en una muy cuidada edición de la Editorial Lumen en dos tomos y que compré hace casi treinta años en una librería de Cádiz, cuando James Joyce aún no había escrito nada para mí. Parece que ahora treinta años después lo está haciendo, ha hecho falta paciencia. Esta última frase no es más que una paráfrasis de Borges. Tengo poco de original, lo reconozco.

Esa foto de la que hablo, en blanco y negro, no he tenido más remedio que reproducirla por lo que ha significado para mí. A sus pies escribe José María Valverde: En Roma, donde murió a los veintiséis años, víctima de la tuberculosis (agravada al parecer por las malas críticas contra su poema Endimión), yace Keats, señalado sólo en su lápida como "un joven poeta inglés, cuyo nombre se escribió en el agua". Pero a su lado se enterró al pintor Joseph Severn, que quiso ostentar como título supremo funerario el haber sido amigo de John Keats".
Nada más grande que querer abandonar el yo para abrazar sin medida al otro. Yo no fui nadie, parece querer decirnos Severn, yo sólo fui amigo de Jonh Keats, lo más importante que ocurrió en mi vida. Hay que haber entendido el sentido de la vida muy bien, me dije, para escribir eso sobre su tumba. 
¿Quién de nosotros lo haría cuando se ha convertido el éxito en una obsesión, el tener quince minutos de gloria en una ley y la competitividad, dejando mucha carne triturada en el camino, en un lema?
Pues no, yo sólo fui amigo de John Keats.

Si me preguntan de qué cosas me siento orgulloso, diría:

"La verdad es que no he hecho grandes cosas en mi vida pero yo;

Yo fui amigo de Arturo Muñoz Castellanos. Muerto en Bosnia cuando auxiliaba a civiles no combatientes.
Yo fui amigo de Jesús Aguilar Fernández. Muerto en Bosnia cuando llevaba plasma sanguíneo a un hospital musulmán..
Yo fui amigo de Mariano Álvarez Lórenz. Muerto cuando se dirigía a hacer sus prácticas de fin de carrera.
Yo fui amigo de Martín Rodríguez de Labra. Muerto en los mismos brazos de una montaña que decidió quererlo demasiado.
Yo fui amigo de José María Muñoz Damián. Muerto en Trebisonda, Turquía, cuando volvía de Afganistán en un accidente aéreo que nunca debió producirse.
Yo fui amigo de Arturo Vinuesa Galiano. Muerto en unas maniobras haciendo lo que tanto había soñado.
Yo fui amigo de Federico Sierra Serón. Muerto en los atentados terroristas contra los trenes de cercanías de Madrid el 11-M.
Yo fui amigo de Manuel Verde Arauzo. Muerto en una carrera que se convirtió en interminable.
Yo fui amigo de José Manuel Berdugo. Muerto en accidente de tráfico con no más de veinte años.
Yo fui amigo de José Lozano Berdier. Muerto en accidente cuando en bicicleta andaba buscando las nubes.

...Y también yo fui amigo de John Keats".

Como Keats, todos ellos eran jóvenes cuyos nombres se escribieron en el agua.