domingo, 29 de enero de 2017

MARÍA ZAMBRANO, EN LOS CLAROS DEL BOSQUE

Nadie que haya vivido, pongamos por caso más de cincuenta años, ignora que el bosque es la metáfora de la vida o, al contrario, la vida es la metáfora del bosque. Los que hayan andado muchas noches por ellos, con armas o desarmados, lo saben bien.

Cuando salimos al bosque, o a la selva, siempre nos espera la nada; y queda la nada, el vacío que el claro del bosque da como respuesta. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible ilimitada; como la vida.

La lección que ha aprendido un hombre o una mujer de digamos, más de cincuenta años, es que el claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar. No hay que buscarlos. es la lección inmediata de un claro del bosque; no hay que ir a buscarlos, ni tampoco esperar nada de ellos.

A María Zambrano, un claro del bosque al que llegué sin buscarlo, me acerqué porque me invitaron a ir a Málaga a hablar sobre Comunicación. Nunca pensé que nadie fuera capaz de aunar poesía y filosofía; pues si un filósofo expulsó del paraíso a los poetas era porque pensó que la comunión de estos con la filosofía era imposible. Yo estaba equivocado y, como yo, Platón andará con la duda de si María Zambrano debe o no habitar ese paraíso por él creado. Posiblemente, María tenga su paraíso propio, donde el amor no tiene que ser sostenido. Esa división, de lingüista aburrido, entre la cosa misma y su significado; esa desunión, de filósofo sesudo, entre el frío pensamiento y los sentidos, las envuelve María en palabras poéticas nunca fáciles de desentrañar, tengan en cuenta que estamos en un oscuro bosque, donde no encuentras los claros buscándolos, sino que ante ti aparecen.

Nada es signo, como si se vislumbrase un reino donde lo que significa y lo significado fuera uno y lo mismo. Una herida sin bordes que convierte al ser en vida; pues, como escribe Emilio Prados en so obra Río Natural, Nació y creció sin saber -si estaba dentro o fuera- del Dios que nació con él.

Antes de dar un paso en el oscuro bosque, ligeros de equipaje por supuesto, conviene saber, quien allí habita lo sabe, que hay que dormirse arriba en la luz, y hay que estar despierto en la oscuridad, pues el alma se mueve por sí misma, va a solas, y va y vuelve sin ser notada; como la amada en la noche oscura de San Juan de la Cruz. Si es que al final, todos andamos, sin cruzarnos, por el mismo bosque, todos nos dedicamos a buscar desaforadamente los claros del bosque hasta que nos damos cuenta que a los claros del bosque no hay que ir a buscarlos que se aparecen solos y que la realidad que al ser humano se le ofrece no acaba de serlo nunca, a medias real tan solo, y a veces irreal por asombrosa, por sobrepasarse a sí misma. Así es ella la vida, la recién llegada, la encontrada, la aparecida, un puro don.

He visto algún claro del bosque donde anidaba la belleza, que se abre como una flor, su centro iluminado que luego resulta ser el centro que comunica con el abismo; quien se acerca al cáliz de esta flor arriesga ser raptado. Yo fui raptado alguna vez y aprendí que reaccionar ante ella con angustia es el infierno que la quietud bajo ella es indispensable; que la quietud no consiste en retirarse, sino en no salirse del simple sufrir que es padecer. En este padecer el ser se despierta, se va despertando necesitado de la vida y la llama.

Y he visto otro claro donde anidaba la soledad, pero aquella más pura no tocada por el afán de independencia , ni por el sentimiento de encontrarse aislado. La soledad, aceptada en el abandono, es quien recibe el don de la mirada remota que la sostiene.

He aprendido en más de cincuenta años que el corazón tiene huecos, habitaciones abiertas y que la vida aparece de incógnito sin esplendor alguna; y que visto lo visto, sólo el Hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.

Seguiré andando por el bosque viviendo pequeños instantes hasta que los claros se aparezcan ante mis sentidos; con la absoluta convicción de que volveré a equivocarme mil veces en mis decisiones cuando me encuentre con ellos. No es ser, ni solamente vida, sino vivir. Porque es seguro que todos los hombres mueren, mas no todos mueren como Sócrates. ¡Qué le vamos a hacer!













viernes, 13 de enero de 2017

TRAS LOS HIJOS DEL CAPITÁN GRANT, CON JULIO VERNE

No hay ningún tiempo pasado que no esté en manos del futuro, que es quien domina la memoria. De mi primera memoria literaria me quedan los fragmentos de los textos que leí en mis primeros años de estudio y que, al albur de la selección de algún gurú académico o literario, venían recogidos en los libros Senda de la Editorial Santillana que estudiábamos en El Picacho.

Yo, hasta entonces, jamás había leído un libro completo; pues, a diferencia de Borges, la biblioteca de mi padre no tenía puertas que pudieran abrirse; así que viví con migajas de Azorín, Cela, el Poema del Mío Cid, Pedro Antonio de Alarcón, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, el infante don Juan Manuel, Valle Inclán, algún poema extraviado de Lorca y Alberti y todos aquellos otros textos que componían el compendio de Senda. Puras migajas, sin principio ni final, sin inicio, ni nudo y desenlace que, entonces, para mí eran oro. Oro pasado por el tamiz mágico de mi profesor de Literatura don Ramón Asquerino que, como los buenos profesores, desdeñaba los fríos libros académicos y nos volteaba por la Literatura de verdad.

Pero un 29 de enero de 1976 terminé de leer, por primera vez, un libro completo, Los Hijos del Capitán Grant de la editorial Círculo de Lectores, impreso en el año 1975, y entendí que los fragmentos, que hasta entonces había leído, necesitaban de algo más que de la buena escritura para conformar un libro.

Todavía ese volumen está en casa de mi padre; y en el fondo de la mar, o en unas manos desconocidas, debe de andar una botella con un mensaje dentro que lancé esa misma tarde después de acabar el libro.

Dentro de la botella, verde como la mar, deposité un mensaje en el que escribí las únicas letras en francés, garabateadas por el capitán Harry Grant, que podían descifrarse en el tercer manuscrito; el cual apareció en el estómago de un tiburón martillo dentro de una botella:

troj                              ats                        tannia                        
gonie                         austriel                                          abor            contin         pr          cruel indi           jete                                           ongit      et 37º 11 lat.

Siempre pensé que quien encontrara esa botella, aunque no fuera dueño del Duncan, ni se llamara Lord Glenarvan, adivinaría que el capitán del Britannia, Harry Grantestaba en apuros; y comenzaría un fabuloso viaje hasta encontrar los 37º 11 de latitud. Yo lo hubiera hecho.

Mi padre y ese libro fueron los causantes de que, desde niño, yo quisiera estudiar Naútica y ser marino mercante para recorrer los mil mares y escribir historias sobre ellos. Pero el pasado siempre es escrito por el futuro, y los dioses del futuro escogieron para mí otros caminos más polvorientos, pero igual de mágicos.

De todas formas, yo, todos los días que estoy en Sanlúcar, acudo a la playa de La Jara por si encuentro un mensaje dentro de una botella que me inste a buscar los 37º 11 de latitud.







sábado, 7 de enero de 2017

REMIGIO GONZÁLEZ, ADARES, UN POETA QUE ME ENCONTRÓ EN SALAMANCA



Aquí os dejo
mi imagen
pero os aseguro 
que ella no lo sabe.

Nadie llega a Salamanca buscando poetas. Los poetas modernos sólo entregan versos sin ningún valor material. Como mucho, en un espíritu sensible, consiguen la poca dicha de alimentar oídos, corazón y vida durante unos segundos. Así son los poetas de hoy en día; sólo entregan versos.

Quizá fue una mala idea para los poetas abandonar los palacios y la seda de los señores; dejar atrás las mansiones de los mecenas y su halago; o luchar contra el abrazo de la Administración y sus burócratas. Sin los poderosos sólo les queda el frío del invierno, la lluvia del otoño, el sol del verano y el relente de la primavera.

Salamanca,
los que te subastan y se retratan
a ellos, ellos los elegantes,
los que ya sin pulso
no escucharon el frío.

Yo a Salamanca llegué buscando pícaros, la universidad y su pasado habitado por sabios; y con una mujer. Nadie va a Salamanca buscando poetas. Además, como poca gente se atreve a serlo a cara descubierta, sabía que, si querías verlos, siempre sería necesario buscarlos con ahínco por cafés escondidos en lugares marginales, en ateneos dirigidos por viejas edades irreconocibles o en clubs de lectura desconocidos por recién llegados.

Pero en Salamanca, el día 12 diciembre de 1998, camino de la Plaza Mayor, poco antes de llegar, saliendo de la Plaza del Corrillo, tropecé con tres escalones llenos de libros de poesía, una cuerda atada entre dos columnas en la que como una bandera ondeaba un trapo rojo y, colgado con un alfiler, un cartel que ponía: POESÍA. 

Miré al hombre que estaba sentado junto a los libros, y pensé que si yo estuviera en Long Island, en Nueva York y en el siglo XIX el destino me habría deparado conocer al mismísimo Walt Whitman. Barba blanca y bien cuidada, gorro presto al desenlace, jersey bien trabado de color gris, guantes de lana en una manos incontrolables y una sonrisa. "A este hombre tengo yo que comprarle un libro", me dije.

Con la historia de todo lo que sea
llego con cada día aquí lleno de dudas
lleno de fiestas con un poco de todos
dentro por dentro permanezco demasiado
atado a estas columnas Plaza del Corrillo
donde la vida cruza hacia la vida
y aquel que no me vea perdido entre
las bocas, los otoños, los inviernos,
y algún verano cojo.


- ¿Es usted el autor?- le pregunté.
- Sí, estas escaleras están llenas de mis versos. ¿Has venido a ver Salamanca? No voy a preguntarte de dónde eres llegado, pero si quieres conocer Salamanca, te recomiendo este libro.

Sin levantarse, me señaló  con la mano temblorosa un pequeño volumen titulado No me preguntéis de dónde soy llegado, de un color amarillo marfil, con una foto gris de la Catedral a la frontera del Tormes y unos versos junto a ella en la portada:

Con abrazos
Salamanca y rueda.
Sin Salamanca al mundo
le faltarían los ojos
del espejo.

- Parece que con este libro voy a conocer Salamanca bastante bien- le pregunto.
- En estos versos hay algo de Salamanca que no puede contemplarse sólo paseando- me dice.

Salamanca es la Edad de todas las Edades,

Noche que no duerme sola Salamanca,
La Plaza del Corrillo.
Sombra de los inviernos con San Martín
la puerta de la Iglesia.
Arriba el capitel con dos palomas,
la burra y la distancia,
el arte y la escultura,
la vía de llover.

- Parece usted Walt Whitman- le digo- y si encima vende sus versos en la calle, debe ser usted más poeta que nadie.
- Aquí están mis libros. Por mí editados; yo me encargo de todo, los escribo, los corrijo, los edito, los vendo. Hablo con mis compradores.
- Le compro el libro siempre que me lo dedique y lo firme.
- Claro, claro- me dice- yo siempre firmo mis libros a los lectores, por eso estoy aquí.

Yo no adiviné su Parkinson hasta que lo vi coger el bolígrafo tembloroso. Los dedos, como pájaros sin dueño, evitaban las vocales y las rosas; así que antes de que se liara con los temblores, el bolígrafo, la luna, la catedral de Salamanca, la Plaza del Corrillo, que tanto le debe y mi nombre; Norberto, qué raro que me llame Norberto; le dije que no era necesaria la dedicatoria, que era más que suficiente su firma.

- Claro, claro, lo que tú quieras- me dijo- te lo firmo.
Y estampó con bolígrafo negro en la esquina superior derecha una especie de capitel con dos pequeños círculos concéntricos a la izquierda, una circunferencia central en un lado, y una línea vertical, que para mí significaba la pared de la vida.

Adares fue el primer poeta con el que yo hablé y que leyó unos versos de su libro sólo para mí y la mujer que me acompañó a Salamanca; sus dos únicos escuchantes. Aquel día de diciembre en aquella hora, sonó sólo para mí la trémula voz de un poeta:

Yo nunca me arrepiento.
Mis ojos son dos ruedas
que van curvando el sorbo
a Salamanca.
Hago de ella camino
y desde mis pesadillas reboso por su piel
la caja de mis aguas.

Adares murió en el año 2001. Ya nadie coloca sobre los tres escalones de la plaza del Corrillo sus libros de poemas, ni tiende su cuerda y su trapo rojo entre las columnas que daban al café Corrillo donde escribió cientos de versos.

Ahora el café, en el que se respiraba poesía y jazz, se ha mudado y ha sido sustituido por un McDonald´s; sin versos ni cantares. Pero yo estoy seguro de que en Salamanca siguen acordándose de Remigio González, Adares, el poeta que vendía sus versos, empaquetados o sueltos, en la calle. El otro Walt Whitman que me encontró en la Plaza del Corrillo, cuando yo creía que ese tipo de poetas estaban todos muertos.