
Yo, hasta entonces, jamás había leído un libro completo; pues, a diferencia de Borges, la biblioteca de mi padre no tenía puertas que pudieran abrirse; así que viví con migajas de Azorín, Cela, el Poema del Mío Cid, Pedro Antonio de Alarcón, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, el infante don Juan Manuel, Valle Inclán, algún poema extraviado de Lorca y Alberti y todos aquellos otros textos que componían el compendio de Senda. Puras migajas, sin principio ni final, sin inicio, ni nudo y desenlace que, entonces, para mí eran oro. Oro pasado por el tamiz mágico de mi profesor de Literatura don Ramón Asquerino que, como los buenos profesores, desdeñaba los fríos libros académicos y nos volteaba por la Literatura de verdad.

Todavía ese volumen está en casa de mi padre; y en el fondo de la mar, o en unas manos desconocidas, debe de andar una botella con un mensaje dentro que lancé esa misma tarde después de acabar el libro.
Dentro de la botella, verde como la mar, deposité un mensaje en el que escribí las únicas letras en francés, garabateadas por el capitán Harry Grant, que podían descifrarse en el tercer manuscrito; el cual apareció en el estómago de un tiburón martillo dentro de una botella:
troj ats tannia
gonie austriel abor contin pr cruel indi jete ongit et 37º 11 lat.
Mi padre y ese libro fueron los causantes de que, desde niño, yo quisiera estudiar Naútica y ser marino mercante para recorrer los mil mares y escribir historias sobre ellos. Pero el pasado siempre es escrito por el futuro, y los dioses del futuro escogieron para mí otros caminos más polvorientos, pero igual de mágicos.
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