domingo, 30 de septiembre de 2018

¡ÁBSALÓN!, ¡ABSALÓN!; CON FAULKNER, DUEÑO DEL CONDADO DE YOKNAPATAWPHA

Hace más de treinta años conocí al hombre más rico del mundo, no sólo dueño y único propietario del condado de Yoknapatawpha, sino además continuo vigilante en sus formas y en sus contenidos de la novela en lengua castellana desde que él parió ese condado de nombre impronunciable hasta el día de hoy. Metamorfoseador del boom latinoamericano, doblador de espinazos literarios a lo Thomas Sutpen con sus negros y con sus blancas; dios de un lugar donde personajes, desarrollo, peripecia y lance patético son devorados por el lenguaje mismo; autor, en lengua británica, capaz de domeñar con su sinuosa sintaxis a esos traidores, denominados traductores, que se pierden en la misma jungla sin principio ni final, y terminan por escribir nuevamente en otro idioma esa novela que quiere Faulkner.

¡Cómo no voy a aceptar que alguien como Faulkner me lleve al infierno!; un nuevo infierno sin anillos, sin rutas, perdido en la maraña de las palabras en el indómito Sur de la esclavitud, de la ambición, al sur, ese inmenso Sur, muerto desde 1865, poblado de fantasmas quejumbrosos, ofendidos, desconcertados. Se hablaban en un largo silencio de no-gente en un no-lenguaje.

Buscando ese infierno que conocí de oídas, me dirigí a la biblioteca que me cogía más a mano; y al inquirir por un libro de Faulkner me mandaron a la estantería BÑ-IV-33-D. Si me preguntan cómo me acuerdo de su exacta localización treinta años después, les diré que no es debido a que mi memoria sea prodigiosa, sino que esta semana decidí volver a tocar esas páginas y me fui a la misma biblioteca y, al preguntar por Absalón volvieron a mandarme a la estantería BÑ-IV-33-D.  Y allí lo encontré a él ese demonio se llamaba Sutpen, el coronel Sutpen. Que vino de no se sabe dónde y sin anunciarse, con una banda de negros vagabundos, y quiso regentar con el látigo una plantación. (Arrancó violentamente una plantación según dice la señorita Rosa Coldfield). La arrancó violentamente y se casó con su hermana Elena y engrendró una hija y un hijo. (Los engendró sin cariño dice la señorita Coldfield). Sin cariño, ellos que debían de haber sido su orgullo, el escudo y consuelo de la vejez. Pero ellos lo destruyeron, o algo así, o fue él quien acabó con sus hijos. Y murieron. murieron sin ser llorados por nadie.

Me desnudé allí mismo y le pedí pelea en aquel pestilente fangal lleno de alimañas que lindaba con el Ciento de Sutpen, y donde él forcejeaba, llenos de barro hasta la tonsura, con sus violentos negros que hablaban un idioma que no conocía nadie en Jefferson, y donde violentaba a sus negras creando esa estirpe paralela de demonios que llevaban su misma sangre. Le recordé cómo entró a caballo en la ciudad y adquirió aquella propiedad nadie sabe cómo, engañando a los indios Chickasaw, y se casó con Elena Coldfield. Había venido a la ciudad en busca de una esposa igual que hubiera ido al mercado de Memphis a comprar ganado o esclavos.

Sutpen, me miró sabiendo que él ya estaba muerto. Entré en la biblioteca vestido con mi uniforme de comandante, que lo tuve pegado a la piel doce años, y mencionándole que yo era uno de los que trabajó en el Mayor de Spain, aquella antigua pesquería donde Wash Jones le recordó a Sutpen lo que éste le había hecho a su pequeña Emily. Seguía teniendo su cara de arrogancia, cuyo pasado era un misterio. Le recordé que no había en todo el sur un hombre, mujer, negro o acémila que haya tenido la oportunidad de ser joven. Esbozó una pequeña mueca, que no terminaba de abrir a la sonrisa, era esclavo absoluto de su secreto, de su furiosa impaciencia, de la convicción, originada en su reciente mortificación, de que el viento volaba bajo sus pies.

Gracias a Dios esto es todo; al menos, ya lo sé todo. Cuando volví a recordarle que yo conocía los secretos de sus hijos Henry y Judith, que tuvo con Elena Coldfild, y de su hijo Charles Bon, que tuvo en Haití con Eulalia Bon, a la que repudió cuando supo que tenía ascendencia negra, se dio cuenta de que yo lo sabía todo. Charles, Amnon; Judith, Tamar; y ese Henry que como un incauto Absalón cayó en la maraña de significados y significantes que Faulker embroza en la jungla de la literatura. 

He vuelto a alistarme en el ejército confederado con el coronel Sartoris y ahí que ha aparecido el coronel Sutpen. He vuelto a oír el ruido y la furia de la guerra, mientras tenía el mejor de los caballos en una fábula y esperaba a que ella terminara de agonizar, sin saber qué pensó Emily de aquella rosa que recibió. He vuelto a pelear, aunque la razón me dijera lo contrario, por el inconmensurable Sur, para luchar durante cuatro años heroicos en defensa de las tradiciones y de una tierra que nos había visto nacer; por culpa de William Faulkner, dueño y señor del condado de Yoknapatawpha.











domingo, 9 de septiembre de 2018

EN PARIS-AUSTERLITZ, CON RAFAEL CHIRBES Y LA DESPEDIDA

La primera vez que pisé París, fue buscando a esa mujer que se peinaba a lo garçon y que me enseñó con no poco éxito a besar en la Gare d´Austerlitz.

Todo el que ha querido juntar letras, o llenar de trazos un lienzo, se fugó a París con poco dinero y mil encajes de ganas. He seguido por las calles de París a ese Sábato que se encontró con su existencia después de esquivar el gulag y el horror del átomo dislocado. He recorrido noches con él, con Óscar Domínguez; no hay suicidio comparable al suyo; con Wilfredo Lam, Benjamín Péret, o Tristan Tzara. 

He vivido las noches de París y whisky con Hemingway y Scott en la barra del Harry's Bar en Daunou, en un rincón de La Closerie des Lilas en Montparnasse y en la barra del hotel Ritz, moviéndome entre la megalomanía y la melancolía. Viví en el centro y luego en los extrarradios de París con Juan Goytisolo; sabiendo que siempre son más mágicas las historias de la periferia al centro que del centro a la periferia. Me fui de alquiler con Vila-Matas y Bartleby y compañía, sabiendo que París no se acaba nunca. En realidad yo iba detrás de la Yourcenar.

Me llené de Rimbaud y Verlaine hasta las trancas. Y con Sawa, entre iluminaciones en la sombra, viví la agonía de Paul Verlaine en su pobreza absoluta de la calle Moufetard. Paseé, en 1984 por la Rue du Pot de Fer, para pasar pasar un par de noches con George Orwell cuando trabajaba como lavaplatos. Y, desde luego, me tomé alguna copa con Faulkner, antes de cumplir los dieciocho, en el Hôtel d’Anglaterre, hoy Hôtel Luxembourg Parc, cuando me tomó la enfermedad de la literatura, después de tres lecturas seguidas del Ábsalon.

Y así hasta el infinito. Mucha culpa de mis sufrimiento la tiene París. Mucha culpa de ese sufrimiento que alivia.

Y, ¡de pronto!, en la calle Fernando VI, después de tantos años, me encontré con la estación de París-Austerlitz. aquella Babel, donde siempre naufragamos o nos salvamos en despedidas y encuentros sólo posibles en la Isla del Tesoro que fue nuestra juventud. París-Austerlitz, leo tras el cristal del escaparate de la librería, donde me enseñó a besar una mujer que se peinaba a lo garçon, porque en lo de amar sobran los adverbios, ni poco ni mucho, se ama o no se ama.

Cada mañana, de madrugada, para ir al trabajo siempre tomo la calle Fernando VI y, como un ritual, me paro ante los dos escaparates de la librería Antonio Machado, a leer los titulos y ver las portadas. de los libros. Y claro, cuando es una obra de Rafael Chirbes lo que ves y encima se titula París-Austerlitz, no puedes evitar coger ese tren esa misma mañana, sabiendo que lo que me esperaba era una triste despedida, porque de lo que se trataba era volver a la estación de partida. Que el movimiento de las agujas situadas a la salida del andén cambie la dirección del convoy y el tren recorra otros lugares, alcance otro final de trayecto.

No sé si la novela es autobiográfica de los años de Chirbes en París, o si sólo son retazos de sus vivencias y de esos amores de París que no duran. Lo peor era que lo había arrastrado a esa rutina objetiva, mero girar uno en torno al otro, devorándose cada vez con menos apetito. Un joven pintor que llega a París y un hombre mayor forjado a sí mismo en trabajos de acero; una enfermedad que en los años ochenta, sin tregua, no renunció a su trabajo de anegar de miedo las distintas pieles del amor y del placer. ¡Quién no tuvo miedo!: desde que detecté las manchas sólo volví a verlo una tarde, y aquel día procuré que no me tocara. Nada de flujos ni saliva ni contacto posible; no puedo abandonarme al mal, convertirme en una víctima. Quién puede pensar en envejecer juntos chapoteando en el pequeño estanque de los hábitos.

No es la enfermedad ni el doloroso futuro lo que te separa de Michel, es la falta de amor; lo encontraste cuando tú eras un perro abandonado, ahora el abandonado es él. Dices que verdaderamente no ha sido verdadero amor. ¿Pero, qué es verdadero amor?

Cuando cuidas a un ser querido, se supone que es él quien da no tú: atenderlo durante meses, cambiarle los pañales, lavarlo, peinarle el pelo que ralea; besar sus labios cuarteados o inflamados. Yo no sentía nada de eso; ya digo, le cambié los pañales un par de veces, pero nunca noté bondad cayendo sobre mí.

Ayer, como cada mañana paré junto a los escaparates de la Antonio Machado, en el de la izquierda, libros con voces de mujer; y en el de la derecha, novela negra que se ha convertido en el penúltimo refugio de la buena literatura en forma de novela.