domingo, 20 de diciembre de 2015

LA VIDA PERRA DE JUANITA NARBONI, ÁNGEL VÁZQUEZ


Cada día me cuesta más trabajo ponerme las medias. Si tuviera ocasión y pudiera ir a Madrid, me compraría un abriguito de entretiempo. Estas cosas, indudablemente son michelines. ¡Tócate bien, Juani! Michelines…

Buscando escritores malditos, las enciclopedias me arrastraron a Tánger. Yo perseguía a esos escritores perdidos de la generación beat y me encontré con la sorpresa de que Jane Bowles me señaló, de entre todos aquellos que deambulaban por Tánger, al más auténtico, al más perverso, a aquél que escribió una gran obra maestra en lengua castellana. La gran obra maestra maldita.

“Vete a verlo”, me dijo Jane Bowles, “deja a todos estos americanos para otro momento, quien merece la pena de verdad es Ángel Vázquez”, “mi pequeño genio redondo”.
Yo no soy quién para recomendar nada; pero, después de las lecturas que he tenido, que nunca son suficientes, creo que, si alguien quiere escribir literatura en lengua castellana, hay dos novelas que no puede ni debe perderse, una es el Pedro Páramo de Juan Rulfo, y la otra es La Vida Perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, de nombre Antonio para aquellos que lo conocieron.

Y ¿quién es Juanita Narboni?: “Je suis le mensoge qui dit toujours la verita”, “Yo soy la mentira que siempre dice la verdad”

Desgraciada de mí que hasta para conciliar el sueño encuentro dificultades. Y este silencio que me pone nerviosa porque no es normal.

Es cierto que en las dos novelas terminamos ahogados en la soledad y en la infelicidad; pero nadie ha dicho que la literatura sea un camino fácil, ni que leamos tan sólo para divertirnos, ese espacio común donde los dólares quieren instalar a la literatura; y lo están consiguiendo; espero que ésta, como ha hecho siempre, se refugie en los monasterios y no puedan alcanzarla las llamas como durante la Edad Oscura.

¡Anda disimula, hija, que tú también empinas el codo lo tuyo!

Así fue cómo conocí a Juanita Narboni en Tánger, que en un monólogo casi infinito y deslumbrante, tan sólo ella habla en la novela, nos cuenta esa vida de mujer fracasada, ridícula, que cae en su extravío en lo cursi, pero que con su ejemplo marcado por su yo interior nos enseña en carne propia que el camino de la felicidad siempre viaja desde dentro hacia afuera. Es una equivocación pensar que la felicidad llegará desde fuera si primero no la hacemos crecer dentro de nuestra alma.

Son sus propias decisiones la que la han arrastrado a la soledad más absoluta:
Tarde, siempre a todo llegué tarde, hasta para morirme no voy a llegar a tiempo.

Ella poco a poco ha ido asfixiando su propia vida, siempre se ha sentido vigilada por la sociedad, exagerando la moral burguesa hasta límites que van más allá del sentido común. Son sus recelos y desconfianzas, a veces sin fundamento, los que la han llevado a esa situación:

Ahora me mira y me saluda. Te veía venir. Como siempre. Yo también te saludo, mi reina, se te caiga el massaj. Una vez te pedí veinte duros y no quisiste dejármelos. Claro, me saludas por cuestión de préstige. Al fin y al cabo una es una Narboni. Y tú no eres más que una purita mierda que tuviste la suerte de dar con un marido cabrón. Yo te saludo, te sonrío, mira mi sonrisa, falsa como el anillo que llevo al dedo.

Así es Juanita, desde el principio cree que va por el caminito recto; el problema es que ese camino no es el camino de la bondad; sino el camino de la hipocresía, del sufrimiento gratuito, de la discriminación del otro:
Ana María dice que hay tres clases de nobleza: la de la sangre, la del dinero y la mía.

El monólogo de Juanita es prodigioso, el tiempo de la novela nos sobrecoge porque, a saltos, no hace sino encerrarla más y más, en esa letanía de soledad merecida, con un presente fragmentado, un pasado como el único tiempo en el que se puede ser feliz y un futuro desolador.

Actúa como la sociedad le demanda; ni su hermana (No quise por orgullo buscar a mi hermana, cuando más falta me hacía, ésa que andará por Casablanca, Dios sabe con quién), ni su madre (¡Mamá, mamá!, ¿quieres decirme qué significa todo esto?, ¿Qué va a ser de mí?), ni su padre (Nunca lo quise. Me mira con lástima, que es lo que más me molesta. Me mira como si toda mi vida hubiera de ser terrible, como si de pronto yo me convirtiera en una huérfana de la tormenta), ni aquellos, que pudieron quererla, pueden hacer nada por ella (Por querer que no quede, porque tengo reservas de cariño para dar y tomar, pero no me sirven para nada. ¿Para qué me sirven si no puedo utilizarlas y cuando lo he intentado lo he hecho siempre mal?...Orgullosa de mierda); nadie puede ayudarla porque es ella, su corazón y su alma quienes tienen que hacer ese viaje a la bondad, hacia la sociedad que la rodea; aunque sabe, y ese es también su drama, que Tánger se está deshaciendo igual que ella.

La Tánger internacional se está desangrando. Tánger ya no es nada, ni queda nada de él. Si supieras lo que es del Teatro Cervantes, humo y rastrojos como en Manderley, grietas y cardos por donde antes creció la hierba.

Pero, al menos, podemos ir a la tienda de Mariquita, la sombrerera, en la calle Siaguins para hablar en yaquetía, ese lengua mezcla de castellano, árabe y judío, que es un monumento a la pluralidad. Igual por allí, escondido, espía el pequeño Antonio Vázquez y anota en su cuaderno del colegio palabras mágicas que luego pondrá en la boca de esa infeliz de Juanita Narboni, consumida en su propio mundo.

Ya no hay esperanzas ni para Juanita Narboni, ni para Ángel Vázquez, ni para Tánger.









lunes, 7 de diciembre de 2015

FRIEDRICH HÖLDERLIN, CON HIPERIÓN

Una vez, después de contar mi vida, me preguntaron dónde me hubiera gustado haber estudiado; ya que, unos segundos antes, había narrado mi paso por el colegio laboral, por un colegio del Instituto Social de la Marina, un Instituto público de bachillerato con nombre de pintor, una academia militar y la universidad nacional de educación a distancia.

Sin dudarlo, contesté que el lugar al que me hubiera gustado ir a estudiar era el seminario de Tubinga y, además, en el año 1791 compartiendo habitación con Schelling, Hegel y Hölderlin en aquel Tübingen Stift donde ellos soñaron que otro mundo era posible: “como más me gusta imaginarme el mundo es como la vida de una familia, donde cada cual está sin pensarlo, al servicio de los demás; donde todos padre, madre y hermanos, grandes y pequeños, están a disposición los unos de los otros, sin que se medite ni se sermonee sobre ello”.

Ese lugar donde soñaron que otra vida era posible: ¿qué es todo el saber artificioso del mundo, qué es toda la orgullosa emancipación del pensamiento humano comparada con los tonos espontáneos e inocentes de aquel espíritu que no sabía lo que sabía, lo que era?

Ahí iré a estudiar, al seminario de Tubinga donde Holderlin soñó que otra forma de amar era posible: ¡Oh, qué vale todo lo inmortal que los hombres pensaron e hicieron durante milenios frente a un momento de amor! - ¡Es también lo más logrado, lo más hermosamente divino de la naturaleza! A él conducen todas las gradas desde el umbral de la vida. ¡De él venimos a él vamos!


Siempre he pensado que entraría por el arco principal del seminario, subiría unas escaleras de madera y en la primera planta giraría a la derecha para coger un pasillo por el que la luz corre como un río de oro y me pararía ante una puerta en la que hay pegado un pequeño letrero con tres nombres: Friedrich Hölderlin, Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Friedrich Schelling. Tres Friedrich, más grandes que el mismísimo emperador Friedrich II, al que soñaban con destronar con los vientos de la revolución francesa: “Ya no es tiempo de Reyes”.
Conquistarás, y olvidarás para qué, conseguirás por la fuerza, si todo va bien, un Estado libre para ti y entonces dirás: ¿para qué lo he construido? La lucha salvaje te destrozará alma hermosa, envejecerás, espíritu venturoso!: y cansado de la vida al final preguntarás: ¿dónde estáis ahora vosotros ideales de juventud?

Llamaré a la puerta de esa habitación del seminario de Tubinga. Desde dentro me dirán que pase, ni Schelling ni Hegel están dentro, tan sólo veo a Holderlin, el único poeta que renunció a todo por la poesía, su amor, su vida, su futuro; el único poeta que fue devorado por la esencia de la propia poesía, sin más destino que los versos, sin otro posible fin que la locura. Él todavía no lo sabe.

Yo, en la bolsa, llevo un libro de Heidegger, que me he puesto a leer en un banco junto al río Néckar y en el que se ve la torre en la que Holderlin estuvo 37 años encerrado y loco, llamándose Scardanelli: La esencia de la poesía, tal cual la funda Hölderlin, es en grado sumo un acontecimiento histórico; porque “poéticamente es como el hombre hace de esta tierra su morada”.

Cuando escucha los golpes en la puerta dice con voz queda: “adelante” y yo paso con una sonrisa porque voy a conocer al único poeta verdadero, al poeta que no quiso mancharse más que con poesía, que fue capaz de decir cómo debía ser el mundo, el nuevo mundo renacido en su Suavia natal; y que tanta gente perversa, empezando por el nazismo, usó para su mal.

En ese momento anda traduciendo el Áyax de Sófocles: Vosotras, aguas del Escamandro, vosotras que tan amablemente acogisteis a los argivos, ¡vosotras no me veréis nunca más! - ¡Aquí yaceré sin gloria!
¡Qué importa la gloria si la poesía me ha impedido tener a Diotima!

Yo sé quién es Susette Gontard, yo sé que ella va a adorar al poeta y que tras su marcha llorará lágrimas de sangre: <<Es como si mi vida hubiera perdido todo significado; solo por el dolor sigo notando su existencia >>
El poeta no tendrá ni tendrá sangre, sólo versos: Construyo a mi corazón una tumba para que pueda descansar en ella; me encierro en mi mismo como una larva, mientras dura el invierno; con recuerdos venturosos me protejo de la tempestad.

Le pido permiso para sentarme y le digo con alegría que voy a pasar cinco años estudiando con ellos en el seminario; y que, si bien sé que no estoy a su altura, espero que entiendan que no es más que un sueño; por lo que es permisible todo mi atrevimiento.

Todavía cree que la regeneración del  país es posible, concibe la construcción del gobierno con las palabras libertad, igualdad y justicia social; y se va a adelantar al oscurantismo de los regímenes que llegarán dos siglos después con la claridad con la que sólo ven los poetas:

Me parece que tú concedes demasiado poder al Estado. Este no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza. Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota! ¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno.

Sin querer se ha anticipado dos siglos a los regímenes comunistas y fascistas, los Gulags y los Auswitch Bikernau, que tan perversamente usaron su nombre.

En la disputa que mantuvieron por carta Hölderlin y mi adorado Cortázar, señora Bauchot, defiendo a Hölderlin, porque el Estado, querido Julio, es creación humana; pero el alma, amado Hölderlin, es creación de Dios.

Agarro la Prosa del Observatorio de Cortázar y vuelvo a leerla: “Señora Bauchot, alguna vez Thomas Mann dijo que las cosas andarían mejor si Marx hubiera leído a Holderlin; pero vea usted, señora, yo creo con Lukacs que también hubiera sido necesario que Holderlin leyera a Marx; note usted qué frío es mi delirio aunque le parezca anacrónicamente romántico porque Jai Singh, porque la serpiente de mercurio, porque la noche pelirroja.”

No, querido Julio, he adorado cada paso que diste por París, pero ahora no tengo más remedio que echarme en los brazos libertarios de Hölderlin, sabiendo que somos hijos de la tierra hechos para amar, hechos para sufrir.

Soy feliz sabiendo que voy a pasar cinco años de mi vida en el seminario de Tubinga tratando de cambiar el mundo, así que he dejado pasar la ocasión que se me brindó de estudiar cinco años en una Academia militar.
Para conducir a mi pueblo al Olimpo de divina belleza, donde mana de fuentes eternamente jóvenes lo verdadero con todo lo bueno, carezco, aún hoy, de destreza. Pero a servirme de una espada sí he aprendido, y no necesito más por ahora. La nueva liga de los espíritus no puede vivir en el aire, la sagrada teocracia de lo bello tiene que morar en un Estado libre, y él precisa de un lugar en la tierra, y este lugar lo conquistaremos nosotros.